La familia Coleman omite algo. Pero ¿Qué es lo que omite la familia Coleman?
Escrita y dirigida por Claudio Tolcachir, lleva 12 temporadas ininterrumpidas en cartel. Desde sus comienzos en Timbre 4, realizó más de 1700 funciones, visitó 22 países y participó en 50 festivales internacionales. Se la puede ver de viernes a domingos en la Sala Pablo Picasso del Paseo La Plaza, en Buenos Aires.
Es la historia de una familia absolutamente disfuncional. Con una madre border line, abandónica, incapaz de responsabilizarse de sus propios actos, para empezar. Mucho menos, de la crianza y manutención de sus cuatro hijos, frutos de dos relaciones esporádicas.
Es una obra profunda, que aborda con humor y ligereza un tema delicado y doloroso como es el de la anomia familiar.
La madre, cuyos hijos llaman Memé –como a una hermana- representada con dignidad por Miriam Odorico, mantiene una relación casi simbiótica que roza o sugiere lo incestuoso, con uno de sus hijos, Marito, muy honrosamente interpretado por Fernando Sala, quien –además- padece de diversos transtornos de la personalidad como fobias, manías y un apego hacia lo morboso y siniestro.
Marito fue abandonado por su padre pero tiene una hermana llamada Verónica (Inda Lavalle) que, por alguna razón desconocida, fue quien recibió la protección paterna y accedió a una mejor vida. Es la única hija que, al comienzo de la obra, resolvió la exogamia. Está casada y tiene dos hijos y, desde afuera, ayuda a esa familia, a la vez que se avergüenza de ella. Es como si tuviera que pagar el precio de haber sido “la elegida”.
Hay otros dos hijos, de otro padre, que son mellizos y tienen un fuerte vínculo. Uno de ellos, Damián (Diego Faturos) transita el límite con la delincuencia y las adicciones mientras que la otra, Gabi (Tamara Kiper) es la más centrada de los hijos y quien trabaja y se esfuerza, junto con la abuela (Cristina Maresca) para mantener material y afectivamente a esa familia de locos.
Ellos, sin embargo, están fuertemente unidos, quizás por la irracionalidad, quizás por la omisión. Pero, ¿cuál es la omisión? ¿Qué es lo que omite la familia Coleman?
Al ensayar diversas respuestas, la más plausible me parece vinculada con la anomia de la que hablo al principio de esta reseña. El No Nombre del Padre, osea, de La Ley, en el más estricto aspecto lacaniano de su rol. Pero, como un río y sus afluentes, me parece que la anomía central se alimenta de otras secundarias, subordinadas a ella. Por ejemplo, la inversión de los tabúes clásicos (para abrevar ahora en teoría freudiana). Mientras las familias “normales” -es decir, adaptadas a lo que se espera de ellas en este tiempo y espacio contemporáneo- se encuentran atravesadas por la prohibición del incesto y el prurito por abordar temas como el sexo o la muerte, la familia Coleman, con Marito como vocero, hace uso y abuso de estos tópicos, demostrando que en este grupo de personas, los tabúes son otros. Por ejemplo, la figura del padre; por ejemplo, el afuera, lo que está afuera de esa casa y de esa familia. La “normalidad”.
Marito, el vocero, es –tal vez- el personaje más vulnerable, por ende, el que puede absorber toda la locura reinante en el grupo familiar. Al mejor estilo pichoniano, se diría que es el que anuncia y denuncia la enfermedad familiar. Condición ésta que lo convierte automáticamente en el chivo expiatorio por excelencia. Razón por la cual, es quien termina segregado al final de la obra. Como hacen las sociedades, desde tiempos inmemoriales, con sus inadaptados: los encierran, los confinan, los apartan para no verlos.
Por eso concluyo que la familia Coleman es la célula madre de una sociedad disfuncional. Cualquier semejanza con la realidad, es pura coincidencia.
Pero, al espectador desprevenido que todavía no la haya visto, le digo que no todo es dramático en esta pieza teatral de alto impacto. También hay comedia y de la buena. Dentro de ese muestrario de patologías psíquicas se tejen relaciones de lo más absurdas que conforman pasajes muy graciosos. Aunque la angustia sobrevuela la escena en todo momento, uno no puede evitar reír y divertirse con las cosas que pueden pasar en escena.
Eso hace que esta obra sea recomendable tanto para el amante del buen teatro como para el que solo busca pasar un rato ameno. Y, como toda obra de arte que se precie de tal, te hace pensar, te conmueve y te enfrenta con lo propio: esas omisiones subrepticias que crecen solapadas, detrás de una aparente normalidad. Pasa en las mejores familias.
Por: @Adriana Muscillo. Periodista cultural y psicóloga social. Columnista de cultura y espectáculos en Radio Nacional. Cofundadora y directora de contenidos de Diario de Cultura.