No hubo desafío semejante en la larga historia que une a la literatura y las artes visuales que adaptar a la pantalla el clásico de Gabriel García Márquez, Cien años de soledad. Una novela que impulsó el llamado boom latinoamericano’en los años 60, que vendió más de 30 millones de ejemplares y que fue traducida a decenas de idiomas; un compendio de archivo histórico y mitología del norte colombiano, una épica de cien años sellada para siempre en el árbol genealógico de la familia Buendía.
¿Por qué no fue posible llevarla al cine? Ese interrogante inquietó en vida al propio escritor, quien alumbró con ella su consagración literaria, pese al éxito de otras novelas como El amor en los tiempos del cólera o Crónica de una muerte anunciada, y le dedicó el mérito de ese primer salto profesional, esa criatura amada y también temida que no podía liberarse sin más a la reinvención de los otros. Por ello nunca llegó al cine, nunca los Buendía tuvieron rostro y carne, ni Macondo fue un lugar concreto y terrenal. Nunca vimos aparecer ante nuestros ojos esa realidad difusa entre sueños y vigilia. Nunca hasta hoy.
El proyecto de Netflix -que desde este miércoles se encuentra disponible en la plataforma- data ya de varios años y se impulsa por la decisión de los herederos, Rodrigo García y Gonzalo García Barcha, de vender los derechos de aquella obra insignia de su padre y condicionar a la plataforma de streaming para su realización. La serie debió ser filmada en Colombia, con actores colombianos, en idioma castellano, y ser respetuosa de la idiosincrasia que definió su éxito y también alimentó su magia. Esa epopeya se trasladó entonces a la confección de los sets en la región norte del país, desde La Guajira hasta Magdalena, a la búsqueda de los actores apropiados, a la inversión para ofrecer una estética adecuada para aquella creación, la exigencia del páramo, de su clima hostil, de sus ciénagas y lluvias creadas artificialmente, la aventura de hacer realidad lo que solo podía haber sido imaginado. Y también el desafío de llevar a lo literal del lenguaje audiovisual lo que hasta entonces eran palabras, metáforas preñadas de fantasía, prosa de ecos poéticos. ¿Cómo hacerlo sin convertir el material en un retrato pedestre y desangelado?
La idea capital de la transposición consistió en mantenerse fiel al espíritu de García Márquez y a la identidad de su obra, nacida de un vasto anecdotario recogido en su Aracataca natal a lo largo de su infancia y adolescencia, mezclado con leyendas y supersticiones, formando un mundo propio que exigía una justa representación. Para ello, el equipo de escritores integrado por José Rivera, Natalia Santa, Camila Brugés y Albatros González, con la consultoría de María Camila Arias, preservó la impronta de un narrador omnisciente que estructura el relato bajo las mismas palabras de García Márquez y mantuvo gran parte de los diálogos originales. El resto del equipo creativo, desde los directores Álex García López y Laura Mora, hasta los diseñadores de producción y fotografía, partieron de las extensas descripciones del libro para crear un mundo que no traicionara aquel origen sino que lo expandiera, lo impregnara de luz y vitalidad, esquivara las tentaciones del digital para amalgamar a la tierra con sus fabulaciones, a la música con la violencia que atraviesa la historia y el territorio, para sentir la sangre que impregna a los habitantes de ese tiempo perdido que regresan como apariciones.
La historia de Cien años de soledad es la historia del clan Buendía. Aquella que comienza con el casamiento de los primos hermanos José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán, maldecidos por sus familias y seguidos por su pueblo en una travesía que intenta hallar un lugar para permanecer. Un duelo, una muerte, el sexo prohibido y el heredero consagrado, un periplo por la jungla y el pantano con el horizonte del mar como destino. En esa tierra prometida se fundará Macondo, los cimientos de una nueva civilización, un territorio donde José Arcadio y Úrsula verán crecer a sus hijos, llegar a los gitanos, descubrir las maravillas de la alquimia y la tragedia de una noche eterna. Todos los hitos que esos cien años condensan encuentran su lugar en la serie como en el texto, nacidos del cuerpo de esos personajes imaginados durante tanto tiempo y que ahora cobran vida en los actores que los encarnan, en distintas épocas, en distintas geografías, cargados de sentimientos y emociones. Marco González, Susana Morales y Viña Machado interpretan a los jóvenes José Arcadio, Úrsula y Pilar Ternera, un triángulo que impulsa las pasiones en los primeros episodios, que imprime en ese Macondo recién alumbrado el peso del linaje y la herida mortal de la traición.
Volver a García Márquez y al ‘realismo mágico’
“Fue todo un desafío para nosotros como actores acercarnos a un libro que ocupa un lugar tan importante en la literatura latinoamericana y en la cultura de Colombia”, explica Susana Morales, quien da vida a Úrsula Iguarán, en diálogo con LA NACIÓN. “Creo que la adaptación exige una mirada crítica y minuciosa para poder comprender a esos personajes y hacerlos existir fuera del texto, en un mundo concreto como puede ser el de la creación audiovisual. Es un ejercicio diferente al hecho de disfrutar la novela como lector”. Ese trabajo conjunto entre actores y equipo creativo fue extenso y comprometido, ya desde el momento en que comenzó el rodaje, concebido de manera cronológica en distintas locaciones a lo largo y ancho de Colombia.
“Volver a García Márquez nos exige una experiencia diferente de aquella que tuvimos como lectores, sobre todo cuando éramos jóvenes y atravesamos ese primer encuentro con la obra, guiado por la imaginación y la fantasía”, agrega Marco González, quien interpreta a José Arcadio, el patriarca de la familia Buendía. “Siento que como actor uno le hace una invitación al personaje, para encontrar en ese gesto un lenguaje común, una forma posible de indagar en esas pasiones. Pero una vez que el camino se inicia, hay que soltar, hay que dejar el texto de lado para darle lugar a la interpretación, a la magia que trae el set, que le pertenece a ese espacio único”.
El término tan difuso de “realismo mágico” fue el que acompañó a la obra de García Márquez desde el comienzo, un cruce posible entre lo real del territorio y sus historias y leyendas, los cuerpos de sus hombre y mujeres, pero también con conciencia de esa frontera porosa con el fantástico, con los muertos que regresaban de sus tumbas, las maldiciones que perseguían con colas de chancho a los que se amaban, el insomnio como camino hacia el olvido, los misterios de la alquimia y el progreso que traía la ciencia. Ese fue quizás el terreno más resbaladizo para las imágenes, lograr una expresión visual con la misma carga poética de la escritura sin convertirla en encarnaciones literales, representaciones kitsch o banales, apropiaciones injustas de aquella poderosa imaginería.
“El mundo de Macondo te atraviesa”, destaca Viña Machado, quien encarna a Pilar Ternera, voz esencial de la cosmovisión de Cine años de soledad. “El imaginario denominado ‘realismo mágico’ es parte de la vida concreta de la región. Como actriz no busqué el realismo mágico sino que me atravesó, estaba presente en cada detalle, en el ambiente, los sonidos, los animales, la música, la atmósfera que se fue desplegando en el rodaje. Hay como un tiempo detenido en la obra que se reconstruye en el set, que te empuja a esas sensaciones”. Y en ese desafío de no perder la identidad de la obra, como había ocurrido con otras adaptaciones de clásicos latinoamericanos, desde La casa de los espíritus de Isabel Allende, encarnada por un elenco internacional en los 90 bajo la dirección de Bille August, o la fallida adaptación de El amor en los tiempos del cólera a cargo de Mike Newell en los tardíos 2000, la decisión de filmar en Colombia, con un elenco colombiano y con una impronta cercana a ese origen, fue decisiva.
“La obra captura un sentir de la cotidianeidad colombiana, una magia que nos rodea como parte de nuestra idiosincrasia, nuestro pasado, nuestras tradiciones, sobre todo en la región norte del país. Está ahí con nosotros viviendo todo el tiempo, entonces buscamos capturarla en los personajes, nos permitimos concebirlos también a partir de nuestra experiencia nacional, de nuestra historia, de nuestra realidad como habitantes de este país”, explica Susana Morales sobre la importancia de ser respetuosos de ese legado cultural.
El cuerpo de lo imaginado
Uno de los elementos distintivos de Cien años de soledad es el tratamiento de las pasiones. El erotismo de los personajes, desde el amor prohibido que une a José Arcadio y Úrsula, a la pasión que impulsa a Pilar Ternera a la ruptura de su amistad con los Buendía, es clave para entender la dimensión carnal de la obra de García Márquez, y un territorio arriesgado para la serie. “En las escenas eróticas tuvimos la fortuna de tener una ‘coordinadora de intimidad’, quien nos brindó la confianza necesaria en la representación de la intimidad sexual, siempre dentro de los límites que cada actor establece, y con la seguridad de que esa entrega va a ser respetada. Creo que gracias a ese trabajo conjunto, esas escenas que son exigentes y que a menudo pueden ser una tortura, toman una dimensión vital para el relato porque son abordadas desde la confianza y el compañerismo”, señala Marco González sobre la importancia de afrontar las escenas de intimidad con respeto y seguridad.
“Las escenas íntimas siguen siendo las más difíciles –agrega Viña Machado, actriz de larga trayectoria en Colombia que afronta ahora uno de los personajes más intensos de la serie-, yo siento que puedo llorar, tirar balas, subirme a un páramo, pero las escenas íntimas siempre son las más difíciles. Y Pilar tiene una carga íntima muy grande, incómoda para mí como actriz. Por suerte los directores estuvieron allí para contenernos. También las escenas de los partos fueron exigentes, porque agarrar un bebé tan frágil, tan pequeño, es toda una responsabilidad. De hecho, la escena más conmovedora de todas fue justamente aquella en la que Pilar le entrega el hijo a Úrsula, para reponerle ese hijo que perdió, y ese fue el germen de la emoción que tuve que buscar en mi interior para poder expresarla en la pantalla”.
En ese traslado de lo imaginado a lo carnal que implica toda representación audiovisual, y también en el gesto de anudar la impronta de aquella fábula histórica, su raigambre folclórica, sus anécdotas de tiempos pretéritos que pueden tener significación vital en el presente, se juega la verdadera vigencia de una novela popular como Cien años de soledad. Aún publicada en los años 60, en el contexto de un boom literario, del descubrimiento de una generación de escritores que haría historia, sus latidos se siguen escuchando hasta hoy. Y reinventarla para una narrativa diferente como la de las plataformas actuales implica también acercarla a un nuevo público, a nuevas lecturas y apropiaciones. “Hoy las plataformas de streaming están muy presentes en los consumos de las nuevas generaciones, por ello creo que la serie es una forma de acercar este universo a quienes quizás no lo conocen, o no de manera tan poderosa como puede ser la representación audiovisual”, explica Marco González. “Yo creo que la serie nos invita a un ejercicio que cada persona decide regalarse o no, y que será el disparador de una reflexión vital para nuestra cultura. Con tanta información que recibimos hoy en día, es importante tomarse un tiempo para ver algo que te invita a indagar en tus raíces, en un mundo pasado, en esa historia de la que también somos parte”.
Fuente: La Nacion, Paula Vázquez Prieto