Se dice que Hollywood es una fábrica de sueños. La metáfora no es inadecuada, pero quedémonos con la parte de “fábrica”: en estos momentos, esa usina de material audiovisual está totalmente detenida por dos huelgas simultáneas: la de los guionistas y la de los actores. Los primeros dejaron de trabajar el pasado 2 de mayo; los intérpretes, desde principios de julio. Las consecuencias de esta detención de las actividades son enormes, incluso si la situación se destrabase en poco tiempo, y no hay indicios de que vaya a ser así.
Cada cinco años, los convenios colectivos de trabajo de la industria audiovisual se vuelven a negociar. En ocasiones no hay demasiados problemas y hay sindicatos que lo hacen rápidamente, como el de directores, que arregló en una negociación rápida y sin llegar a tomar medidas de fuerza. El problema está en los eslabones con mayor cantidad de afiliados, guionistas (WGA, Writers Guild of America) y actores (SAG-Aftra, Screen Actors Guild) que tienen, justamente por eso, mayor margen de maniobra. De hecho, el de guionistas es el que más huelgas realizó en el último medio siglo; tanto en 1988 como en 2008, el paro de escritores frenó la producción audiovisual con enormes pérdidas para los productores. Lo histórico en esta tormenta perfecta de paros es la huelga de los actores, primera en casi sesenta años.
Eso tiene que ver con cómo funciona la actividad y que en realidad había dos sindicatos que en 2012 se fusionaron. Por norma, los actores suelen criticar a los dirigentes sindicales por la rapidez con la que resuelven los nuevos convenios, pero la razón es que el 34 por ciento de los afiliados (y es imposible trabajar en la industria audiovisual sin serlo) no suele estar activo. La actuación no es precisamente un trabajo de oficina, y SAG-AFTRA ha tomado como norte crear posibilidades de trabajo que luego permitan una jubilación digna a los afiliados. De allí que en general “cedan” más en las negociaciones. Del otro lado de la mesa está la Alianza de Productores de Cine y Televisión (AMPTP), y las negociaciones previas parecían encaminadas: se pedía un 11 por ciento de aumento en salarios y un 76 por ciento en “residuales”. Esto último es clave: se trata de la participación en la venta de material previamente grabado a plataformas, difusión en el extranjero, etcétera. Pero los productores pidieron la intervención, a último momento y de manera inconsulta con el sindicato, de un negociador del Gobierno federal; eso hizo que Fran Drescher, la presidente actual de SAG-AFTRA, y el negociador sindical Duncan Crabtree-Ireland, se levantaran de la mesa y dieran comienzo a la huelga.
Era un poco una excusa. En el documento que iba a firmarse, además, los productores incluían una cláusula por la cual los intérpretes daban su consentimiento para el uso de su imagen previamente registrada. Es decir, en tiempos de IA cada vez más potente, cabe la posibilidad de que los actores “actúen sin actuar”, que su imagen digital sea utilizada por los productores como les parezca mejor. Ese punto es fundamental. Así como la aparición de las plataformas y su éxito obligó a renegociar en nuevos términos las compensaciones de los 160.000 afiliados al sindicato, la IA causa un cimbronazo. Las nuevas tecnologías generan una modificación definitiva en las condiciones laborales y por ese lado es que aparecen los miedos.
El golpe que implica la huelga es monumental, y según consultoras citadas por Variety y Hollywood Reporter, implica una pérdida diaria de treinta millones de dólares. Sin embargo, la cita al negociador federal que desató la huelga fue considerada por los actores como una estrategia para alargar las negociaciones, y de allí el enojo y el paro. ¿Por qué, si se pierde tanto por día, los productores alargarían la huelga? Es simple: están en crisis y en el corto plazo, el cierre de producción implica un ahorro. Desde el año pasado, hay despidos masivos en casi todas las empresas del sector. El streaming llegó al punto en el que es difícil encontrar nuevos abonados (Netflix presentará como un “triunfo” sus probables “nuevos” cinco millones de suscriptores debidos a su fee reducido para quienes comparten contraseña) y el cine no levanta cabeza después de la ruptura de la cadena de montaje que se produjo con la pandemia. Frenar el gasto por un tiempo, aún cuando implique una pérdida (que es siempre potencial) juega con un desgaste de los actores, que no cobran mientras no trabajen, y poder conseguir un acuerdo que los favorezca. Mientras tanto, los dólares para producir siguen en el banco.
Pero el problema no se encuentra en estos días sino en el futuro. Las agendas de producción en Hollywood se planifican con meses y años de antelación. Frenar el rodaje de Deadpool 3, como acaba de suceder, puede implicar que Hugh Jackman no esté disponible para volver a ser Wolverine -ahora sí, como mostró una foto en el set, con el tradicional spandex amarillo de los comics- cuando se retome el trabajo, o que se filme a mayor velocidad y menor calidad. Lo que implica además que el material no esté disponible para postproducción a tiempo para llegar a su fecha de estreno (los “tanques” se agendan viernes de premiere con años de antelación) y eso modifique no sólo el calendario de Disney-Marvel, sino todo el de la temporada alta, porque cada film de este costo se queda con un fin de semana casi en exclusiva (salvo que apunten a públicos ostensiblemente distintos como Barbie y Oppenheimer, tema del fin de semana). Y eso es sólo la punta del iceberg. Porque la huelga implica que los actores no pueden actuar frente a cámara, hacer doblajes, voces en off, manejar títeres ni participar en la promoción de series y películas. De hecho, Cillian Murphy y Emily Blunt dejaron la premiere londinense de Oppenheimer, justamente, por esta razón. Cuando estos espectáculos cuestan por encima de los doscientos millones de dólares y se gasta en marketing tanto o más que en la producción, el problema es absolutamente grave.
Y no sólo hablamos de series o películas. La huelga de actores y de guionistas afecta al negocio publicitario: no se pueden rodar propagandas. O se pueden dibujar, hacer con animación, pero ningún actor puede anunciar el producto con su voz en off. Como sucede con las ficciones audiovisuales, también las publicidades se planean con meses de anticipación. No realizarlas o retrasar una campaña no afecta sólo a los productores audiovisuales sino a cualquier empresa que requiera anunciarse, sea la famosa bebida cola más que centenaria, los célebres tampones con dos letras por nombre o la tarjeta de crédito que paga todo lo que tiene precio. Es cierto: el teatro y la radiofonía no se ven afectados, pero no habrá ninguna estrella de la pantalla grande o chica en los late shows que se produzcan mientras dure la huelga. De hecho, tampoco habrá hosts. Y olvídense de la campaña por votos de los nominados a los Emmy, recién
anunciados. Los carromatos del circo están empantanados en el barroso camino de la pelea sindical.
Hay algo más. Se dijo más arriba que las plataformas ya no crecen como antes. De hecho, la oferta de streaming es demasiado grande e incómoda: si decidió entre Disney+ y HBO Max por la primera, no va a poder acceder (salvo el azar de la grilla en aquella cosa que se llamaba “cable”, si el lector lo recuerda) a, digamos, Batman. La exclusividad, se sabe; y la maraña cada vez más inextricable de los derechos. No por nada la piratería ha vuelto con muy buena salud después de haber mermado desde la aparición de Netflix en 2012. Nadie quiere “pagar todo” para “tener todo”, y en un período de crisis económica y de despidos en el sector causado por las fusiones y la imposibilidad de hacer frente a las enormes deudas que las empresas contrajeron para competir justo antes de que la pandemia lo frenase todo, es difícil el crecimiento. Lo que atrae a los nuevos abonados es la novedad, formar parte de la “serie del momento”, de la conversación a su alrededor. Y este paro genera que las plataformas deban decir el próximo año “sin novedad en la interface”.
Reed Hastings aseguró a los accionistas de Netflix que tienen suficiente material previsto para hacer frente a la eventualidad y que las novedades seguiran fluyendo detrás del tudum y la placa rojiblanca. Quizás. Pero no está de más recordar que en 2022 los accionistas que compraron papeles de streaming comenzaron a exigir números rojos y las acciones de Netflix perdieron hasta el 60 por ciento de su valor. Tampoco, ahora hablando de cine, que ya tenemos este año dos mega fracasos de costo monumental (Flash y la quinta Indiana Jones) que plantan más de un signo de interrogación en el modelo de “un tanque para sostenerlo todo y dominar las salas”. El paro pone todos estos problemas en negro sobre blanco. El ahorro de hoy puede ser una pérdida catastrófica mañana. La fábrica de sueños, detenida, es una pesadilla.
Por eso es que es importante la cláusula de uso irrestricto de imagen. Una cosa es “te digitalizamos para incluir tu rostro en las escenas de efectos digitales” y otra “te digitalizamos para que mañana te podamos hacer actuar en una versión integral de Hamlet, querido John Cena”. No se trata de una nueva estética surgida del deseo de los auteurs du cinéma de experimentar con la potencialidad de la inteligencia artificial sino de ahorrarse unos cuantos mangos. Lo mismo sucede -y la tecnología ya es más que potencialmente capaz en este campo, sin contar con que las palabras no se ven en la pantalla como para que el ojo avizor detecte diferencias- con los guionistas. Es decir: esta doble huelga es crucial más allá de derechos, compensaciones y salarios. Lo que está en juego es cómo será y quién -o, más precisamente qué- hará el audiovisual de mañana. Mientras tanto, se comprarán latas afuera o se apurarán producciones en países donde SAG-AFTRA y WGA no llegan. O se apelará a la nostalgia y se redescubrirán los clásicos. Quién sabe: quizás la próxima novedad en su plataforma amiga sea Bonanza.
Fuente: Leonardo D’Esposito, La Nación