Tres semanas después de su primer aterrizaje, a comienzos de los noventa, a Blanca Oteyza la tocó la varita mágica de Tato Bores. Entrañas del menemismo, dólar y peso empatados 1 a 1, y de fondo un canto histórico contra la censura, «la jueza Barú Budú Budía…». Paseaba por el estudio de Canal 13 cuando le preguntaron si se animaba a un sketch. Así debutó en Tato de América como «La galleguita bienuda que quería comprar media Argentina».
Su personaje fue parte de la foto de aquel país. Desguace y privatizaciones contados con fina ironía. La criatura española que encarnaba podía encapricharse con La Patagonia o con una empresa de telefonía y adquirirlas como quien compra una cartera.
Su primera visita a Buenos Aires fue junto a un novio argentino. Recuerda que llovía y desde el aeropuerto llegó directo a la casa del amigo Alejandro Lerner. Subió a la terraza y nunca pudo borrar el dibujo zigzagueante del cableado bordeando los techos. «Buenos Aires no fue un flechazo», admite a punto de viajar al partido bonaerense de Maipú para filmar un corto. «Me fui enamorando muy de a poco, que es la forma de la solidez en las relaciones».
Sus memorias argentinas están atravesadas por el agua, el horror y el desorden. «Recuerdo una inundación, ver los autos flotar y la gente continuar como si nada. Llegué a vivir el atentado contra la Embajada de Israel, grababa en ATC y pasé toda la noche como voluntaria», evoca después de ocho años de residencia. «Primero viví en la Las Cañitas, después siempre en la otra zona de Palermo. Me costaba un poco la desorganización. No me acostumbré al mate y fui una vegetariana en el país de la carne».
En un momento complicado de la pandemia, Blanca Oteyza se atreve a cruzar el Atlántico.
-¿Por qué volver y arriesgarse en un momento así, con el umbral de la segunda ola de Covid-19 y cuando los especialistas piden prudencia con los viajes? ¿No tenés miedo?
-Sueño con esta aventura. Pasaron 11 años de mi última visita. Miedo no tengo, es el término que desterré hace tiempo gracias al teatro. Puede ser incertidumbre, adrenalina, emoción, pero al miedo yo no lo nombro. También desterré el «hubiera o hubiese». Soy muy inconsciente para lo bueno y para lo malo. Y soy consciente de que hay que seguir con los proyectos, cuidándose. Llegué para evaluar ofertas.
-¿Qué venís a buscar de este lado del Atlántico?
-Necesito reconectar con lo argentino. Argentina era una cuenta pendiente. Voy a sentarme a escuchar propuestas. No han sido años fáciles para volver, ahora me encuentro más fuerte. Yo vivía con mi madre, la cuidaba porque estaba mayor, y me convertí en una mujer pulpo, entre mi madre y mis hijas. El deseo se postergó un tiempo. Ya es el momento de probar, tirar puentes. Todo el mundo me decía: «Blanquita, se te quiere mucho en la Argentina».
Blanca Oteyza hoy.
Los estudios porteños de televisión fueron la cuna de muchas «llaves» en su vida. En ATC conoció a Miguel Ángel Solá, su ex marido (son padres de María y Cayetana). Trabajaron juntos en Luces y sombras, dirigidos por Oscar Barney Finn, con China Zorrilla. También en el ciclo Cartas de amor en cassete, ficción que le permitió filmar de una punta a otra, desde Humahuaca hasta Ushuaia.
Blanca García de Oteyza, como figura legalmente, nació un 14 de mayo de un año que prefiere no develar. Cuarta hija de Miguel y Maruja, un abogado y una empleada del cuerpo diplomático de las embajadas estadounidense y brasileña en España, cree que su nacimiento fue en sí la primera puesta en escena con público. «Nací en la Clínica del Rosario, en Madrid, y mi madre contaba que se asustó mucho, porque demoraron en llevarme a la habitación. Las monjas me pasearon ante todas las madres por parir».
Entre sueños infantiles de oceanógrafa y veterinaria, a los 12 años perdió a su padre, después de un proceso extenso de enfermedad. «Cuando has tenido la muerte tan cerca, tu percepción del aquí y ahora es diferente. Tal vez por eso me lleve tan bien con la Argentina, que tanto tiene que ver con la improvisación«, deduce. «Recién empecé a proyectar cuando fui madre».
Blanca cuando hipnotizaba al público en los ’90 (Archivo Clarín).
Antes de confirmar su vocación artística, hizo intentos en la universidad Complutense. Cuarto año de Sociología (con miras a la orientación antropológica) y tercero de Ciencias políticas fueron suficiente para entender que el rumbo emocional estaba en el Arte dramático. En Londres perfeccionó su inglés, dio vueltas por México y Guatemala, y voló hasta los Estados Unidos para probar como oyente de la carrera de Comunicación. Filadelfia fue la antesala a Buenos Aires. Su compañera fiel: su perra Donna, que llegó a seguirla hasta las grabaciones.
Meses antes de la llegada del corralito, Blanca dejó el país aterrada. Miguel Ángel había recibido amenazas de muerte para él y su hija. «Si no se deja de hablar mal del menemismo, será boleta», advertía una voz anónima que llamó a la Asociación Argentina de Actores. Contra todos los pronósticos científicos, ahora Oteyza intentará la revancha. O más bien la continuidad de ese idilio laboral que la plantó como actriz, el impulso que la arrastró a desafíos cinematográficos como El principio de Arquímedes, de Gerardo Herrero, o El amor y el espanto, de Juan Carlos Desanzo.
Blanca en los noventa (Foto Archivo Clarín, Roberto Ruiz).
Al frente de dos escuelas de actuación y de la Compañía Joven Oteyza, estos días se reparte entre Madrid y Buenos Aires. Allá reestrenó como directora la obra Tiza, en los Teatros Luchana, y Cuidados intensivos, pieza que protagoniza y dirige, en el Amaya. «Es duro y emocionante el arte en pandemia. Terminamos llorando cada función, con menos del 40% de público y los espectadores con barbijos«, se emociona la mujer a la que se le recuerda la huella teatral con El diario de Adán y Eva, de Mark Twain.
La vimos en comedia y drama, siempre sacando lustre a su castellano, el distintivo que fascinaba a los productores locales. La marca del deseo, Sin condena, Laberinto, Stress. En breve grabará una participación en La casa de papel. Presiente que algo la unirá de nuevo a estas latitudes que la plantaron «como mujer y actriz» y la proyectaron hasta en la radio. Muchos oyentes recuerdan ese acento que en 1996 copó Mitre. En Spotify sobreviven fragmentos de Cartas que vienen y van, el programa al que puso cuerdas junto a Solá, Nora Zinsky y Jorge Mayor.
«Tengo el síndrome de la compañía, necesito trabajar en grupo», advierte y aclara que no es un rasgo vinculado a la pareja: «No estoy en pareja, llevo una vida complicada en el sentido de que al estar abocada al teatro no hay horarios, me cuesta compaginar».
Blanca Oteyza hoy.
Reacia a hablar de su relación post-divorcio de Solá, separación que incluyó la disolución de la sociedad artística que conformaban, solo prefiere agregar: «Sufrí mucho. Me tuve que reinventar. Hoy no tenemos trato. Él eligió hablar, yo no».
De ese intercambio actoral incesante entre ambas patrias en los ’90 (exportábamos a Héctor Alterio, entraba Imanol Arias, salía Leonardo Sbaraglia, entraba Blanca Oteyza) «Canca», como la llaman los íntimos, quiere recuperar ese imán de épocas en recibía la invitación recurrente para almorzar con Mirtha Legrand. Sabe que no volverán los tiempos de fama insoportable y en cierto modo la alivia. Cuando fue a parir en el Otamendi, su popularidad provocó que un paparazzi vestido de médico se infiltrara en busca de la primicia. «La fama es una de las cosas que más me ha enseñado. La tienes y luego la vas perdiendo y pasas de ser alguien que nunca tiene que esperar en una fila, a esperar».
Fuente: Clarín