Es la hora en que algunos andarán desperezándose de la siesta. Para quien viene de capital, el silencio de las calles de Castelar, sus árboles y edificación baja, es algo así como un bálsamo.
Tocamos el timbre en una casa. Al instante se asoma una mujer que, sin esperar que nadie pregunte nada, sonríe e informa: “Al lado”. O es adivina o está muy acostumbrada a que cada tanto algún periodista se confunda. Porque a quien buscamos es a Eduardo Sacheri, hombre nacido y criado en la zona oeste del conurbano, probablemente uno de los vecinos más conocidos de esta cuadra.
“La gente que me importa, las situaciones que me preocupan, lo que me entusiasma… son de acá”, dirá luego el escritor desde el living de una casa que, en un rincón apartado del primer piso, cuenta con una pequeña habitación repleta de libros, ventanas amplias y un escritorio que mira hacia el jardín: el búnker ideal.
–Qué buen refugio.
El dueño de casa hace un gesto con la mano como queriendo abarcar todo el lugar, y dice:
–El secreto de sus ojos.
Sin duda, fue esa película dirigida por Juan José Campanella, ganadora del Oscar en 2010 y cuyo guion coescribió Sacheri (basado en su novela La pregunta de sus ojos), la que imprimió un salto cualitativo a la vida de este profesor de Historia al que siempre le gustó escribir. Siguieron otras colaboraciones con el mundo del cine (por ejemplo, La odisea de los giles, basada en La noche de la usina) y una productividad tan notable como su capacidad para conectar con el sentir de multitud de lectores.
Por estos días, Sacheri vive la adrenalina que siempre acompaña a una apuesta nueva. Acaba de publicar Nosotros dos en la tormenta (Alfaguara), libro que aborda un tema poco frecuentado por la ficción: la vida cotidiana, íntima, familiar, de quienes integraban organizaciones armadas como Montoneros o ERP.
“Un tema espinoso, delicado, conflictivo, doloroso”, enumera el autor. Sin dejar de ser crítico con aquella militancia setentista, Sacheri se esforzó en armar un relato no maniqueo, en el que se alternan diversos puntos de vista y donde el único monstruo, en todo caso, termina siendo la obstinación enceguecida, la ausencia de empatía o reflexión.
–¿Por qué volver a los años setenta? En el caso de esta novela, regresar a 1975, el año previo a la dictadura.
–Creo que hay más de un motivo. Por un lado, son los años de mi niñez. Y para mí la niñez es una etapa en la que tenés la sensibilidad absolutamente desarrollada como persona, pero todavía no tenés la intelección afinada como para analizar las cosas como lo haría un adulto. Buena parte de la vida adulta, al menos eso me pasa a mí, se trata de reinterpretar lo que sentía, veía, pasaba a mi alrededor durante la niñez. Ese sería un motivo más emocional, personal. Pero también me pasa que me interesan las cosas no tan exploradas. Los territorios muy transitados me interesan un poco menos. La dictadura, por motivos evidentes, ha sido muy visitada, y son recontra legítimas las razones de ir, volver, regresar a esa época. Pero en esos lugares tan transitados siento que no tengo casi nada para decir. Entonces ahí hay otra razón, más vinculada con qué me interesa preguntar.
«Para eso me sirve, desde lo personal , escribir un libro. Al mismo tiempo que cuento una historia o reviso un episodio del pasado de la Argentina, pienso en mi propia paternidad»
–El libro está dedicado a tu padre. El papel de los personajes que son padres, en especial uno de ellos, es muy importante. ¿Parte de las preguntas tiene que ver con el lugar de la paternidad?
–Indudablemente hay un plano de mis libros que tiene que ver con interrogarme sobre mis propios asuntos existenciales. Y la paternidad es un tema central no en mi literatura, sino en mi vida. Porque en la niñez perdí a mi papá. Y porque en buena medida mi vida adulta está signada por la paternidad, por mi interés en la paternidad. Mis hijos ahora tienen veintitantos años, pero desde antes de tenerlos y cuando los tuvimos, los criamos, me vivo interrogando sobre la paternidad y sobre cómo va cambiando mi papel como padre. Creo que como mis hijos son además veinteañeros…
–La edad de los protagonistas de la novela.
–Tienen la edad de esos pibes, y aunque los contenidos de mis dudas son probablemente mucho menos extremos y menos trágicos, en el fondo es esto de qué pasa con esas vidas, las de tus hijos, de las que uno se ha sentido tan a cargo como artífice, como protector, como acompañante. Entonces, qué pasa cuando esas vidas empiezan a recorrer otros caminos. Caminos propios. Y qué hace uno, porque no es que uno dice apago el switch y ya está, no me ocupo más. Lo ves desde otra distancia, te seguís haciendo las mismas preguntas, a lo mejor conservás la sensación de que son tu responsabilidad. Es decir, sentís la responsabilidad y al mismo tiempo carecés de la potestad. Por eso es que para mí los libros siempre son como un alfajor Rogel, tienen muchas cosas. Para eso me sirve, desde lo personal , escribir un libro. Al mismo tiempo que cuento una historia o reviso un episodio del pasado de la Argentina, pienso en mi propia paternidad.
– Cuando hablabas de la potestad, recordé al personaje que fantasea con atar al hijo a la silla, para que deje de poner en riesgo la vida.
–Pensar que desde el bastante pacífico 2023, en tanto padre yo me amargo como me amargo, me preocupo como me preocupo…. Vuelvo a lo de los territorios inexplorados: volver sobre esta pequeñez, este drama pequeño e íntimo, de cómo vivirían los entornos de estos jóvenes esas decisiones, esas prácticas y esos compromisos. Supongo que habría de todo. A mí me gustó ir por el lado de un padre que lo vive con esa angustia. Es el que está más presente, el que tiene voz.
–También hay una hija que asume el cuidado de su padre, amenazado de muerte por una organización armada. El hilo que los uniría sería el de querer proteger al que se quiere, y saber que no lo podrán hacer. Respecto de la tragedia de los setenta: ¿qué pensás de esta idea de lo sacrificial, de ofrendar la vida en pos de un futuro utópico?
–Lo que pasa es que no lo creían utópico. No creo que esa sea la única manera de pensar en un futuro, yo creo en las medias tintas. Para mí la vida es medias tintas, aunque los seres humanos vivamos edificándonos utopías generales, sociales, individuales. Creo que vivimos idealizando y extremando el valor de algunos sueños. No importa los que sean. Es algo muy humano. Pero en nombre de las mejores utopías hemos hecho cada cosa nefasta, a todos los niveles… Por eso, aunque parezca súper mediocre, prefiero decir “creo en las medias tintas”.
–Bueno, quizás más que mediocre sea valiente decir eso en una época de discursos tan exasperados como los actuales.
–Mi filosofía en la vida es “vamos viendo”. Vamos despacio. Nos vamos a pegar porrazos igual, pero nos van a doler menos. Esto lo digo a todos los niveles: personal, familiar, de pareja, político. O sea, a esta altura de mi vida los grandes discursos, los grandes relatos, que siempre están construidos alrededor de una utopía… Mirá, es lo que le dice el personaje del padre en un momento: el problema de ser un fanático es que hay un solo problema en la vida y una sola solución. Pero eso es mentira. Tu vida siempre va a tener quinchicientos problemas. Entonces, al enfocar todo en un solo problema y en un solo entusiasmo creo que la chingás mal. No es que de otra manera no la chingás, pero me parece que cuanto más nos hacemos cargo de nuestras debilidades e imperfecciones, menos daño hacemos. Es una de las pocas certezas que me da la vida: tratar de no hacer daño, algo muy antiutópico. Porque toda utopía implica una ruptura, y la ruptura implica destruir algo, en principio para construir algo mucho mejor. Así funcionan las utopías religiosas, políticas. En general el que está embanderado en una causa, la que sea, no es muy proclive a ver el daño que puede generar. Ahora, también es profundamente honesto con sus acciones porque está blindado a las dudas. Al no dudar, la posibilidad de que hagas daño es mayor pero, al mismo tiempo, sos irreprochable moralmente. Cuando los pongo a hablar a ellos dos, sobre todo…
«Me parece que cuanto más nos hacemos cargo de nuestras debilidades e imperfecciones, menos daño hacemos. Es una de las pocas certezas que me da la vida: tratar de no hacer daño»
–El “trosco” y el “monto”. El que nunca duda y el que no puede evitar dudar.
–Al mismo tiempo es muy moral, el flaco. Desde mi perspectiva de lector, en algún punto es más encomiable el que duda porque está viendo cosas que los otros no ven.
–Además, sobre todo en aquel momento, estaba la épica, que siempre es un imán.
–Somos seres épicos. Nos encanta. Creo que vivir es en buena medida tomar distancia de lo que necesitamos.
–Volviendo a las “medias tintas”: ¿cómo problematizar determinados hechos históricos en una época que no es la de la tragedia, pero sí la de la grieta?
–Es un riesgo evidente, con esta sociedad tan agrietada y polarizada termina pasándote algo muy raro. En tu mismo polo, en ciertos temas, termina gente que no tiene nada que ver con vos. Con esta cosa de atribuir esencias a las ideas cuando son solamente ideas. Por ejemplo, yo pienso un montón de cosas, con alguna de esas ideas vos estás de acuerdo y eso nos pone en la misma vereda, pero no nos hace iguales. Nos pone en la misma vereda para pensar esto o para no estar de acuerdo con alguna otra cosa. Ahí termina nuestro acuerdo. No somos gemelos [sonríe]. Creo que se ha perdido esta posibilidad, hemos perdido esa gimnasia de movimiento y de atribución del movimiento; en vez de esto, tendemos a etiquetarnos y a etiquetar. Creo que en nuestro presente, y acá voy más allá de la grieta argentina, hay un montón de cuestiones, de correcciones políticas, que hacen que te encuentres diciendo no, para que no me destrocen mejor me callo. Es complicadísimo, porque es entregarte atado de pies y manos a oscurantismos de los más diversos. Aunque, de nuevo, es una actitud muy humana. Evidentemente en nuestro bagaje genético está que nos cueste un montón bancarnos lo diferente. Sea lo que sea.
–¿Habría alguna razón?
–Nos incomoda la incertidumbre. Pero bueno, creo que pese a todo hay épocas que se bancaron mejor la incertidumbre. Vivimos en una época en la que el deseo de lo blanco y lo negro está muy acentuado. Y ahí yo no me siento cómodo. Pienso en el tema del libro: es un tema espinoso, delicado, conflictivo, doloroso. Es así, entonces, hablemos. Sin embargo, nos acostumbramos a que lo que reúne esas condiciones sea tabú. En lugar de convocarnos a charlar, se convierte en tabú. Limitamos las cosas acerca de las que podemos pensar o hablar. Y no creo que esté bueno movernos con ese conservadurismo. Porque es un conservadurismo intelectual, emocional. ¿Cuál es la clave de decir esto no se toca? Si lo tocamos con respeto, sin caricaturizar a nadie, sin la intención de bajar línea… Yo aspiro a que leas la novela y te quedes pensando. No pretendo convencerte de nada.
–Los personajes son personas comunes, gente de barrio, ninguna figura célebre. Tampoco hay villanos, pese a que algunos terminan impulsando o haciendo cosas terribles. ¿Fue una decisión trabajarlos desde ese lugar?
–La decisión ética que hay detrás de lo que escribo es encontrar los mecanismos literarios necesarios para no bajar línea. Cada capítulo va con el punto de vista de alguno de los protagonistas. Para evitar un desbalance. Yo puedo tener mis preferencias, mis ideas, mis decisiones, mis juicios de valor. Pero son los míos, no tengo por qué estar enrostrándotelos en lo que escribo. Es literatura. Prefiero que se abran mundos.
–¿Te imaginás este libro llevado al cine?
–No, pero porque nunca me los imagino llevados al cine. Sí creo que mi manera de escribir tiene un componente visual. Pero tiene que ver con cómo yo me represento las historias. Me doy cuenta de que me las represento muy visualmente antes de plantearlas discursivamente. Mi cabeza funciona así. También es cierto que tiene mucha acción. Suena muy irreverente decir que esta novela “es una de acción”, pero sí, es una de acciones armadas.
–Por momentos, al escuchar cómo explicás ciertas ideas, uno escucha al docente que vive en vos. De hecho, nunca dejaste de dar clases. ¿Por qué seguir haciéndolo en un momento en que cada vez menos gente quiere ser docente?
–Porque soy profesor de Historia [risas]. En la facultad estudié eso. Lo que no estudié es esto [señala la novela, se ríe]. Quiero decir, dar clase me parece lo normal. Decí que como el trabajo con la escritura creció tanto, me puedo dar el lujo de dar clase los lunes por la mañana en una escuela, nada más. Voy con la mejor onda, con tiempo, fresquito… no me agoto, como me pasaba hace 20 años, cuando tenía tres millones de horas en la facultad, en profesorados, en secundarios. Me lo bancaba porque tenía 25 años menos. ¿Y por qué estudie Historia? Porque me parece que es una herramienta de comprensión de la realidad que está fenomenal. Y está bueno compartirla con los demás. Para ponerse a pensar, sin baja línea. Los temas que me toca dar a pibes de secundario en quinto año de la provincia de Buenos Aires, lo que era el cuarto año para nosotros, son todo lo que viene de la Segunda Guerra Mundial en adelante y, en la Argentina, del peronismo en adelante. Así que en algún momento del año la década del setenta la tengo que dar.
–¿Qué pasa cuando en el aula hablás de los setenta?
–Les queda lejos. Es el mundo de sus viejos, el de sus abuelos. Es algo que cuando uno es testigo o protagonista de una época no advierte. A estos pibes les queda lejos El secreto de sus ojos. Es algo que no está ni bien ni mal. Nosotros acarreamos nuestro mundo, pero es el nuestro. Lo que me parece que está bien es que, en lugar de intentar saldar las cosas, se siga charlando. Yo prefiero irme del mundo charlando. Me molestan las posturas solemnes y las posiciones blindadas, las que sean. Me parece que lo mejor es seguir charlando.
–Hablemos de tu productividad. Una novela cada dos o tres años, cuentos, participación mediática. ¿Cómo hacés?
–Tengo la suerte de que los libros se están vendiendo. Una cosa es lo que le pasa a la mayoría de los que escriben, que lo hacen cuando pueden, robándole horas a los trabajos que dan de comer… y otra cosa es lo que puedo hacer yo en este momento: un montón de días a la semana, por la mañana me voy para arriba, a escribir; a la tarde, después de comer, siestita, y de nuevo para arriba. Es una ventaja que tengo. Además, empecé a escribir porque me hacía bien, y sigue siendo igual. Para mí es raro porque terminó convirtiéndose en una profesión que me dio un montón de cosas insospechadas. Al mismo tiempo no es una profesión, es una práctica casi terapéutica que me hace bien. Entonces lo hago todo lo que puedo. Encima, tengo tiempo. Es como un círculo que se estimula recíprocamente y funciona bien. Si el día de mañana lo que escribo le deja de gustar a los demás, lo voy a lamentar. Porque no me hago el que no me importa: me gusta gustar. Me parece que a casi todos los humanos nos pasa. A veces escuchás a gente que parece solazarse en el hermetismo; yo no lo hago. Pero si deja de pasar eso, si lo que escribo dejara de gustar, voy a seguir escribiendo igual. Mientras pueda lo haré, porque me hace bien. Creo que lo prolífico tiene que ver con eso. O con la falta de autocrítica [risas].
–En tus libros, en la manera en que escribís sobre el fútbol o sobre otros temas, ¿hay como un sensor muy fino de lo que podríamos llamar, por ponerle un nombre, la argentinidad?
–Mirá, tal vez… Vuelvo a esto de por qué me puse a escribir. Si yo te digo que es porque me hace bien, me sirve para entender mejor mi vida, para procesar mejor lo que pasa en mi vida, resulta que mi vida es acá. Está construida por gente que es de acá. Entonces, como que inevitablemente hay un aroma local que no es algo buscado, sino inevitable. Porque la gente que me importa, las situaciones que me preocupan, lo que me entusiasma, todo eso es de acá. Digamos que mi vida no se transformó tanto en ciertos aspectos. Hace cincuenta y cinco años que vivo en el mismo lugar.
–En la zona oeste, que a estas alturas es como otro personaje de tus libros.
–A lo mejor, si mi vida hubiera sido más variada en sus geografías o sus vínculos… Hoy tengo los mismos vínculos que tenía hace años. Son los mismos amigos, juego al fútbol con la misma gente, voy a la misma cancha. Entonces, aunque en mi vida sí hay algunas cosas totalmente nuevas, como algunas posesiones o algunos trabajos como los que hago en los medios o esto mismo que estamos haciendo, esta entrevista, por otro lado no. Tal vez ese anclaje, se me ocurre ahora, hablando con vos, mantenga cierto vínculo con esa argentinidad que yo creo existente, aún en sus dudas. A lo mejor somos una colectividad que duda y ahí reside nuestra argentinidad.
–¿Será eso lo que traducís al escribir, lo que a tus lectores les encanta encontrar?
–No me lo pregunto demasiado, para no romperlo.
Fuente: La Nacion