Con la pandemia al galope como un jinete apocalíptico, el año pasado la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood se resistió con uñas y dientes a celebrar la gala por Zoom, cancelar el charming y reducir la potencia de fuego en el ecosistema mediático del mundo mundial, que son sus señas de identidad desde casi un siglo.
Debido a las medidas sanitarias, fue la primera vez en 19 años en que la ceremonia tuvo lugar fuera del Dolby Theatre. Sin mascarillas ni maestro de ceremonias, los invitados se reunieron en el vestíbulo de la Union Station, la gran terminal ferroviaria de Los Ángeles.
Lo que no hubo fueron las fiestas en las que cada año se ven cosas que vosotros no creeríais. Peloteras, borracheras, libertinajes al ritmo de DJs globales, ganadores posando para sus selfies y perdedores fingiendo que no les importa mientras degluten delicatessen y beben como holoturias champán Piper-Heidsieck, vodka Cîroc, tequila Don Julio y Negronis by Charles Joly y otros bartenders y barmaids de ensueño. Todos esos momentos se perdieron como lágrimas en la lluvia el año pasado por miedo al coronavirus.
La locura de los primeros años
Desde la primera cena de gala, en 1929, de los Premios de la Academia y los saraos desacomplejados de la década de 1940 en los locales nocturnos de moda de Los Ángeles (Ciro’s, Mocambo, Romanoff’s, Chasen’s) hasta las fiestas petadas de estrellas convocadas en el restaurante Spago por el mítico agente Irving Swifty Lazar en los 70 y los 80, lo más crujiente de la velada no era la ceremonia, sino lo que venía después.
En la cartera de representados de Lazar se encontraban Humphrey Bogart, Lauren Bacall, Cary Grant, Truman Capote, Ernest Hemingway, Gene Kelly y Cher, lo que da pistas del nivel de los 150 asistentes al Spago. Tipos de éxito, una cuestión de suerte como dicen los fracasados.
Fue algo maravilloso descubrir América, pero algunos no lo supieron hasta ser invitados a las afterparty de los Oscar, que dibujan una historia sentimental de la moda, la joie de vivre y el glamour king size. Esas citas, tan legendarias como la ceremonia, convertían el fin de semana en una sesión de ludismo non stop.
El cheek to cheek de Grace y Brando
En los años de mayor esplendor del Hollywood clásico, estrellas del calibre de Marion Davies, Clark Gable, Ginger Rogers, Vivien Leigh, Marlene Dietrich, Jack Lemmon, Elizabeth Taylor, Billy Wilder o Marilyn Monroe se reunían tras la ceremonia para cenar en el restaurante angelino del chef Michel Romanoff. Allí, con sus tenues de soirée y las estatuillas sobre la mesa, posaban con aire falsamente distendido para fotografías en blanco y negro que hoy forman parte de la leyenda de la fábrica de sueños.
La dinner party que siguió a la ceremonia de los Oscar de 1955 tuvo lugar en Romanoffs, en Rodeo Drive, uno de los restaurantes más in en las décadas de los 40 y 50. La diseñadora Edith Head, que había ganado un Oscar por su vestuario para Audrey Hepburn en ‘Sabrina’, estaba sentada en la misma mesa que Grace Kelly, que también exhibía su estatuilla dorada. La había ganado por su papel protagonista en ‘La angustia de vivir’. Esa noche de finales de marzo de 1955, Grace la mostraba a los fotógrafos que se detenían ante ella. Su rostro brillaba tanto como el tío Oscar. Abandonó la fiesta antes de lo esperado.
Subió a una limusina camino del Beverly Hills Hotel y dejó su estatuilla en la repisa de la chimenea. Sentada en el sofá ante su trofeo, el éxito no le espantó la soledad. Fue una larga noche en vela. Tal vez el momento más solitario de su vida. Esa sería una tristísima conclusión de los Oscar de 1955. Pero s0lo sería una versión.
Tristeza, aventura y golpes
Según otra versión de Darwin Porter -en la biografía ‘Brando Unzipped’- Marlon Brando, que había recibido otra estatuilla por su papel de Terry Malloy en ‘La ley del silencio’, le había dado a Grace su número de teléfono. Ella lo llamó y él no tardó en aparecer en el Beverly Hills Hotel.
Primero, Grace se quejó a Brando de su coprotagonista Bing Crosby, que había convertido en angustioso el rodaje en ‘La angustia de vivir’. Después, la pareja rompió el hielo y, a las tres de la madrugada, cuando Grace y Brando ya estaban cheek to cheek poniendo una válvula de escape al inconveniente de haber nacido, alguien llamó a la puerta.
Era Crosby, que también había estado nominado y había perdido frente a Brando. Los rivales se liaron a golpes y Brando, que no solo tenía 30 años sino que había recibido lecciones de boxeo para interpretar a Terry Malloy, noqueó al cincuentañero Crosby. Grace tuvo que llamar a un médico.
Quien se lo contó a Porter fue Edith Van Cleve, la agente de Brando, que también lo fue de Grace. No está claro cuál de las dos versiones refleja mejor la noche de los Oscar del 30 de marzo de 1955.
Bajo los techos dorados del Blossom Ball
En lo que coinciden todas las versiones es que desde la tarde del jueves a la madrugada del domingo, las grandes fiestas (previas, simultáneas y posteriores) son la sal de la vida salerosa de Hollywood. Y eso desde que, el 16 de mayo de 1929, la Academia presentara su primera gala en una ceremonia para 270 invitados bajo los techos dorados del salón de baile Blossom, en el Roosevelt Hotel del Paseo de la Fama.
La fiesta oficial tras el evento fue en el angelino hotel Mayfair: una black tie party que sirvió de precalentamiento para otros saraos que duraron hasta el alba en la mansión de Marion Davies, en el barco de Errol Flynn o en Hacienda Arms, el famoso prostíbulo del Hollywood clásico, en el que names above the titles como Clark Gable, Spencer Tracy o Groucho Marx pasaron muy buenos ratos olvidándose de la gala.
Desde 2002, terminada la ceremonia, los invitados -unos 1.500- son pastoreados al pomposo Governors Ball, en el Ray Dolby Ballroom del hotel Loews, un pretencioso espacio de seis salones y una terraza. Entre ikebanas del florista Mark Held y animados por la música rapera del DJ will.i.am., después de largas y tensas horas sin repostar, la ingesta de calorías es una prioridad y los partiers comulgan en el ritual de dar carpetazo al inevitable ayuno de la Film awards season. Las hamburguesas In N Out y los macarons con sabor a cóctel maridan bien con los vinos de Ford Coppola y los long drinks.
En el Governors Ball de 2015, una década después de su ruptura, Ben Affleck y Jennifer López reactivaron las brasas del antiguo fuego con risas y susurros tras ejercer como presentadores en la 87ª edición de los premios. Por entonces, estaban respectivamente emparejados con Jennifer Garner y Casper Smart, que se enteraron del flirteo al día siguiente. En el Governors pasan esas cosas.
Hace dos años, el chef austríaco Wolfgang Puck se ganó el elogio incluso de un rompeguitarras como Joaquin Phoenix con un menú vegano de trufa blanca boloñesa y delicias de coliflor y quinoa. Para los omnívoros ofreció una versión con una capa de Beluga. Tom Hanks y Greta Gerwig se dieron un atracón de tartar de salmón y aguacate mientras Brad Pitt, Laura Dern y Quentin Tarantino tomaban al asalto la pista de baile y Renée Zellweger atacaba los cócteles en la barra.
En los postOscar se derrumban las jerarquías. Iconos iridiscentes se mezclan con ilustres desconocidos y algunos polizones a bordo. Hace cuatro años, a Frances McDormand, mejor actriz por ‘Tres anuncios en las afueras’, le robaron la estatuilla, que acabó recuperando el fotógrafo Alex Berliner, que atrapó al ladrón tras una persecución de película.
Las celebs solo se apean de su condición de deidades cuando se agotan las botellas magnum. Entonces, Jack Nicholson se quita las gafas de sol, Cher busca la puerta de salida con ganas de seguir dándolo todo y todo el who’s who se apresura a buscar sus limusinas y llegar al próximo meeting point de la noche, las superexclusivas afterparties en las que, ya sin fotógrafos y tras una larga noche pendientes de las cámaras, los invitados se meten en el baño, se aflojan las pajaritas o tiran de delineador de labios, se bajan de los stilettos y se desmelenan entre copas libadas según la doctrina Churchill: los ganadores porque se las merecen, los perdedores porque las necesitan.
Algunos podrían sobrevivir sin alcohol, pero ¿por qué arriesgarse? Otros ya eran los borrachos de su pueblo antes de ser vipss, lo cual no sería tan malo si el pueblo al que me refiero no fuera Nueva York.
La esplendidez de Salma Hayek
Hay mucha noche después del Governors, porque en las últimas décadas compite con la fiesta oficial una larga lista de otras aún más marchosas. Marcas como Gucci o Tom Ford y celebrities como Madonna, Elton John o Diane Von Fustenberg organizan sus propios eventos.
Los Independent Spirit Awards han ganado reputación con su cotizada barbacoa vegana en la playa de Santa Mónica. Cada vez más influyentes son las galas recién estrenadas de Netflix y la Gold Party -en el mítico hotel Chateau Marmont de Sunset Boulevard- con la que Beyoncé y Jay Z demuestran sus ganas de foco en compañía de asiduos como Adele, Rihanna, Kanye West, Kim Kardashian o Ellen Pompeo.
En la de Gucci, Katie Holmes, Cameron Díaz, Mark Wahlberg, Jack Nicholson, Faye Dunaway, Bono e tutti quanti suelen irse con regalos superferolíticos. Un detalle por parte del dueño de la marca, François-Henri Pinault y su mujer, Salma Hayek. Pero el gratis total es lo de menos, lo importante es la necesidad de las estrellas de celebrarse a sí mismas mirándose el ombligo, desquitándose de los meses de estrés, entrevistas, sonrisas impostadas y dietas de camello en la carrera hacia la estatuilla.
Los mil amigos de Elton John
Desde hace más de 20 años, en una carpa de las mil y una noches en West Hollywood Park, Elton John y su marido, David Furnish, dan un fiestón que tiene como noble objetivo recaudar fondos contra el sida, aunque la verdad es que de lo que trata la cosa es de pasárselo en grande mientras fluye el champán como un Amazonas de glamour.
Allí, las estrellas brillan no en proporción a su caché, sino a su facilidad para desinhibirse. Tres condiciones se requieren para pasarlo bien: no ser tímido, no ser abstemio y no ser tonto. Los que las tienen bajan la guardia y se vienen arriba con alcaloides o en maniobras sensuales en la oscuridad. Aún se recuerda a Tom Hanks y Bruce Springsteen haciendo el chorras al alimón, a Prince montando el número como si resbalara en una piel de plátano y a Heidi Klum bailando como una ménade resaltando la melancólica delicadeza de su cuello largo como trazado por Modigliani.
Entre los casi mil invitados son habituales no solo los golden people del cine sino de otros gremios que entran en los sueños unos de otros: actores como Leonardo DiCaprio, Jodie Foster y Emma Stone; magnates como Larry Gagosian o Jeff Bezos; supermodelos como Gigi Hadid y Naomi Campbell; músicos como Bono, Lady Gaga, Miley Cyrus, Quincy Jones y Mariah Carey; diseñadores como Donatella Versace y Christian Louboutin; deportistas como las Williams; cracks de los reality como las Kardashian o Caitlyn Jenner.
Todos se estiran en subastas exclusivas en las que se puja por un collar de Bulgari, unas vacaciones en Maui, una fotografía de Carly Simon o un Chevrolet Corvette de Sharon Stone. Todos se atreven a hacer de todo porque, salvo el asesinato, todo está permitido menos hablar de ello al día siguiente.
La anfitriona Madonna
Madonna y su representante, Guy Oseary, son los anfitriones de otro must en el que se vio a Paul McCartney haciendo peña con los Stones, aunque la cantante se quita importancia y dice que su parte en la organización se reduce a «llevar un vestido fantástico, muchas joyas geniales y asegurarme de que no haya fotógrafos».
Oliver Stone, Sylvester Stallone, David y Victoria Beckham, Tom Cruise, Demi Moore, Katie Holmes y Cameron Diaz todavía recuerdan que la edición inaugural de 2007 fue una locura inundada en fuentes de absenta de Le Tourment Vert, que fluía toda la noche al ritmo que marcaba el DJ Diddy.
Al año siguiente, Ashton Kutcher compartió sus momentazos de la noche a través de Twitter: conocer a Jack Nicholson, posar con la estatuilla de Penélope Cruz y ver a Joe Pesci pedir tres martinis «para ponerse por debajo del par». En la fiesta de 2014 Jennifer Lawrence pilló tal moña que Miley Cyrus tuvo que reconvenirla: «Contrólate, chica». Ni aun así: empezó tirándole los tejos a Brad Pitt y terminó echando la pota en las escaleras de la mansión.
Los postOscar son como esos tours de Los Ángeles en los que te enseñan las casas de los famosos, solo que aquí te puedes quedar sentado y tomarte una copa mientras el tour tiene lugar ante tus ojos. Nunca preguntes a nadie qué hizo después de la ceremonia de los Oscar, si lo recuerdan no estuvieron a la altura de perder la compostura.
Fuente: El Mundo