¿Alguien contrataría a David Brent hoy en día? Ricky Gervais, quien llegó a la televisión bailando torpemente en el personaje de Brent en la revolucionaria comedia The Office, en 2001, fue entrevistado recientemente sobre esa creación conjunta con Stephen Merchant. “Hoy ese programa lo habrían cancelado –afirmó Gervais, en el sentido más actual del término–. No veo la hora de que le encuentren alguna cosita incorrecta para intentar sacarlo del aire.”.
Gervais más tarde aclaró por Twitter que sus comentarios eran “obviamente un chiste”. Pero era un “chiste” solo en parte, y que el “obviamente” es muy discutible, dado el largo historial de instancias en las que el comediante británico postuló que su humor es demasiado honesto para la “policía del pensamiento”. Como sea, era una afirmación rara, sobre todo porque su serie sigue cosechando múltiples elogios veinte años después de su estreno.
Tal vez Gervais no tenga del todo razón, pero al menos sí en parte. Es muy probable que The Office tendría una recepción muy distinta por parte del público si se estrenase hoy en día, y eso suponiendo que al Ricky Gervais actual (el de la sentimental Afterlife) se le ocurriera crearla. Pero las razones exceden la “cancelación” del programa y tienen que ver con los cambios en el estilo narrativo de las comedias televisivas, que se produjeron, al menos en parte, justamente porque había programas como The Office en el aire.
En las comedias más ambiciosas, como en los dramas, podríamos afirmar que los últimos veinte años han trazado un arco que no va de la osadía a la inocuidad sino de la ironía a la sinceridad. En este caso, al decir “ironía” no me refiero a la asimilación que se hace popularmente entre esa palabra y el cinismo o el sarcasmo. Me refiero a la ironía como modelo narrativo, donde lo que un programa “piensa” es diferente de lo que el protagonista hace. Hace dos décadas, la TV norteamericana estaba dominada por historias ásperas y oscuras. Actualmente, el tono tiende a ser más sincero y directo.
Ese cambio puede verse en las carreras de algunas de las grandes estrellas del medio y en la energía creativa que mueve a la pantalla chica. Puede atribuirse al agotamiento frente al humor irreverente y a los antihéroes como protagonistas, al hartazgo con la ironía usada como arma cultural, y a los cambios en la audiencia y en los creadores de televisión, a todas esas razones y muchas más.
Pero el resultado es en definitiva el mismo: si en 2021, David Brent fuera considerado un desubicado, no sería por la rigidez de algunos departamentos de recursos humanos, sino por la actual moda televisiva de llamar a las cosas por su nombre, para bien o para mal.
Mirable, no disfrutable
Hace pocas semanas, The New York Times publicó la lista de las mejores comedias norteamericanas de los últimos 21 años. La lista es cronológica y por lo tanto tiene el beneficio colateral de mostrarnos la historia de la televisión a lo largo de un lapso de tiempo.
La lista arranca con series como Curb Your Enthusiasm, Arrested Development y la versión norteamericana de The Office: series con protagonistas cómicamente odiosos o desapegados de todo. La lista termina con Better Things y PEN15, programas que son “todo corazón” cuyos protagonistas pueden ser torpes, o imperfectos, pero están pensados para que nos identifiquemos con ellos.
¿Qué estaba pasando exactamente hace veinte años, cuando empezó el nuevo milenio? The Office y compañía vinieron después de Seinfeld y de la Era de la Alta Ironía de David Letterman, una época en que un mecanismo literario era culturalmente tan importante como para inspirar tapas de revistas, libros y necrológicas prematuras. También se parecían a dramas como Los Soprano, ficciones que nos pedían que nos gustara ver a sus personajes, pero no que nos gustara ser como ellos.
Los antihéroes existen desde mucho antes que Tony Soprano le aplastara la cabeza a su primera víctima. Dostoievski creó antihéroes, Northrop Frye escribió sobre ellos. Y ya en los inicios de la televisión hubo personajes difíciles, como el Archie Bunker de All in the Family. Pero eran difíciles de vender para la televisión, que necesita de un público mucho más amplio que los libros, o al menos así lo era hasta la llegada de señales como HBO.
El hilo común de los dramas de antihéroes y las comedias irreverentes es el presupuesto de que el público puede y debe ser capaz de distinguir entre la moral del personaje y la mirada de su creador. Esos ciclos nos exigen que aceptemos las disonancias en el interior de la trama y también dentro de nosotros mismos: podíamos ver a Tony Soprano comportarse como un animal y al mismo tiempo reconocer a la bestia que todos llevamos dentro. O contemplar a Larry David siendo insoportable y a la vez reconocer que su vida nos parecía atrapante.
Pero el público no siempre advierte esas sutilezas, lo que llevó a críticos como Emily Nussbaum a identificar a lo que ella llama “malos fans”: los espectadores “agresivos” de Los Soprano o Breaking Bad que miraban la serie para ver cómo Tony rompía cráneos y festejaban a Walter White convertido en capo narco gracias sus conocimientos científicos. Público que se ponían furioso si esos personajes, otros fans o incluso los creadores de sus series preferidas llegaban a insinuar que todo eso no era genial.
Podría decirse que el apartamiento del modelo irónico y antiheroico lleva implícito el repudio a los llamados “malos fans”. Pero también puede argumentarse que es precisamente una concesión hacia ellos, o al menos hacia la idea de que en toda buena historia debe hay armonía entre el autor y su personaje.
Cuando mirábamos Arrested Development en 2003, tal vez la familia Bluth nos cayera bien, pero no nos engañábamos: sabíamos que debíamos verlos como ellos se veían a sí mismos. Mientras que hoy, cuando miramos Ted Lasso, creemos que Ted es una persona decente, opinión compartida por los personajes secundarios (hasta los que no quieren al entrenador norteamericano de la Premier League) y la propia serie de Apple TV+.
En la cultura popular, nada ocurre en el vacío. En este caso, la televisión se está haciendo eco de otras artes en las que la tendencia ya era observable. En la revista Bookforum, el crítico Christian Lorentzen identifica en la ficción literaria un alejamiento de la ironía —”esa forma de decir las cosas sin querer decirlas y de decir lo que se quiere decir sin decirlo”— en la literatura contemporánea, “con menor nivel del distanciamiento irónico que proyectan los autores en sus alter egos”.
La novela Lolita, de Vladimir Nabokov, tendría una pésima acogida en la actualidad, señala el crítico, y no tanto porque su narrador-protagonista, Humbert Humbert, sea el un depredador sexual de menores, sino porque “no resulta obvio, al menos de inmediato, que la apasionada defensa que hace Humbert de sí mismo sea parte integral de la condena moral de Nabokov.”
Adjudicar este cambio filosófico en el arte al auge de Internet sería de un simplismo remanido. Pero al menos hay que recordar que ambos fenómenos se dieron en paralelo. Las redes sociales como Twitter fomentan apasionados fanatismos y cancelaciones instantáneas sin miramientos, y como los trolls pueden explotar con mala fe el carácter anónimo de esas plataformas, los usuarios pueden llegar a dar por sentado que cualquier comentario mínimamente complejo, distante o sarcástico también es fruto de la malevolencia. En las redes sociales uno puede darse el lujo de tener opiniones fuertes, pero la ironía o la sequedad son a riesgo propio y pueden pagarse caras.
Eso no significa que todos los usuarios de las redes sociales crean que una descripción artística equivale a un gesto de aprobación. Pero lo cierto es que el funcionamiento de las redes alimenta mucho esa idea. Como señala Laura Miller en la revista Slate, hay autores que cambiaron frases de sus libros porque algunos lectores, furiosos, no aceptaban que un autor pudiese tener otras convicciones que las de sus personajes.
Todo esto, por supuesto, está dicho en trazos gruesos, que son los que sirven para pintar las tendencias culturales. Si retrocedemos un par de pasos, vemos claramente el patrón; si nos acercamos demasiado, todas son excepciones. En tiempos de Los Soprano, también descollaron en la pantalla las entrañables y muy idealistas The West Wing y Friday Night Lights.
También hay casos interesantes de series que cayeron justo entre ambas épocas. Girls, que se estrenó en 2012 y terminó en 2017, es indiscutiblemente una serie hecha con el espíritu del primer período y que muchas veces chocó con las expectativas del segundo. Lena Dunham tenía una visión con matices de los valores de su protagonista, Hannah Horvath, la escritora en ciernes que interpretó en la serie. Hannah era ambiciosa y estaba llena de defectos; era inteligente y desagradable, justa y egocéntrica, luchadora y también privilegiada, que engañaba y era engañada.
Pero como Girls también fue vendida como un punto de inflexión generacional —la propia Hannah afirmaba querer ser “la voz de toda una generación”, una frase transparentemente cómica cuya ironía se pierde un poco al citarla—, la serie muchas veces fue considerada como una especie de embajadora cultural de los millennials. Y cuando sus personajes ya no pudieron ser modelos a seguir, sufrió violentas reacciones por su falta de “empatía”, algo que por su naturaleza satírica al programa no le interesaba para nada.
Más allá de la TV, venimos de varios años de guerra política de trolls, con el odio y la injuria que llegan a través de memes que guiñan el ojo y un presidente antiheroico en los Estados Unidos. Ahora que la era del Guasón en la Casa Blanca dejó paso a una presidencia enfocada en la empatía y la catarsis, la sinceridad tal vez encaje mejor con el espíritu de estos tiempos.
Pero la ironía y la sinceridad no son de por sí enemigas. Son simplemente herramientas del arte, usadas para lograr los mismos fines desde ángulos distintos: evocar la emoción, poner a prueba lo que significa ser humanos, desplegar ideas y hacer que veamos las cosas con ojos nuevos. Una de esas herramientas corta, y la otra pule. Ambas son imprescindibles, porque hace algo que la otra no puede hacer.
(Traducción de Jaime Arrambide)
Dónde ver las series
- Ted Lasso, una de las ficciones con más nominaciones a los premios Emmy que se entregan en septiembre próximo (veinte), está disponible en Apple TV+. Los capítulos de la segunda temporada se estrenan cada viernes.
- La versión británica de The Office, como el resto de las creaciones televisivas de Ricky Gervais previas a Afterlife, no está disponible en nuestro país. Si lo está –en Paramount+ y Amazon Prime Video– su versión norteamericana, en la que Steve Carell encarna una variación más inútil de Brent.
- Cuatro de las ficciones necesarias para entender la era de la Alta Ironía pueden descubrirse en streaming: Curb Your Enthusiasm está disponible en HBO Max (como Los Soprano y Girls). Arrested Development y Breaking Bad están completas en Netflix.
Fuente: James Poniewozik, La Nación