Paquita, como le llamaba su hijo, es una presencia central para comprender el esqueleto y carne de las películas del director español que, más allá de mirar y homenajear en sus obras a directores como Alfred Hitchcock, Douglas Sirk, John Cassavetes y Rainer Werner Fassbinder, consiguió construir un cine que solo se parece al suyo. Donde conviven las obras de teatro de Tennesse Williams con la movida madrileña; prostitutas travestis con monjas que consagran su vida a Dios; romances gay con las corridas de toros; drag queens que explotan en el escenario con la soledad de los cuadros de Edward Hopper.
Paquita, quien reiteradas veces apareció en plano en las películas de su hijo, no solo fue su primera musa, también le enseñó el hilo invisible que une la ficción con la realidad. Cuando Pedro era niño y vivía en el pueblo de La Mancha, acompañaba a su madre a leerle las cartas que le mandaban los parientes a sus vecinas. En esa tarea consistía su cálido trabajo. Pero su trabajo era mucho más detallista: Paquitano leía en voz alta lo que estaba escrito en las hojas cuando rompía cada sobre. Decidía transmitirles lo que cada persona necesitaba escuchar. Tal vez un «te extraño» o la simple consideración de preguntar por un problema de salud, o de mandar un beso a una tía lejana que para el destinatario era importante. Palabras inventadas que, además de alegrar por días o semanas a una vecina, lograban que personas que se encontraban a miles de kilómetros se acerquen a través de su voz. Paquita conocía cada vínculo, así que también decidía qué frases agregar a la carta que las vecinas le dictaban. Pedro Almodóvar descubrió a su madre mentir y al salir de una de esas casas le preguntó por qué las engañaba. «¡Has visto lo contenta que se ha puesto!», le contestó entusiasmada. La respuesta de su madre, y la cara de cada una de esas personas que sonreían al escuchar lo que deseaban oír, le marcaron el sentido de su futura profesión, y el tono de las películas que aún no tenía en mente. La equilibrada relación entre realidad y ficción.
Pedro Almodóvar se crío observando a las mujeres de su pueblo, en particular a su madre tan amada que hasta tenía en el cine de su hijo a su alter ego: la actriz Chus Lampreave. Arquetipos que trasladó a sus películas con diferentes zapatos, peinados y recuerdos que las definen. Aferrándose a ellos como al aire que respiran o exigiendo su derecho a olvidar. Fusionando esa infancia bucólica con el acelerado pulso nocturno de Madrid a principios de los años 80. Saltando de la comedia alocada al melodrama, del thriller a una profunda historia de amor, acompañado siempre por su hermano y productor Agustín Almodóvar. Dándole protagonismo al deseo a través de personajes rotos, mujeres, hombres, chicas y chicos trans, que, a pesar de tener vidas desgraciadas o correr el riesgo de perderlo todo, gozan de la libertad de decidir sobre sus cuerpos.
Romper con la familia tradicional
A mediados de los 80, Almodóvar conoció personalmente a Andy Warhol. Uno de los productores de Entre tinieblas y ¿Qué hice yo para merecer esto? había comprado varios cuadros del artista conceptual pop, y realizó una muestra en su casa, haciéndole, durante varias noches, una fiesta en su honor. Todos los días lo presentaban a Almodóvar ante el homenajeado como el «Warhol español». A la sexta vez que se lo presentaron, Warhol le preguntó por qué lo apodaban así. Almodóvar le respondió que seguramente porque en sus películas había muchas travestis. Contestación que tiene mucha verdad: desde sus inicios hasta sus últimas películas, aunque de modo diferente, el colectivo trans estuvo presente a través de distintos personajes. Y siempre desde una óptica cómplice y jamás burlona o estigmatizante.
El cine de Almodóvar es queer por tener esa mirada, respetuosa pero no pacata. Llevando a la pantalla grande el clima festivo de un monólogo sobre las siliconas, el ritmo de un vallenato en el patio de una cárcel, o la dedicación minuciosa con la que una drag queen se abotona el corset y se ensancha las caderas para transformarse en una reconocida cantante de boleros antes de realizar la performance arriba del escenario. Una receta muy alejada de Hollywood que Almodóvar consiguió, sin entregarle el alma al diablo, que llegue hasta los rincones más conservadores. Y el consejo de no vender su alma al diablo, caer en Hollywood, se lo dió Billy Wilder en persona. Logrando incluso que los miembros de la Academia del Oscar elijan a Todo sobre mi madre como mejor película extranjera en el año 2000.
El director español aclaró hace muchos años que su objetivo no es transgredir, porque la transgresión implica un respeto y una consideración a la ley que él no tiene. Su intención no es infringir una norma cualquiera sino conseguir que se impongan sus personajes y su comportamiento. «Es uno de los poderes y también uno de los derechos del cineasta», dijo.
Almodóvar edificó un universo donde las reglas están escritas por la institución del amor. Ni la Iglesia ni el sistema educativo. Tampoco la Constitución o el código penal. Una de las características de su cine es que las familias rompen con el modelo tradicional para abrir otras formas de vínculos y agrupación. «Una familia puede estar compuesta por padres separados, travestis, transexuales y monjas enfermas de sida», le dijo Almodóvar a Ratzinger cuando era Papa, furioso con la idea de que nos impongan una sola forma de familia.
Esa postura la volcó en su cine con inteligencia y sensibilidad: en La ley del deseo(1987) la tríada poderosa estaba conformada por un hombre, su hermana trans y su pequeña hija; Entre tinieblas (1983) presentaba una mujer religiosa que tenía una familia compuesta por un cura y un tigre; Tacones lejanos (1991) tenía una protagonista que quedaba embarazada del hombre que se travestía algunas noches para interpretar en un show a su madre, la cantante Becky del Páramo; en Todo sobre mi madre (1999), el personaje encarnado por Cecilia Roth asumía la maternidad de un bebé recién nacido, engendrado por una monja y una travesti llamada Lola. Quien fue, además, el padre de su primer hijo 17 años atrás. Lo más significativo de estas conmovedoras películas es que la familia no tradicional aparece en escena como una segunda oportunidad, la mejor manera de reparar un pasado lastimoso. La posibilidad de construir una sociedad mejor donde, si el dolor es inevitable, al menos que sobre la contención en un hogar sin lugar para los prejuicios.
Madre (no) hay una sola
Sean toreras, estrellas de TV, escritoras de novelas rosa, peluqueras o amas de casa, las protagonistas de las películas de Pedro Almodóvar son mujeres que pisan fuerte. Atravesadas por el dolor y la soledad, incluso destrozadas por la vida. Tristes pero jamás endebles. Más allá de las historias individuales, el director español propone un pacto entre ellas. La empatía que sentía Paquita, la madre de Almodóvar, por sus vecinas que estaban tan lejos de sus seres queridos llevada a personajes de ficción. Mujeres que se ayudan entre sí, que se cuidan unas a otras. Comparten culpas y secretos, la salud y la enfermedad. Sea en el rostro de Carmen Maura, Marisa Paredes, Rossy de Palma, Victoria Abril, Lola Dueñas, Cecilia Roth, Penélope Cruz, Bibi Andersen, Chus Lampreave, Blanca Suárez o de su propia madre, Francisca Caballero.
El salvataje puede suceder entre desconocidas o seres cercanas, entendiendo que un gesto de amor desinteresado puede cicatrizar la herida más honda. La unión entre mujeres está presente desde su primera película filmada en 16mm: en Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980), una chica joven rescata a otra de la violencia ejercida por su marido y le muestra un mundo pleno de placer y risas.
Con el paso de los años, Almodóvar modificó el sistema de producción, amplió los recursos para filmar y la participación económica de otros países, cambió una y otra vez el género narrativo, sin nunca abandonar la representación de esas mujeres que además de acompañarse, aprenden a salvarse por sí mismas. Un sentimiento que dejó tatuado en la dedicatoria de Todo sobre mi madre, al finalizar la última escena: «A Bette Davis, Gena Rowlands, Romy Schneider…A todas las actrices que han hecho de actrices, a todas las mujeres que actúan, a los hombres que actúan y se convierten en mujeres, a todas las personas que quieren ser madres. A mi madre». Aún en sus películas donde el protagonismo recae en los varones, como en su nuevo largometraje Dolor y gloria (2019), los personajes femeninos son magnéticos y fundamentales dentro de la trama.
La figura de la madre, generosa o castradora, es tan importante en el cine de Almodóvar como las escenas en hospitales. Hay una relación entre ambas cosas: la posibilidad de sanar. En Tacones lejanos, una madre, interpretada por Marisa Paredes, remediaba todo el daño que le hizo a su hija años atrás a través de un sacrificio. Inculparse de un delito para que su hija no esté encerrada en la cárcel. «En mi vida no le he dado nada. Es justo que mi muerte le sirva para algo», le decía al cura luego de confesar una mentira al juez.
Los personajes femeninos del cine de Almodóvar pueden ser terriblemente egoístas y de repente, cuando parece que ya es demasiado tarde, mostrar un dejo de humanidad que puede cambiar el rumbo de más de un personaje. Julieta, estrenada en 2016, basada en tres cuentos de Alice Munro, también dibuja el océano que separa a una madre de su hija, pero esta vez desde el punto de vista de esa madre desesperada por recuperar su amor, y no al revés. Y, como sucedía con las vecinas del pueblo de La Mancha, será una carta la que determine la cercanía o distancia entre ambas.
Aún en las películas de Almodóvar donde pesan las costumbres, la transformación siempre es una posibilidad al alcance de la mano. Volver (2006), el relato más autobiográfico junto a La mala educación (2004), fue la película que escarbó más profundo en esta idea. Desde un lugar más calmo pero no por eso menos salvaje, el director pone en escena a una madre, encarnada por Penélope Cruz bajo el nombre de Raimunda, que rescata a su hija del abuso sexual de su pareja. Raimunda protege a su hija como no lo hizo su propia madre. Y el cine es un arte tan reparador, que permite tantas posibilidades, que luego de (supuestamente) ser enterrada bajo tierra esa madre que no supo cuidarla reaparece en su vida para pedirle perdón. «Y aunque no quise el regreso, siempre se vuelve al primer amor» expresa la canción compuesta en 1934 por Carlos Gardel y Alfredo Le Pera que canta Penélope Cruz en una escena musical. Una decisión de guion que lo hace volver al propio Almodóvar a su primer amor: Paquita. Su madre que murió en 1999, y que resucita, de alguna manera, en Volver.
Otra de las particularidades que hacen único al cine del director español de los diálogos filosos es la obsesión por la simetría y devoción por el artificio. Desde la fonomímica de los personajes cuando cantan hasta la decoración de los ambientes. El exceso tan propio del melodrama del Hollywood de la Edad Dorada, pero ajustado a la cultura española. A la historia de su país. La estética kitsch de tantas películas, esa paleta de colores tan saturada de Mujeres al borde un ataque de nervios(1988), el rojo furioso de Matador (1986), La flor de mi secreto (1995) y Los abrazos rotos (2009), no son solamente una elección compositiva por haber atravesado los años 60 con la eclosión del pop. Carga sobre ella una decisión emocional: la vitalidad de aquellos colores es una manera de luchar contra el rigor de sus orígenes, en La Mancha. Donde creció viendo cómo su madre vistió de negro, condenada al luto por la muerte de su marido. «Los colores que utilizo son una respuesta natural que sale del vientre de mi madre para educarme en contra de la austeridad obligatoria», contó el director tiempo atrás.
Cuando Almodóvar descubrió a los 8 años que su madre, Paquita, engañaba a sus vecinas con el contenido de las cartas entendió que la realidad necesita ser completada por la ficción para que la vida sea más soportable y bella. Y así como Paquita intervenía en la realidad de esas mujeres que eran felices con un mensaje encriptado, Pedro Almodóvar Caballero, como firmó la carta de despedida a su mamá el 11 de septiembre de 1999, irrumpe en la realidad cotidiana con historias ficcionales. Relatos que, tal vez no cambien el mundo, pero con certeza tienen el poder de modificar el nuestro.
*»Mujeres al borde de un ataque de nervios», «Átame» y «Todo sobre mi madre» pueden verse en Qubit.tv.