Fue la vedette más reconocida de su tiempo, un ícono de la revista porteña en su esplendor, la primera en recibir un porcentaje de la taquilla y la pionera en encabezar las marquesinas que hasta esa época estaba destinada a los capocómicos. Todos querían ver a Nélida Roca, “la Roca”, bajando las escaleras con gracia y sensualidad, en stilettos altísimos y con un conchero con plumas que pesaba diez kilos y ella llevaba con elegancia.
Nélida Roca tenía magia. Nació el 30 de mayo de 1929 con otro nombre –Nélida Mercedes Musso– y se lo cambió a Roca después de casarse, con apenas 16 años, con Julio Rivera Roca, un pianista de jazz. Creció soñando con ser artista a pesar de que sus padres (él, genovés; ella, gallega) se oponían con firmeza. Quizá por eso se casó tan joven y con un artista. Empezó a cantar en la orquesta de su marido en la confitería Richmond y allí la vio César Amadori, por entonces dueño del Maipo. Por recomendación del actor Miguel Gómez Bao, Amadori fue a verla e inmediatamente la contrató para ser parte de El Teatro Maipo cuenta su historia, junto a Dringue Farías, Adolfo Stray, Jovita Luna y Beba Bidart, en 1948.
En ese primer espectáculo, Nélida hacía un cuadro sobre una canción de Bing Crosby enfundada en una malla negra, un sombrero y un pañuelo rojo. Era tan exquisita que cada noche conmovía a la audiencia. Enseguida se corrió la bola sobre la nueva vedette que bajaba las escaleras como una diosa y, dicen, el precio de las butacas en la primera fila se triplicó. La llamaron “la Venus de la calle Corrientes” y así nació la leyenda que creció y creció hasta su retiro, en 1974. Después nada más se supo de La Roca, que se recluyó y nunca más abrió las puertas de su intimidad. Murió hace 25 años, el 4 de diciembre de 1999.
Con su debut y lo mucho que dio que hablar pronto llegaron las tapas de revistas y la fama. Se hablaba de su perfil bajo, de su fanatismo por River Plate y su particular manera de cuidar su figura en tiempos en que no existían las cirugías estéticas ni las siliconas: se salteaba el desayuno y el almuerzo. Todos hablaban de su escultural figura, su cintura de avispa y de sus piernas, por las que suspiraba el público cuando bajaba las escaleras como ninguna otra.
Encabezó decenas de revistas junto a los capocómicos más distinguidos de la época: Dringue Farías, Adolfo Stray, Pelele, Tato Bores, Juan Verdaguer, Pepe Arias, Jorge Porcel. Y solamente estuvo una vez en televisión en el programa Siete y medio de Canal 7, con producción de Héctor Ricardo García y dirección de Pancho Guerrero, en 1969. La experiencia le gustó, pero lo suyo era el teatro. Tampoco hizo cine.
Justamente con Héctor Ricardo García hizo su última revista en 1974 en el Teatro Astros, y se despidió para siempre de su público. Fue con La revista de oro, junto a Jorge Porcel y con Susana Giménez, otra estrella nacía y que daba que hablar luego de una publicidad en la que decía, sensualmente ‘haceme shock’.
Por entonces ya empezaba a tener los primeros dolores que fueron acrecentándose por una artritis reumatoidea muy severa que la hizo viajar a Cuba en busca de alivio. Su retiro del mundo del espectáculo fue en silencio, sin entrevistas, ni cartas de despedida. Simplemente, dejó de aceptar propuestas y se recluyó en su casa. Siempre fue muy discreta porque siguió a rajatabla el consejo del empresario teatral Carlos A. Petit, dueño de El Nacional: “De la vida de una vedette no se debe conocer nada”, le recomendaba.
Las entradas de sus espectáculos se vendían como pan caliente y hasta se revendían las tres primeras filas. Cuando se dio cuenta de eso decidió tomar la parte que le correspondía y pidió el 10% de la taquilla. Fue pionera en eso porque hasta entonces solamente los capocómicos, todos hombres, tenían ese privilegio. Existía una leyenda urbana que aseguraba que cada lunes, días en los que no había función –pero se pagaba– la Roca salía del teatro directo hacia una inmobiliaria para comprar un departamento.
Fue también pionera en encabezar una marquesina y lograr que su nombre estuviera a la misma altura y con el mismo tamaño que el del capocómico. Y fue también la primera en hacer un striptease en un escenario.
Cuentan, además, que era la primera en llegar al teatro, tres horas antes de la función. Lo hacía en su auto importado que estacionaba en la puerta del teatro, y bajaba con bolsos llenos de maquillaje, plumas y brillos. Se maquillaba y peinaba sola y nadie podía molestarla durante ese ritual. Y era la primera en irse cuando terminaba la función; jamás se quedaba a compartir una cena con sus compañeros. Su comportamiento, entonces, sumaba misterio a su vida.
El misterio de su intimidad
Solía decir que quienes quisieran verla tenían que pagar una entrada y quizá por eso, y por timidez, mantuvo su vida privada en total secreto. El matrimonio con Julio Rivera Roca duró varios años, hasta finales de los años 50; fue quien la vio transformarse en una estrella. En 1962 se casó con el cantante italiano Aldo Perricone, más conocido como Ricky Giuliano, y luego con el doctor Hernán de Lafuente, el primer marido de Amalia Lacroze de Fortabat. Finalmente, en 1974 se casó con Alberto Pérsico, y con él estuvo en toda su etapa de retiro y hasta el final. Juntos viajaron a Europa y también a Cuba, buscando alivio para los dolores de la Roca.
Moria Casán empezaba su carrera cuando la Roca se retiraba, pero llegó a verla sobre el escenario. Hace algunos años contó en Agarrate Catalina, por La Once Diez: “Tuve la oportunidad de verla en lo que fue su última época de actividad laboral y, si bien no la pude apreciar en su esplendor, conservaba ese magnetismo y misterio tan especial. Pude darme cuenta de que se trataba de una verdadera señora con esa presencia única por lo que se la definió como la Venus de la calle Corrientes”.
También Antonio Gasalla habló de ella en un programa de Susana Giménez: “Era una privilegiada: pensá que esas mujeres no estaban operadas de nada. Ella se despidió de la revista cuando yo debuté. Llegaba al teatro tapada hasta el cuello y con un sombrero. Siempre me decía que no quería mostrar nada de nada y que si querían verla, entonces que pagaran”.
Fuente: Liliana Podestá, La Nación