Qué mejor forma para celebrar el Día del Cine (conmemorado cada 23 de mayo en homenaje a la primera película argumental, La revolución de mayo, dirigida por Mario Gallo, en 1909) que recordar sus mejores historias y a los artistas inolvidables que les dieron vida, especialmente en estos momentos en los que las salas permanecen cerradas a causa de las restricciones sanitarias. A continuación, un recorrido posible por las películas más memorables de nuestra historia
La relación entre nuestro país y el cine nació muy temprano: el 28 de diciembre de 1895, los hermanos Lumiere presentaban el cinematógrafo, y menos de seis meses después, el 18 de julio de 1896, se realizaba la primera proyección en el Teatro Odeón de Buenos Aires. De igual modo, aunque era una obsesión de los cineastas desde 1907, el paso definitivo del film mudo al sonoro ocurrió a comienzos de la década del 30, y marcó el inicio del cine argentino como industria. Primero fueron efectos esporádicos, después un par de canciones y más tarde algún que otro diálogo. Entre los muchos proyectos que buscaron ponerle voz a nuestro cine, hubo uno que reunió a Carlos Gardel con al actor y realizador Eduardo Morera. Con la idea de aprovechar la proyección internacional del Zorzal criollo, se realizaron en 1931 quince cortometrajes donde el cantor interpretaba alguno de sus tangos más emblemáticos mientras mantenía un breve intercambio con sus compositores y letristas. Vistos a la distancia, estos cortos podrían entenderse como la prehistoria del videoclip, al tiempo que resultan las únicas “películas” que Gardel filmó en la Argentina. No fue hasta el estreno de Tango! (1933) que el cine sonoro argentino perfiló su identidad, incluso por sobre la necesidad de Hollywood de expandirse al mercado hispanoparlante merced a películas habladas “en español”.
El film dirigido por Luis José Moglia Barth fue protagonizado por un compendio de estrellas locales de extracción teatral (por su facilidad para la actuación y su dicción) junto a cantantes consagradas de la época. Libertad Lamarque, Pepe Arias, Azucena Maizani, un pibe de veintipico llamado Luis Sandrini y Tita Merello fueron parte de la experiencia. Tango! también marcó el nacimiento de Argentina Sono Film, productora clave en años siguientes. Tres semanas después del estreno la que fue considerada la primera película sonora del cine nacional llegó Los tres berretines (1933), esta vez a cargo de los estudios Lumiton (acrónimo de “luminosidad y tono” o mejor: “luz y sonido”). En ella Sandrini, ya en un rol más destacado que en la anterior, popularizó un estilo que lo acompañaría a lo largo de toda su carrera: “Hice un prototipo que lo llamé ‘Cachuso’. En radio pasó a ser ‘Felipe’, con el que también llegó a la televisión. Ese personaje me gustaba mucho. A pesar de lo que muchos creen no era tartamudo sino un tipo al que le costaba explicar las cosas. Me inspiré en un hincha de Argentinos Juniors que discutía hablando así. Pero me criticaron porque decían que me repetía, no entendieron que era un ‘tipo de personaje’”.
La segunda mitad de los años 30 se potenció con algunos de los nombres más significativos de la cinematografía nacional. Mario Soffici debutó con el melodrama El alma del bandoneón (1935), punto de partida de una filmografía que continuaría con títulos emblemáticos como Viento Norte (1937), Kilómetro 111 (1938) y Prisioneros de la tierra (1939). Manuel Romero, que aportó costumbrismo y una certera y popular mirada sobre la sociedad porteña, entregó durante este período producciones como La muchachada de a bordo (1936), Radio Bar (1936) y Los muchachos de de antes no usaban gomina (1937) con Florencio Parravicini, Santiago Arrieta y Mecha Ortiz como la rubia Mireya. También Mujeres que trabajan (1938), debut de Niní Marshall y su Catita en la pantalla grande.
Otro de los grandes realizadores surgidos en la segunda mitad de la década fue Luis Saslavsky. Crimen a las tres (1935), La fuga (1937) y El loco serenata (1939) son apenas el germen de una estética que sentaría las bases de películas posteriores, tanto propias como ajenas. Luis César Amadori, Leopoldo Torres Ríos y Carlos Borcosque (este último había hecho algunas incursiones previas en el cine mudo), y Daniel Tinayre fueron también parte de esta prolífica lista de directores, aunque sus obras más recordadas llegaron en las décadas siguientes. Promediando los primeros años del “cine nacional hablado”, Ayúdame a vivir (1936) consolidó para la naciente industria el camino internacional que ya había abierto Riachuelo dos años antes. También descubrió a la primera gran representante del género a nivel mundial: Libertad Lamarque no solo fue la figura principal de ese film, sino también la responsable de la historia y de su título. Como apunte curioso, Ayúdame a vivir incluyó un novedoso recurso para la época: en una escena, su personaje escucha música con sus amigos junto a una fuente. La protagonista pregunta de qué canción se trata, y le responden: “‘Tu cariño’: tango de Alfredo Malerba, estribillo por Libertad Lamarque” le contestan, a lo que ella remata, displicente: “¿Libertad Lamarque? Yo canto mucho mejor que ella. Ponga el disco y vamos a verlo, ¿apuestan algo?”. Excelente.
La promisoria década del 30 fue un crisol de nuevos directores, guionistas, actrices y actores que compartían un mismo sueño. Fueron los años en los que se sentaron las bases de la industria cinematográfica argentina a nivel local y también internacional. Todavía quedaba mucho por hacer y experimentar, pero el primer paso ya se había dado.
Los tres berretines y Ayúdame a vivir pueden verse en la plataforma Cine.Ar. El resto de las películas mencionadas de esta década están disponibles en copias caseras, con diversos grados de calidad, en YouTube.
Para el cine argentino, la década del 40 fue mucho más que el tiempo de la consolidación de su industria y los destellos de su temprano crepúsculo. Es cierto que en esos años algunos estudios como Argentina Sono Film o Estudios San Miguel definieron un cine con peso internacional después del furor del tango y la herencia gauchesca característicos de la década anterior; que el sistema se expandió con fulgurantes estrellas y noveles directores, que encontró en la literatura extranjera una fuente inagotable de historias y apropiaciones. Pero también en ese tiempo emergió la convicción del cine como herramienta cultural y política, surgieron iniciativas decisivas en la definición de una identidad nacional como Artistas Argentinos Asociados de Homero Manzi: el cine construyó un universo propio, más allá de las deudas con la radio y el teatro, una inteligente reformulación de los géneros, una clara vocación estética.
El gesto mayor de Manzi en la gesta de La guerra gaucha (1942) como uno de los grandes éxitos del período se condensaba no solo en la conversión de la obra célebre de Lugones en una película de épica criolla, ligada emocionalmente al presente de un país que anhelaba un imaginario propio, sino también en la expansión formal, algo que los melodramas gauchescos del negro Ferreyra no habían terminado de explorar. La dirección de Lucas Demare bajo el auspicio de Manzi se replicó en Pampa bárbara (1945), ambiciosa historia de caravanas y desertores, encontronazos entre la pétrea disciplina y el fuego de su exhumación. Allí Demare abrió las puertas a un recién llegado como Hugo Fregonese, que luego se haría nombre en el cine del mundo y dejaría en este decenio Apenas un delincuente (1949), un policial de un virtuosismo admirable.
En aquella década signada por la crisis de la película virgen –Estados Unidos redujo la venta a la Argentina en favor de México, su competidor en Latinoamérica- y el inicio de políticas proteccionistas desde el Estado (que desembocaron en la oscura figura de Raúl Apold y sus listas negras), algunos estudios quebraron o cambiaron de manos, como Lumiton y Estudios San Miguel, y otros nacieron con cierto espíritu independiente (SIFA de Armando Bó), hubo enroque de directores e inesperados apogeos. Mario Soffici filmó La cabalgata del circo (1945) con un aire renovado, que hacía sintonizar la fuerza de Libertad Lamarque y Hugo del Carril con esa naturaleza que los envolvía, y dio a Zully Moreno sus brillos de diva en Celos (1947); Manuel Romero, luego de su fructífera asociación con Niní Marshall, dirigió una serie de comedias –la imperdible Isabelita (1940), Elvira Fernández, vendedora de tiendas (1942)- para una de las grandes actrices de los 40, Paulina Singerman; Luis César Amadori alcanzó el cénit con Dios se lo pague (1948), pieza inolvidable del canon argentino.
Pero si alguien hizo suya la década de los 40 ese fue Carlos Schlieper, cineasta de una modernidad asombrosa, quien exploró el talento para la comedia de actores como Juan Carlos Thorry y María Duval, que dio a Mirtha Legrand –después de su heroína virginal en Los martes orquídeas (1941)- la extraordinaria El retrato (1947), exploró el fantástico con pasión laica en Cita con las estrellas (1949) e imaginó mujeres con deseo y decisión, quien hizo de la burla a toda restricción el arte de la trasgresión. En esos años también emergió el sello de Carlos Hugo Christensen, artífice del film noir autóctono, prodigio de la concepción dramática de la puesta en escena, con sus ominosos contraluces y sus almas heridas de contradicciones. De su arte persiste el rostro inigualable de Mecha Ortiz en Safo: historia de una pasión (1943), la espalda de Olga Zubarry en El ángel desnudo (1946), el ánimo enajenado de Guillermo Battaglia en la extrañísima Los verdes paraísos (1947), y esa definitiva obra maestra que es Los pulpos (1948).
Quien aportó un toque excéntrico a la década fue Alberto de Zavalía, con sus odas telúricas preñadas de una fuerza radiante y desbordada. Convirtió la belleza única de Delia Garcés, en el mismo tiempo de su estridente popularidad que se consagraría en La dama duende (1945) de Saslavsky, en la Urpila de Malambo (1942), muerte nacida del folclore, atada a la tierra con espíritu de anunciación. Si bien la película recordada de la dupla Zavalía-Garcés es La maestrita de los obreros (1942), su alianza reverbera en las estridencias de aquella fábula fascinante e inclasificable. También entre las anomalías del período está Yo no elegí mi vida (1949) de Arturo Momplet –eco de tragedia y tenebrismo, en este caso ajeno al mito- y El muerto faltó a la cita (1944), excursión del francés Pierre Chenal en territorio argentino, signada por el juego entre la comedia y el policial, casi como un antídoto al clima de la guerra que lo había llevado a escapar de Europa.
En el cierre de la década asomaron figuras que serían relevantes para el futuro. Armando Bó producía el éxito de Pelota de trapo (1948), que mostraba la sintonía de Leopoldo Torres Ríos con la esencia popular del fútbol y la poética de los entornos realistas. Manzi y Ralph Pappier incursionaban en la dirección con Pobre mi madre querida (1948) como antesala de su notable El último payador (1950) que daría nuevo hálito a la experiencia musical criolla afirmada en el esplendor del tango canción. Y allí el que daba vida al payador Bettinotti no era otro que Hugo del Carril, quien pasaba de actor y cantor popular a convertirse en uno de los grandes directores de la historia con su debut en Historia del 900 (1949). Década de vítores y promesas, de apogeos y audacias, último tiempo de esplendor de la industria, con sus finales y despedidas.
Los martes orquídeas, La cabalgata del circo, Isabelita, La maestrita de los obreros, La dama duende, Pobre mi madre querida, Safo: historia de una pasión, El ángel desnudo y Los verdes paraísos están disponibles en Cine.Ar.
Con el notable peso de la política, pero también de las nuevas tecnologías y de los cambios estilísticos, los años 50 marcaron el quiebre definitivo de algunas constantes que la industria cinematográfica había exhibido en los años previos, con dos hechos gravitantes heredados del último año de la década anterior: el nombramiento de Raúl Alejandro Apold como subsecretario de Informaciones de la Presidencia, y en los hechos, quien determinará la suerte del cine argentino hasta casi el fin del peronismo, y el progresivo cierre de los otrora todopoderosos estudios cinematográficos, entre los cuales solo Argentina Sono Film mantendrá su peso.
La crisis productiva afianzó un cine de corte popular con películas como El último payador, La barra de la esquina o Pelota de trapo; pero también la “comedia sofisticada” de la mano del gran Carlos Schlieper, que entregará sólo en 1950 tres títulos (Cuando besa mi marido, Esposa último modelo y Arroz con leche), y tendrá una presencia sostenida incluso llevando clásicos a la pantalla como Los árboles mueren de pie, con guión del propio Alejandro Casona, hasta su temprano adiós en 1957. Pero la “comedia sofisticada”, en este caso con toques policiales, tendrá un gran exponente con La vendedora de fantasías, donde Daniel Tinayre demostrará ser el gran director que también estrenará Deshonra, Tren Internacional, La bestia humana y En la ardiente oscuridad, con la que Mirtha Legrand brindará en un papel de gran exigencia interpretativa. Luis Sandrini traerá al cine su éxito teatral Cuando los duendes cazan perdices (1955), y Carlos Hugo Christensen dos adaptaciones del policial: No abras nunca esa puerta y Si muero antes de despertar.
Pero frente a un cine de raigambre social encarnado magistralmente por Los isleros (Lucas Demare, 1951), con Tita Merello y Arturo García Buhr en el sufrido retrato de la vida de los isleros del Paraná, o Las aguas bajan turbias (Hugo del Carril, 1952) con la explotación en los yerbatales del alto Paraná, también resurgirá un cine intelectual que progresivamente hará propias experimentaciones estéticas de otras latitudes y culminará dominando el cine argentino al finalizar la década, comenzando por El crimen de Oribe, con la cual Leopoldo Torres Ríos adaptó un relato de Adolfo Bioy Casares y acercó al largometraje a su hijo, quien revolucionaría al cine argentino en 1957 con La casa del ángel, film que encumbró a Leopoldo Torre Nilsson como padre del Nuevo Cine Argentino. “Babsy” fue quien asimismo descubrió a dos grandes actrices para un nuevo modelo de estrella local: Elsa Daniel y María Vaner. También con un interés en el cine argentino de carácter renovador aparecerá Fernando Ayala, quien no abandonará el cine social pero tendrá nuevas inquietudes narrativas que se cimentarán sobre todo con El jefe (1958), largometraje que además será el puntapié de la productora más representativa del cambio del modelo estético y productivo del cine argentino de entonces: Aries Cinematográfica Argentina, fundada por Ayala y Héctor Olivera el 26 de julio de 1956, pero claro resultante de la nueva Ley de Cine promulgada en 1957. Esos años grises de prohibiciones y exilios vieron retornar luego de la caída del peronismo a figuras como Niní Marshall, Orestes Caviglia, Arturo García Buhr o Francisco Petrone, pero también dificultarse las carreras de Tita Merello, Hugo del Carril, Nelly Omar o Luis César Amadori cuando con la denominada Revolución Libertadora cayó en desgracia. Todas proscripciones que sólo terminarían perjudicando al cine argentino en su presencia internacional.
Mario Soffici pasará de un film de extraordinario valor inserto en el cine clásico como El extraño caso del hombre y la bestia (1951), a la experimentación narrativa de la mano de nuevos autores con su magistral Rosaura a las diez (1958), surgida de la pluma de Marco Denevi. Hugo del Carril irá desde lo social-folclórico de Las aguas bajan turbias al virtuosismo narrativo de Más allá del olvido (1956), que se adelantó con una historia muy similar a Vértigo, de Alfred Hitchcock.
La década marcará la caída de sellos como Emelco, Efa, Lumiton y San Miguel; la pérdida del mercado latinoamericano en manos de México; la llegada de la televisión y el establecimiento del cine argentino en colores. Los años 50 vieron debutar en la pantalla a Graciela Borges, a un actor llamado Leonardo Favio, el primer desnudo de Isabel Sarli con El trueno entre las hojas, despuntar en popularidad a Lolita Torres, brillar a Duilio Marzio y convertirse en revelación a Alfredo Alcón; la realización de dos festivales de Mar del Plata con diferente signo político en 1954 y 1959; y la aparición de entidades como el Cine Club Núcleo (1952) y Directores Argentinos Cinematográficos (1958). Pero la notable expansión del cortometraje marcará una diferencia decisiva con el pasado: los nuevos directores vendrán de un universo independiente y no gracias a una carrera de ascensos y aprendizajes dentro de las grandes usinas de ilusión que conformaban los grandes estudios, que ya no fabricarán estrellas ni determinarán el surgimiento de quien diga: ¡Luz, cámara, acción!
La barra de la esquina, Los isleros, Los árboles mueren de pie, El trueno entre las hojas, Cuando los duendes cazan perdices, No abras nunca esa puerta y Si muero antes de despertar pueden verse en Cine.Ar; El jefe está disponible en Xiclos.com
A fines de los 50 y principios de los 60 surgieron en todo el mundo diversos movimientos que revolucionaron al cine, rompiendo las reglas estéticas y de producción del cine masivo, como la Nouvelle Vague (Nueva Ola) francesa, impulsada por los críticos de la revista Cahiers du Cinéma devenidos directores, como François Truffaut y Jean-Luc Godard; el Free Cinema británico; el New American Cinema y el brasileño Cinema Novo. En la Argentina, un grupo de jóvenes realizadores produjo películas que se diferenciaban del cine popular nacional, tanto en cuanto a la temática como en su puesta en escena. Los de la mesa 10, de Simón Feldman, dejó establecido en 1960 que el cine de la década representaría un cambio radical.
Manuel Antín es uno de los directores de este grupo, conocido como Nuevo Cine Argentino en ese entonces y ahora denominado Generación del 60. Los films iniciales del realizador, quien fue el primer presidente del Incaa en democracia y el fundador de la Universidad del Cine (uno de los semilleros del segundo Nuevo Cine Argentino) fueron adaptaciones de la obra de Julio Cortázar. La cifra impar (1962), Circe (1964) e Intimidad de los parques (1965) no solo representan un cambio por la fuente de la que toman su inspiración, sino también por su estilo cercano a la Nouvelle Vague y las actuaciones de figuras centrales de este nuevo cine, como Graciela Borges, Sergio Renán y Lautaro Murúa, quien también se volcó a la dirección con Alias Gardelito (1961) y luego continuó con su carrera combinando ambas profesiones.
Junto con Antín y Murúa, conformaron este grupo David José Kohon, director de Prisioneros de una noche (1960) y Tres veces Ana (1961), y Rodolfo Kuhn, quien dirigió Los jóvenes viejos (1962) y Pajarito Gómez (1965), una sátira sobre la brutalidad de la fábrica de ídolos musicales, cuya estructura, mirada ácida y estilo aún hoy resultan innovadores.
Otra búsqueda distinta pero igual de rupturista fue la de Fernando Birri con Tiré Dié (1960), un trabajo colectivo del director junto con sus alumnos de la Escuela Documental de la Universidad Nacional del Litoral, que fundó en 1956. Durante dos años trabajaron en este mediometraje que utiliza herramientas estilísticas que no eran comunes en el documental para retratar la vida en los barrios de bajos recursos de Santa Fe. Con Los inundados (1962), Birri combinó la ficción con el documental para presentar las tribulaciones de una familia y sus vecinos obligados a evacuar su hogar debido a la crecida del río Salado.
Durante los años 60 también hicieron su debut como directores René Mugica y José Martínez Suárez, ambos con amplia experiencia en la industria cinematográfica y novedoso estilo propio. Mugica había sido actor, guionista y asistente antes de filmar El centroforward murió al amanecer (1961) y Hombre de la esquina rosada (1962), basada en el cuento de Jorge Luis Borges. El crack (1960) y Dar la cara (1962) fueron los primeros largometrajes como guionista y director de Martínez Suárez, hermano de las actrices Mirtha y Goldy Legrand, quien trabajara durante años como asistente de dirección.
Leopoldo Torre Nilsson y Daniel Tinayre ya tenían carreras establecidas cuando hicieron películas notables como Fin de fiesta (1960) y La patota (1960), respectivamente. Con La cigarra no es un bicho (1963), Tinayre introdujo un tipo de comedia picaresca que tendría varios exponentes exitosos en esta década. La apertura en la temática sexual también se reflejó en el cine erótico de la dupla Isabel Sarli-Armando Bó, cuyas primeras películas son de fines de los 50 y se extenderán hasta los 70. Estos films, como tantos otros, tuvieron que enfrentarse a la censura, que fue creciendo durante los 60 y se fortaleció luego del golpe de estado de 1966.
La censura también azotó a películas cuyo contenido no tenía que ver con lo sexual sino con lo político. Fernando “Pino” Solanas y Octavio Getino, líderes del Grupo Cine Liberación, se vieron obligados a proyectar La hora de los hornos (1968) en funciones clandestinas, ya que estaba prohibida en la Argentina (al mismo tiempo que era presentada y premiada en festivales internacionales). El film, un documental de cuatro horas que se centra en la situación social y política del país desde 1945 en adelante, es el ejemplo más emblemático del cine militante que continuará en los años 70.
A fines de los 60, la diversidad de búsquedas estéticas y temáticas produjo también películas como Tute cabrero (1968), de Juan José Jusid; Tiro de gracia (1969), de Ricardo Becher, y la legendaria colaboración de Borges y Adolfo Bioy Casares en el guión de Invasión (1969), de Hugo Santiago.
Dentro del abanico de expresiones personales plasmadas en la pantalla grande, se destaca Leonardo Favio, uno de los grandes directores de la historia del cine argentino. Crónica de un niño solo (1965) fue la ópera prima del reconocido actor y cantante, quien ya demostraba allí su particular poética de la realidad, desplegada luego en El romance del Aniceto y la Francisca (1966) y El dependiente (1968). Su filmografía cobraría aún mayor relevancia en la década siguiente.
La intimidad de los parques, Circe, La cifra impar, Los inundados, Fuego y Prisioneros de una noche están disponibles en Cine.Ar. Invasión está disponible en Mubi.
Distintas miradas, escuelas, tendencias y enfoques confluyen en el cine argentino de la convulsionada década de 1970. No debe haber mejor pintura de la tensión de esos años que la parábola vivida por Leonardo Favio. Empezó con Juan Moreira (1973), un éxito colosal de crítica y de público. Siguió con la repercusión multitudinaria alcanzada por Nazareno Cruz y el lobo (1975), definida por el propio director como la última película feliz que hizo en su vida, un “canto de amor” concebido como respuesta a la violencia política que ensangrentaba al país. Y se cerró con Soñar, soñar (1976), cuyo estreno casi secreto coincidió con el comienzo de la última dictadura militar.
Así fueron los 70. Sin términos medios. En el cine de ese tiempo convivieron los ecos de las transformaciones abiertas en la década pasada, la consolidación de algunos nombres que aspiran a ser reconocidos con identidad de autores, las películas políticas más explícitas de las que se tiene memoria en la historia de la pantalla grande local y un amplísimo abanico de producciones dedicadas a explotar la popularidad de figuras surgidas de la TV y de la música. La década se abrió con espíritu de apertura y no pocas audacias temáticas y estilísticas. Y terminó marcada por la oscuridad, la censura y el exilio de muchos grandes nombres.
La obra símbolo de la década es, sin dudas, La tregua (1974), de Sergio Renán, película que “intenta un costumbrismo intimista para contar la pequeña historia cotidiana de un hombre ahogado por la rutina”, según describe el crítico David Oubiña. Aquí aparecen algunas de las marcas más definidas del período: origen literario, búsqueda de realismo desde una mirada de autor, identidad genuinamente local (no debe haber película más cercana a la idea de la porteñidad) y veladas alusiones en su argumento a la tensa situación política del país. La tregua, además, llegó más lejos que ninguna en su tiempo: fue nominada al Oscar como mejor película extranjera en 1974.
En los 70 algunos directores experimentados y muy reconocidos entregaron sus últimas películas. Daniel Tinayre cerró en gran forma su carrera con el excepcional melodrama La Mary (1974), donde nació la tórrida pasión entre el boxeador Carlos Monzón y Susana Giménez, que entregó en la película el mejor papel de su vida. Leopoldo Torre Nilsson, que empezó la década con sus frescos históricos (El santo de la espada, Güemes, la tierra en armas) produjo en el tramo final de su vida obras que empiezan a ser revisadas: El pibe Cabeza (1973), Boquitas pintadas (1975) y Piedra libre (1975). Murió en 1978. Lautaro Murúa, tras un largo paréntesis, dirigió Un guapo del 900 (1971) y La Raulito (1975), antes de partir a un exilio obligado. De esa década también provienen dos de las mejores películas de otro maestro, José Martínez Suárez: Los chantas (1974) y Los muchachos de antes no usaban arsénico (1976), recuperada por muchos después del homenaje en clave de remake que hizo Juan José Campanella en El cuento de las comadrejas.
El intento más sostenido de un cine industrial con producción en serie tuvo a Aries, comandada por Fernando Ayala y Héctor Olivera, a su mejor representante. Olivera dejó en La Patagonia rebelde (1974) el exponente más visible de un cine que se propuso en esa década revisar hechos del pasado. A esa línea se sumaron desde otras perspectivas Juan Manuel de Rosas (1972), de Manuel Antín, y Quebracho (1974), de Ricardo Wulicher. También recurrieron a la historia Hugo del Carril en Yo maté a Facundo (1974), título final de su magnífica filmografía, y Juan José Jusid con Los gauchos judíos (1975). No faltaron en la mayoría de estos títulos referencias y alusiones políticas que dialogaban desde la pantalla con la agitada realidad de los 70, pero ninguno de ellos llegó a tener el perfil netamente militante, activo y comprometido de otros directores que fueron grandes protagonistas de ese tiempo, como Fernando Solanas (con Los hijos de Fierro, 1972) y Jorge Cedrón (Operación Masacre, 1973). El destino de estos directores de cine político osciló entre el exilio (Solanas), la muerte en circunstancias nunca aclaradas (Cedrón) o la desaparición forzosa, como ocurrió con Raymundo Gleyzer.
La década del 70 dejó en la historia del cine argentino otros hechos dignos de destacar. A partir de Crónica de una señora (1971), Raúl de la Torre desarrolló una filmografía dedicada a explorar los conflictos de la clase media argentina, representada en los personajes de su actriz fetiche, Graciela Borges. Manuel García Ferré construyó en la pantalla grande un universo animado hecho a imagen y semejanza de sus personajes televisivos, entre divertidos y sensibleros, de la mano de Anteojito y Antifaz (Mil intentos y un invento, 1972), Las aventuras de Hijitus (1973) y Petete y Trapito (1975). Aries puso en marcha en 1973 con Los caballeros de la cama redonda la fructífera usina de películas picarescas protagonizadas por Alberto Olmedo y Jorge Porcel. Y en 1978 se inició con La parte del león la carrera de uno de los mejores directores argentinos, Adolfo Aristarain.
Juan Moreira y Un guapo del 900 están disponibles en Cine.Ar. Boquitas pintadas y Nazareno Cruz y el lobo aparecen en el catálogo del sitio Rare Film.
El cine de los años 80 empieza recién en 1981 con el estreno de Tiempo de revancha, acaso la mejor película de Adolfo Aristarain. Este film marca el inicio en la pantalla de la transición democrática, el suceso histórico que definió a los 80 y que se vio reflejado en un conjunto de películas de rasgos temáticos y formales muy diferentes a los del cine de la dictadura militar que coincidentemente se apagaba. Aquí, un dinamitero (Federico Luppi) urde un plan para reclamar una compensación millonaria a una compañía minera fingiendo que perdió el habla a causa del shock tras quedar atrapado entre los escombros de una detonación. Si bien la película retoma el tópico del personaje desfavorecido que enfrenta a un rival mucho más fuerte, Aristarain logra que funcione en dos niveles: como una historia de suspenso encabezada por antihéroes cautivantes y como una alegoría política, dado que la “mudez” del protagonista refleja las circunstancias de un régimen en el que la expresión estaba brutalmente cercenada.
Esta película de Aristarain y la siguiente, Últimos días de la víctima (1982), señalan un cambio de época: “La hora de los fierros se acabó… por ahora”, dice un matón interpretado por Arturo Maly sobre el final de este thriller. Ambas postulan una realidad radicalmente opuesta a la del cine comercial bajo la dictadura, ejemplificadas en comedias familiares de acción con figuras populares de la TV, tales como Comandos azules (Emilio Vieyra, 1980) que burdamente presentan una sociedad homogénea cuyo orden se ve atacado por elementos infiltrados y es repuesto por las fuerzas de seguridad de Estado, siempre irreprochables y pocas veces portando uniformes u otras marcas que las identifiquen. Los films de Aristarain, en cambio, muestran una sociedad surcada por diferencias económicas, ideológicas y hasta étnicas y plantean una alianza espuria entre la clase alta, las corporaciones multinacionales y un poder corrupto y asesino. Esta última caracterización, acaso tan antojadiza como la anterior, será la representación regular del Proceso en buena parte de los films surgidos tras el regreso de la democracia en 1983, renovadores en sus temáticas aunque, muchas veces, conservadores en su forma.
Con el fin de la censura, el cine ya no tuvo necesidad de metáforas luctuosas (tales como los muertos por la peste de 1871 en Fiebre amarilla, de Javier Torre) para referirse a la realidad política. La apertura democrática generó gran cantidad de películas que narraban abierta y llanamente los crímenes del régimen de facto, a veces con descarado oportunismo como El poder de la censura (1983), film típico del “destape”, dirigido por el propio Vieyra, en el que Héctor Bidonde interpreta a un productor de cine arrastrado al suicidio y Reina Reech protagoniza una serie de desnudos no muy cuidados. La historia oficial (1985) de Luis Puenzo, acerca de una profesora de historia (Norma Aleandro) que descubre que su hija adoptiva fue apropiada por su marido durante la dictadura, es la obra más emblemática del período por su gran éxito en la taquilla y porque fue la primera producción argentina que logró un Oscar a la mejor película de habla no inglesa.
Si bien la crudeza de los temas y la necesidad de mostrar acontecimientos auténticos y silenciados hace que éste sea un período dominado por el realismo, no todos los realizadores renunciaron a la metáfora, a jugar con un abanico de sentidos más amplio o a explorar otros rubros. Hombre mirando al sudeste (1986) de Eliseo Subiela, es una película de género fantástico acerca de un interno en un neuropsiquiátrico (Hugo Soto) que afirma ser extraterrestre. La centralidad de una institución disciplinaria y la problematización de la identidad son dos rasgos definitorios de la producción de este momento. El recientemente fallecido Fernando “Pino” Solanas dirigió El exilio de Gardel (1985), que narra el exilio con las herramientas del realismo mágico. En Las veredas de Saturno (1989), Hugo Santiago utiliza recursos similares para mostrar a los exiliados de Aquilea, el país apócrifo creado en la mítica Invasión (1969). La apertura trajo una muy necesaria diversidad a la pantalla: el drama costumbrista y la comedia picaresca perseveraron pero también surgieron nuevos realizadores que aportaron estéticas novedosas como Jorge Polaco y el feísmo de Diapasón (1986), Gustavo Mosquera R. y las acrobacias formales de Lo que vendrá (1988) y Alejandro Agresti y su diálogo con el cine independiente norteamericano en El amor es una mujer gorda (1988).
Así como el sujeto social de los films característicos de la dictadura es la familia, el del cine de la transición democrática, quizás involuntariamente, es la clase media. Los protagonistas de estas historias, aquellos que sufren la persecución y la muerte (La noche de los lápices, 1986), las consecuencias del desmanejo económico (Plata dulce, 1982), la corrupción (El arreglo, 1983), el regreso del exilio (Made in Argentina, 1987) y tantos dramas más pertenecen mayoritariamente a este sector porque éste era el sector mayoritario del país. La pobreza, la marginalidad, la desocupación y la inseguridad por el delito son temas que aún no se hacían demasiado visibles en el cine nacional. Estas películas, con sus trabajadores aquejados por falta de dinero pero que viven en casitas con jardín, con sus trenes que llegan a pueblos de interior donde hay empleo, con sus chicos que van a escuelas públicas, con sus oficinistas atribulados pero con un ingreso fijo, más allá de sus temáticas, tienen hoy un contenido político nuevo: son el último reflejo de un entramado social que trágicamente ya no existe.
Hombre mirando al sudeste está disponible en Cine.Ar; Tiempo de revancha y La noche de los lápices están disponibles en Amazon Prime Video y Movistar Play; Últimos días de la víctima está disponible en Movistar Play y La historia oficial está disponible en Netflix.
Entre 1991 y 1994 se estrenaron apenas 50 películas argentinas. En 1994 el derrumbe fue tal que la industria cayó a un subsuelo aterrador: solo 11 lanzamientos, que convocaron en conjunto a menos de 325.000 espectadores (1,8 por ciento del público total). Pero, cual ave fénix, la producción nacional renacería de sus cenizas gracias a la aprobación el 28 de septiembre de ese mismo 1994 de la denominada Ley de Cine, que generó nuevas fuentes de financiación para su fondo de fomento (que se quintuplicó al año siguiente). El rebote fue casi inmediato (39 títulos estrenados en 1996) y sentó las bases para la consolidación en décadas posteriores. Los principales éxitos de la década fueron la producción animada Manuelita (2.320.000 tickets), Un argentino en Nueva York (1.650.000 espectadores), Comodines (1.305.000) y dos películas de Marcelo Piñeyro como Tango feroz y Caballos salvajes, pero a nivel artístico el fenómeno más importante fue la irrupción del denominado Nuevo Cine Argentino (NCA).
El boom de ese cine joven, independiente, artesanal, sorprendente y experimental no fue casualidad: la fundación de escuelas como la Universidad del Cine en 1991, la vuelta del Festival de Mar del Plata en 1996, la renovación de la crítica local y el aporte de pioneros como Martín Rejtman, Esteban Sapir, Alejandro Agresti o Raúl Perrone ayudaron a formar a una nueva generación de directores, técnicos e intérpretes.
Lo primero que marca a la Generación del 90 es su ruptura con el cine discursivo, subrayado, aleccionador de aquellos que habían vuelto a filmar durante la primavera democrática de los años 80. Si sus predecesores querían “decir todo” lo que les habían prohibido durante la dictadura militar, los nuevos cineastas apostaron, en cambio, por historias más intimistas, minimalistas, generalmente ligadas a desventuras de jóvenes dominados por la incomprensión y el desamparo. Su conexión más importante fue, entonces, con los autores argentinos de los 60, y muchos encontraron a Leonardo Favio como su principal referente. La piedra basal del Nuevo Cine Argentino no fue una película sino una serie de cortometrajes. En 1995 se estrenó con un impensado éxito comercial (con largas filas que daban la vuelta al hoy desaparecido cine Maxi, sobre la avenida Carlos Pellegrini) la primera edición de Historias breves, donde se vieron cortometrajes de realizadores como Lucrecia Martel (el extraordinario “Rey muerto”), Israel Adrián Caetano o Daniel Burman, que luego se convertirían en referentes del fenómeno local e internacional (el NCA fue durante varios años la moda de los grandes festivales).
El estreno de Pizza, birra, faso, de Caetano y Bruno Stagnaro, en la edición 1997 del Festival de Mar del Plata, no fue el primero pero quizás sí el principal impacto del NCA con una historia de esos adolescentes marginados que deambulaban por una Buenos Aires sórdida y desoladora. La película fue vista por más de 100.000 personas en cines generando una avidez del público que se repetiría luego con Mundo grúa, de Pablo Trapero (más de 70.000 entradas vendidas).
Mundo grúa es, también, un film clave de los años 90. Luego de haber estrenado en 1995 su multipremiado corto Negocios, Trapero volvió a trabajar con Luis “El Rulo” Margani en un film en blanco y negro que reivindicó al neorrealismo, a los actores no profesionales y a esas historias mínimas que caracterizaron en muchos casos a ese movimiento. En otro registro (una comedia más absurda y asordinada), Martín Rejtman también fue uno de los autores más influyentes de la década con la en principio incomprendida Rapado (1992) y luego con Silvia Prieto (1999), con Rosario Bléfari, Mirta Busnelli, Valeria Bertuccelli y Vicentico. Aunque ya había aparecido en en la década anterior, Alejandro Agresti fue una figura clave de estos años y -entre Holanda y la Argentina- construyó una influyente carrera que incluyó una gema hoy de culto como El acto en cuestión (1993), Buenos Aires Viceversa (1996) y El viento se llevó lo que (1998).
Alejado por complejo de las tendencias del NCA, también apareció desde el exterior (en este caso de los Estados Unidos) otro realizador que se convertiría en insoslayable durante las décadas siguientes: Juan José Campanella. Tras rodar El niño que gritó puta (1991), Y llegó el amor (1997) y sus primeras incursiones en el mundo de las series, en 1999 se presentó en sociedad ante el público argentino con El mismo amor, la misma lluvia, drama romántico con Ricardo Darín, Soledad Villamil y un elenco que completaron Ulises Dumont, Eduardo Blanco, Alfonso De Grazia y Alicia Zanca. Aunque eminentemente porteño, el NCA permitió también que surgieran cineastas del resto del país (la movida rosarina, con Gustavo Postiglione a la cabeza, por ejemplo) y se sumaran muchas mujeres (la citada Martel, Ana Poliak, Sandra Gugliotta, Albertina Carri, Celina Murga) a un universo hasta entonces bastante machista, aunque habría que esperar al siglo XXI para que la tendencia se profundice. Y esa, se sabe, ya es otra historia.
Silvia Prieto y Rapado están disponibles en Mubi. El acto en cuestión está disponible en Qubit.tv. Historias breves I está disponible en Cine.Ar
La de 2000 fue una gran década para el cine argentino. Fueron los años de aparición de directores muy importantes y con gran reconocimiento internacional (Lucrecia Martel, Lisandro Alonso), de la consolidación de una voz clave como la de Pablo Trapero, del desembarco de una obra anómala, ambiciosa, lúdica y provocadora como Historias extraordinarias (más de cuatro horas de duración), capaz por sí sola de establecer a su director, Mariano Llinás, como figura ineludible de la época e impulsor de novedosos mecanismos de producción, pergeñados al margen de los cánones de la industria con el equipo de El Pampero.
Luego del trágico final de la experiencia del menemismo y la crisis de 2001, la Argentina viviría con la llegada del kirchnerismo una etapa de recuperación económica y reaparición de las políticas de derechos humanos como asunto privilegiado en su agenda. El cine nacional reflejó de maneras más o menos oblicuas, dependiendo de los casos, ese nuevo contexto. Lucrecia Martel no solo desarrolló el grueso de su obra –La ciénaga, La niña santa, La mujer sin cabeza-, sino que forjó en esa tríada un estilo muy identificable, apoyado en una gran inventiva para aprovechar múltiples recursos (trabajo virtuoso del sonido y el fuera de campo, oído agudo para capturar los pliegues de la oralidad, capacidad para crear climas de una singular densidad), siempre con la circulación de la energía femenina como combustible. En su cine, las tensiones de un entramado social inestable se manifiestan a través de señales misteriosas que enrarecen los pequeños universos siempre a punto de estallar en los que se mueven sus personajes.
Más ascético y preciosista, Lisandro Alonso también definió su propia caligrafía en esta década: primero con La libertad (2001), un debut sorprendente que se ganó un lugar en el Festival de Cannes con su lenguaje atípico, definido con justicia como un auténtico ovni en el firmamento del cine local. Alonso terminaría de afirmar su personal discurso con Los muertos (2004), Fantasma (2006) y Liverpool (2008), películas caracterizadas por la austeridad y el rechazo categórico de las lógicas y dinámicas del cine convencional, una estrategia que lo ubicó en el terreno de la vanguardia.
En las antípodas de ese tipo de búsquedas, Juan José Campanella consiguió en 2009 un enorme suceso comercial y nada menos que un Oscar con El secreto de sus ojos, sustentada en su innegable fluidez narrativa, el carisma de la gran estrella del cine argentino contemporáneo, Ricardo Darín, y una trama que cruza hábilmente el policial negro, la comedia dramática y los interminables ecos la convulsionada vida política argentina de los años 70.
En medio de esos dos afluentes bien distintos se puede ubicar al cine de Fabián Bielinsky, que dejó antes de su prematuro fallecimiento en 2006, a los 46 años, dos películas muy valoradas y de características bien diferentes: Nueve reinas (2000), un ejercicio de impronta hitchcockiana que aludía con sagacidad al territorio plagado de oportunistas que se configuró en plena resaca de los años 90 en la Argentina y que rindió muy bien en la taquilla, y El aura (2005), un film más árido y cargado de misterios cuyo prestigio fue creciendo con el paso del tiempo. En ambos casos estuvo involucrado Darín, un imán para el gran público.
Pablo Trapero también fue de los más prolíficos: enhebró cuatro largometrajes –El bonaerense (2002), Familia rodante (2004), Nacido y criado (2006) y Leonera (2006)- y se afirmó como un cineasta de corte clásico, capaz de elaborar relatos de una eficacia narrativa indiscutible.
Con trabajo deliberadamente al margen de cualquier tendencia, otros tres directores que merecen mención por su trabajo en este período son Martín Rejtman, Raúl Perrone y Albertina Carri. Con Los guantes mágicos -protagonizada por Vicentico- Rejtman retrató con su su humor extravagante el extravío de la clase media argentina en los 90. Perrone sostuvo su política de producción constante y su absoluta independencia: filmó una decena de películas con su metodología de siempre, a excepción de La mecha (2003), uno de sus trabajos de naturaleza más clásica y el primero que tuvo apoyo del Incaa para la ampliación a 35mm. Carri sorprendió gratamente con Los rubios (2003), una película íntima y difícil de clasificar que borra los fronteras entre la ficción y el documental y aborda el espinoso tópico de la militancia política en los 70, señalando con crudeza el vacío provocado por la represión ilegal desatada a partir del golpe de 1976.
Rey muerto está disponible en Cine.Ar; La ciénaga, en Amazon Prime Video, y La niña santa en Movistar Play. El secreto de sus ojos está disponible en Cont.ar y Movistar Play. Leonera está disponible en Movistar Play y Amazon Prime Video. Los guantes blancos está disponible en Mubi.
Resulta imposible no contemplar la década comprendida entre 2010 y 2019, a la sombra de aquello que fue el Nuevo Cine Argentino. Muchos de esos realizadores que a fuerza de cámaras rabiosas despertaron al adormilado cine argentino (a secas), pasaron de ser jóvenes promesas a ineludibles referentes. De una u otra manera, ese grupo le abrió las puertas a nuevos nombres que si bien no se enrolaron bajo un colectivo tan claramente definido, sí le dieron continuidad a algunos rasgos de esa corriente. La década comenzó de manera contundente con Carancho (2010), de Pablo Trapero, un amargado noir respetuoso de las reglas de género, que se sumerge en la reconocible lógica del conurbano que vive en la obra de ese director. En términos de importancia, a Carancho le siguió El clan (2015), otra muestra de las mil posibilidades que tiene el mainstream local cuando se pone al servicio de un autor sólido. Otra suerte corrieron dos de sus principales compañeros generacionales, Bruno Stagnaro e Israel Adrián Caetano, cuyos trabajos más populares (Un gallo para Esculapio y Sandro de América, respectivamente) se vieron ya no en el cine sino en televisión.
Tres nombres vinculados también a ese movimiento filmaron una sola obra a lo largo de la década, aunque con resultados notables. Martín Rejtman hizo Dos disparos (2014). En 2017, Lucrecia Martel lanzó Zama, y en 2014, Lisandro Alonso presentó Jauja, con el protagónico de Viggo Mortensen. En muchos aspectos, este trío simboliza la versatilidad del cine local, y que en muchos casos lamentablemente, es materia de exportación más que de un masivo consumo local.
Al galope de los ya consagrados, surgieron óperas primas o continuaciones de filmografías que mostraron estar en su punto ideal de maduración. En ese ecléctico grupo figuran obras clave de esta década, como La luz incidente (2015), de Ariel Rotter; Alanis (2017)de Anahí Berneri; Las acacias (2017), de Pablo Georgelli; Wakolda (2013), de Lucía Puenzo; La araña vampiro, de Gabriel Medina; Mi amiga del parque (2015), de Ana Katz; El último Elvis (2012), de Armando Bó; La larga noche de Francisco Sanctis (2016), de Andrea Testa y Francisco Márquez, varias de las piezas de José Celestino Campusano (uno de los directores más prolíficos de la década), El 5 de talleres (2014) de Adrián Biniez, y El ciudadano ilustre (2016) de Mariano Cohn y Gastón Duprat.
Por otra parte, hay dos nombres que exigen un espacio propio. En primer lugar Santiago Mitre, que luego de un debut compartido en ese enorme largometraje que fue El amor, primera parte (2005), se lanzó en solitario en 2011 con El estudiante (2011), un título que cómodamente se encuentra entre lo mejor de este período, y al que le continuaron La patota (2015) y La cordillera (2017). Mitre logra una trayectoria vertiginosa, que comienza en la periferia para sumergirse sin escalas en el mainstream. El nacimiento cinematográfico de Mitre se vincula con el de Mariano Llinás, guionista de El estudiante, productor de El amor, primera parte, y otro de los grandes nombres de la década (y de lo que de va del siglo XXI). Llinás representa un universo en sí mismo, y con La flor (2016) revela una mirada que todo lo abarca. La maratónica duración de esa película (casi catorce horas) resulta anecdótica en comparación a la pluralidad de mundos e historias, aquí perfectamente plasmadas a través del protagónico del colectivo Piel de Lava.
Proponiendo un balance de los años diez, hay una ausencia inconsolable. Por primera vez en cuatro décadas, el nombre de Adolfo Aristarain no forma parte de la lista, aún a la espera de su largamente postergada adaptación de La muerte lenta de Luciana B. Entre las reapariciones fulgurantes es imposible no destacar a Damián Szifron, que luego de un paréntesis de nueve años regresó con Relatos salvajes (2014). Esa antología de historias atravesadas por estallidos de visceralidad, se convirtió en una bomba en términos de taquilla, cuya popularidad superó los límites de la Argentina y alcanzó una nominación en los Oscar 2014 en la categoría Mejor película extranjera. Juan José Campanella, otro realizador cuyo nombre basta para convocar al público, con el estreno de Metegol (2013) y El cuento de las comadrejas (2019), no pudo replicar el suceso de El secreto de sus ojos (2009).
Aún muy próximo para afirmarlo taxativamente, la última década parece un período de transición en términos estilísticos, en el que una generación de directores busca un camino propio acercándose (o alejándose) de las huellas formales de aquello que fue el Nuevo Cine Argentino. Y en este contexto en el que tímidamente surge una renovación, interrumpió de forma violenta El ángel (2018), de Luis Ortega. El largometraje protagonizado por Lorenzo Ferro e inspirada en la historia del asesino serial Robledo Puch, es una explosión de melodías pop, y de un desparpajo fascinante. Ortega logra una obra maestra fiel a su mirada, que funcionó excepcionalmente bien en recaudación (superó el millón de entradas vendidas), y que demuestra que el cine nacional puede volver sobre sus pasos más felices, combinando autores y taquilla más como sinónimos que como antónimos.
La cordillera, El cuento de las comadrejas y El ángel están disponibles en Movistar Play. Metegol, Wakolda y El ciudadano ilustre están disponibles en Netflix. Relatos salvajes está disponible en Apple TV. Mi amiga del parque está disponible en Cont.ar. La larga noche de Francisco Sanctis, La luz incidente y Las acacias están disponibles en Cine.Ar. Dos disparos está disponible en Mubi. Zama y Alanis están disponibles en Flow. Carancho está disponible en Amazon Prime Video. El clan está disponible en Google Play.
Textos de Marcelo Stiletano, Paula Vázquez Prieto, Diego Batlle, Hernán Ferreirós, María Fernanda Mugica, Martín Fernández Cruz, Guillermo Courau, Alejandro Lingenti y Pablo De Vita.
Fuente: La Nación