Abuela Andrea. O, directamente, abuelita. Cada vez que sus nietos Olivia (10), Ramón (7) y Jacinta (5) la llaman de esa manera, Andrea Frigerio se derrite. “Soy reabuela y me encanta”, admite ella. Y quien haya pasado estos días por las playas de José Ignacio quizás haya podido comprobar que ella está lejos de esquivarle a la palabra “abuela”. Más bien, le pone corazón y su privilegiado cuerpo de 62 años: va y viene en su jeep con los tres hijos de Tomás, su hijo mayor [Frigerio; casado con Estefanía Couture des Troismonts], juega con ellos, se mete al mar una y otra vez. “No estoy a medias. Doy todo de mí: me despierto más temprano para aprovecharlos y disfrutarlos. Si me dicen ‘Vamos al mar’, nunca digo que no. ¡Las abuelas venimos así! [Se ríe]. Me siento joven. Indra Devi, la gran maestra de yoga, decía que la edad de las personas se ve en su columna: si sos joven de edad, pero tenés una columna rígida, sos viejo; si tenés una columna flexible, sos una persona joven sin importar tus años. Creo eso. Y algo más: soy una convencida de que tu juventud durará tanto como dure tu entusiasmo. Entonces, mientras estemos vivos, hay que estar con los ojos abiertos, con planes, ilusiones y sorprendiéndonos de la manera en que lo hacen los chicos”, dice ella en la charla con ¡HOLA! Argentina.
–¿Cuál es el secreto de ese esplendor?
–En primer lugar, cuido mucho mi salud. Siento que mi cuerpo, mi biología, es mi carrocería para lograr todo lo que hago. Este año, voy a filmar una película en una montaña: para ese trabajo que deseo hacer, debo estar bien. ¡Quiero estar bien! A mí no me duele nada. Y cuando me duele algo, busco, me informo, voy a ver a quien haga falta. Hace ya muchos años que empecé con este camino: tengo hábitos y los respeto. –¿Son estrictos? –No son difíciles. Se trata de respetar la naturaleza: comer bien, dormir bien y ser constante. Tomo mis vitaminas y controlo mi peso cada mañana a la misma hora. Desde hace treinta y dos años peso lo mismo. Si algún día me excedí, trato de cerrar la boca. Ese método a mí me sirve, me hace volver a mi eje y recuperar mi equilibrio.
–Tus piernas son motivo de admiración de muchas. ¿Vas al gimnasio?
–En diciembre, cuando llegamos a Punta del Este con toda la familia, mi hijo Tommy me dijo: “Con la edad, vas perdiendo masa muscular. Debés ejercitar con peso. Puede ser un plomo, pero tenés que hacerlo”. Tomé esa charla como un regalo. Desde entonces, voy al gimnasio con la misma actitud que cuando iba a la facultad a estudiar: con alegría. [Andrea estudió Biología en la Universidad de Buenos Aires y le faltaron siete materias para recibirse]. Desde hace años hago gimnasia y mucha elongación. Y a partir de hora hago barra y piernas escuchando a Chopin en mis auriculares, envuelta en un espíritu medio épico, como una película. [Se ríe]. Para mí, la flexibilidad es clave: hay que adaptarse a los cambios de manera activa y nunca con resignación.
–¿Aplicás la flexibilidad en otros ámbitos?
–Cuerpo, mente y espíritu conforman una tríada. La flexibilidad física conduce a una flexibilidad general. Personalmente, fui transitando muchos mundos y me adapté a todos ellos. No sólo yo: mi familia también. Cuando yo tenía que hacer giras de teatro, mi marido, Lucas [Bocchino], venía conmigo. Como familia somos como un barco: vamos para un lado y para el otro. Ahora que Fini está trabajando tanto afuera, nos adaptamos y nos acompañamos.
–¿Hay alguna clave para lograr un matrimonio de treinta y dos años? Con Lucas se conocieron en 1992, se casaron en 1996, renovaron los votos en 2006… ni la pandemia los afectó.
–No sé. [Se ríe]. Creo que la clave está en que nos divertimos, la pasamos bien. Pero ojo: la nuestra no es una película de amor, no es todo rosa. Hemos tenido nuestras luces y nuestras sombras, momentos de cambio. Para mí, una pareja debe ser un espejo para que el otro pueda crecer. La opinión de Lucas es valiosísima para mí… Al principio, me niego siempre a escucharlo. [Se ríe]. Pero sé que tiene razón. Es muy sabio, y le aporta mucha tolerancia a nuestra pareja.
–Y ¿cuál es tu aporte?
–Soy entusiasta y estoy todo el tiempo proponiendo cosas. ¿Sabés cómo me llama Agustina Macri [la directora cinematográfica]? “Qué plan”. El sobrenombre surgió en Madrid: al rato de llegar a nuestras habitaciones en el hotel, después de horas de filmar [Limbo, la serie de Star+], yo la llamaba por teléfono: “¿Qué plan?”. “¿Qué plan qué?”, respondía ella. “Dormimos y mañana seguimos”. “¡No! Hagamos algo”, insistía yo. Admito que, para los demás, tener a alguien tan enchufado debe ser agotador. Por suerte, Lucas también es gánico como yo y me dice a todo que sí… Bueno, no siempre… [Se ríe]. A veces, Fini me dice “Ma, aflojá un poco; ya sé qué tengo que hacer”. Y no es que yo le esté diciendo qué debe hacer: sólo le tiro ideas. ¡Soy una bolsa de ideas!
–¿Y ese entusiasmo de dónde viene?
–De mi familia, que me llenó de herramientas. Mi abuela Paulette, por ejemplo, era una mujer intrépida: andaba a caballo, jugaba al bridge, atravesaba médanos con su jeep y, cuando yo le preguntaba, por ejemplo, “¿Qué significa ‘ecuménico’?”, ella me respondía “Yo sé, pero andá al diccionario y fijate”. Paulette implantó en mí la curiosidad, algo que para mí es clave para explorar diferentes mundos. Estudiar –cualquier cosa– te hace una persona curiosa y ávida de información. A mí me hicieron aprender de todo: sé idiomas y ¡hasta soy profesora de solfeo! Volví de Barcelona y me puse a estudiar catalán. Y ahora quiero desembarcar en la producción de cine, una actividad que no podría haber hecho hace treinta años porque no contaba ni con las herramientas ni con los conocimientos que tengo ahora. Me tiene entusiasmadísima. Creo que las cosas llegan cuando tienen que llegar: si yo hubiera empezado antes a trabajar como actriz, quizás no me hubiese ido tan bien como ahora.
–¿Qué aprendizaje rescatás de tu otra abuela?
–Con Luisa experimenté lo que significa ser recibido con amor. Cuando yo la visitaba, su cara se iluminaba. ¡Aplaudía al verme! Eso que hicieron conmigo me gusta hacerlo con los demás: soy de dar abrazos, de poner la oreja; me gusta que la gente se sienta querida por mí. Mi familia me enseñó también que el amor empieza por mí. No me maltrato ni me destrato. Me digo cosas lindas todo el tiempo. Mi mamá y mi papá eran muy diferentes entre sí, pero los dos se ocuparon de regar el amor propio en nosotras, que somos cuatro hermanas. “Colgale la galleta”, decía mi papá cuando un chico no me daba bola. Soy empática y me gusta generar relaciones basadas en la amistad, incluso en los vínculos interfamiliares. Fui muy amiga de mi mamá: cuando ella se murió, murió una amiga para mí. Soy amiga de mis hermanas y también de mi hija. Busco siempre generar vínculos creativos. Si aparece algo –o alguien– perturbador, me retiro. Hay gente a la cual le gusta batallar; yo, en cambio, no soy combativa. Cuido la armonía de la misma manera que cuido mi felicidad.
–¿Y qué es la felicidad para vos?
–Al igual que con la salud, busco y construyo la felicidad. Así como me siento responsable de la felicidad de mi familia, me siento responsable de la mía también. Nada en mi vida está librado al azar: selecciono desde qué comer hasta cuántas horas dormir; elijo casi artesanalmente los trabajos que quiero hacer. Si, por ejemplo, recibiera algún mensaje poco feliz en mis redes sociales, lo bloquearía, le colgaría la galleta, como decía mi papá. Soy, en definitiva, la gran editora de mi vida. Quiero que la vida me encuentre con los ojos bien abiertos, sorprendiéndome siempre con algo nuevo.
Fuente: La Nación.