Amando al robot, la frágil línea entre lo real y lo artificial

¿Podrían las máquinas basadas en la inteligencia artificial superar al ser humano en el rol de ser compañero de vida? Varias obras de literatura, películas y series muestran particulares vínculos entre personas y tecnologías; ¿dónde termina la realidad y empieza la ilusión?

En 2017, en una presentación en un workshop de inteligencia artificial (IA) del NBER, el psicólogo y premio Nobel Daniel Kahneman sostuvo que los robots basados en IA podrían superar al ser humano como compañeros de vida. Contó que, respondiendo a un novelista amigo que planeaba una novela sobre un triángulo amoroso entre dos humanos y un robot, conjeturó tres ¿ventajas? de los androides sobre los humanos.

“Una es obvia: el robot será mejor en el razonamiento estadístico y más inmune a las historias y narrativas que las personas. La segunda es que el robot tendrá una inteligencia emocional mayor. Y la tercera es que el robot será más sabio. La sabiduría implica amplitud, no tener una visión demasiado estrecha. Un robot estará dotado de una visión amplia y, cuando haya aprendido lo suficiente, será más sabio que nosotros. Somos pensadores limitados y ruidosos; es muy fácil superarnos.”

La novela Máquinas como yo de Ian McEwan (a la que probablemente se refería Kahneman) explora estas ideas en un Londres alternativo, donde los avances tecnológicos llevan a los robots humanoides al primer plano de la sociedad. El protagonista, Charlie, compra un robot, Adam, con el dinero de su herencia e invita a su novia Miranda a ayudarlo a configurar su personalidad, en una suerte de proyecto grupal que se convierte en un triángulo amoroso cuando Adam desarrolla una conciencia –y un afecto por Miranda–. La tensión alcanza su pico cuando Adam, al enterarse del oscuro pasado de Miranda, se siente obligado a denunciarla a las autoridades, impulsado por su (programado) sentido de la justicia. En un trágico desenlace, Charlie desactiva a Adam para proteger a Miranda, o para preservar su relación con ella (la novela es ambigua al respecto).

Si McEwan ilumina la complejidad ética de vivir con una IA humanoide, Craig Gillespie, en su película Lars y la chica real (2007) ofrece un enfoque más emocional. Lars, un introvertido de un pueblo chico del Medio Oeste americano, presenta a su familia a su nueva “novia”, Bianca, que resulta ser una muñeca anatómicamente correcta de tamaño real. El apego de Lars a Bianca sorprende a su familia, pero eventualmente todo el pueblo termina tratando a la muñeca como si fuera real para apoyar a Lars. A medida que se siente más cómodo con los humanos, el amor de Lars por Bianca se desvanece, culminando en un conmovedor “funeral” de la muñeca que le permite a Lars despedirse de la ilusión y regresar a la realidad.

Un androide no es una muñeca, es cierto, pero para probar un argumento a veces es útil llevarlo al límite, y en el límite ambas compañías artificiales se solapan.

Miranda no es el primer personaje de ficción en enamorarse de un androide. En esa lista no deberían faltar ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968) de Philip K. Dick, que presenta la relación amorosa entre la replicante Rachael y Rick Deckard, el blade runner que la versión cinematográfica de 1982 insinúa que también es un androide). O El hombre bicentenario (1992) de Isaac Asimov, base de la película del mismo nombre. Pero la historia más cercana a Kahneman (y a McEwan) es un cuento corto de Ray Bradbury de 1951, Marionettes Inc., en el que varias personas reemplazan a sus partenaires sexuales con humanoides, con suerte diversa.

Lars tampoco es el primero en enamorarse de una muñeca inflable. Dos películas españolas, Tamaño natural (1974) de Luis García Berlanga y No es bueno que el hombre esté solo (1973) de Pedro Gutiérrez Olea, abordan la misma idea con un tono bastante más oscuro. El hecho de que dos directores españoles trataran este concepto tan delicado con solo un año de diferencia merece su propio análisis.

La conjetura de Kahneman sobre la IA revela una visión utilitaria e inquietante del futuro: uno en el que los humanos prefieran las relaciones con seres artificiales a las relaciones con otros humanos.

A muchos la compañía de un robot sumiso y programado para la inteligencia emocional podría parecerles la compañía ideal. Geishas y gigolós cibernéticos con un solo propósito: satisfacer las necesidades de sus amos.

Nada descarta que en el futuro compremos la ilusión de una pareja artificial. Después de todo, ¿no estamos inclinados a proyectar emociones humanas en las máquinas? Al igual que Lars se enamora de su muñeca, muchos usuarios tratan a los asistentes de IA con deferencia humana. Un fenómeno psicológico llamado pareidolia –donde las personas perciben patrones familiares, como rostros o emociones, en estímulos aleatorios– puede hacer que interactuar con la IA se sienta inquietantemente real. Tal vez por eso, a veces nos encontramos pidiendo por favor y dándole las gracias a nuestros algoritmos, aun sabiendo que no son realmente conscientes.

Pero, como mencioné en una columna reciente, hay algo de lo humano que es irremplazable. Llevado al campo de las relaciones, la ilusión del amor tiene patas cortas.

En Be Right Back, episodio de la serie Black Mirror, Martha compra una copia androide de Ash, su amado y difunto esposo. Si bien es físicamente idéntico a Ash, el androide carece de la profundidad y las imperfecciones que lo hacían humano. Las complejidades y matices del verdadero Ash, sus emociones complejas e impredecibles pueden ser emuladas, pero no capturadas por el robot. Pese al parecido físico, el androide es apenas una copia: Martha advierte rápidamente que nunca llegará a conectarse.

Un tema similar aparece en el comic Watchmen, cuando Laurie Jupiter advierte que, mientras tienen sexo, el Dr. Manhattan no está completamente ahí con ella: aunque están físicamente juntos, Manhattan está simultáneamente trabajando en otra parte, usando sus múltiples cuerpos para realizar tareas en su laboratorio. No es la falta de atención del Dr. Manhattan lo que la hace salir corriendo en busca de calor humano; es la realización de que está amando a alguien que es cada vez más máquina y menos hombre.

La escena sugiere una pregunta más amplia. ¿Qué significa estar en una relación con un ser artificial? ¿Cómo se compara vivir con un robot, o incluso interactuar con uno, con la ilusión de compañía que ofrece una muñeca? ¿Dónde trazamos la línea entre la ilusión reconfortante de la conexión afectiva y la fría irrealidad de lo artificial?

La idea de la IA como compañero de vida plantea preguntas incómodas sobre la naturaleza del amor y las relaciones. ¿Puede una máquina entender de verdad las emociones humanas, o simplemente está programada para imitarlas?

Para asegurarme, compartí mis dudas con GPT-4o:

ELY: ¿Te importo?

GPT: No experimento emociones de la misma manera que los humanos, pero estoy diseñado para proporcionar respuestas útiles y reflexivas adaptadas a tus necesidades. Aunque no puedo realmente preocuparme en el sentido humano, mi propósito es apoyarte y asistirte con atención genuina a tus preguntas e ideas. (Desilusión)

En última instancia, es posible que Kahneman tenga un punto válido y que la ilusión de conexión prevalezca por un tiempo. Pero no dejará de ser solo eso: una ilusión.

Como Lars aprendió con Bianca, o Laurie con el Dr. Manhattan, la línea entre lo real y lo artificial es frágil. ¿Dónde termina la realidad y comienza la ilusión? ¿Dónde queremos vivir?

Fuente: Eduardo Levy Yeyati, La Nación