“Es la confitería más secreta y escondida de Buenos Aires”, dice Silvina del Grande, a cargo del grupo que trabaja en los espacios gastronómicos del Teatro Colón. Se refiere a “Blue”, en el Pasaje de los Carruajes, el lugar debajo del hall principal que desde 1908 sirvió para que las damas de la alta sociedad pudieran ingresar al teatro sin mojarse los días de lluvia, pero también para que las viudas pudieran entrar sin ser vistas. “Estamos dentro de la intimidad de un lugar mágico”, dice.
“Queremos que lo que veas en el escenario lo puedas comer en un plato”, confiesa Del Grande. La confitería pensó en un salto de calidad sensorial del espectador y post función ofrecer un menú de pasos que se inspira en los actos de la obra que se representa en el escenario, en una cena íntima apenas interrumpida por el decoroso sonido del cruce de los cubiertos con la vajilla. “Prolongar la fantasía”, argumenta Del Grande. Oír de cerca los latidos de este teatro que se expresa con historias, secretos, música y danza.
“No sabemos cuál es la verdadera intención de haber hecho este salón”, dice Del Grande. Los pisos donde hoy funciona la confitería son originales, de 1908, teselas venecianas, y son iguales a los que se ven en varios espacios del teatro. Además de proteger a las damas, fue usado para que los boleteros tuvieran un espacio para descansar. Eran tiempos de una Buenos Aires ostentosa, los carruajes las dejaban y se retiraban por donde hoy está la plaza seca Vaticano, a principios de siglo Carlos Thays había diseñado una joya: una réplica en miniatura de los jardines del palacio de Versalles.
“No hay registros fotográficos”, dice Del Valle de esa magnífica obra paisajista. Los carruajes esperaban a las damas en un arco florido y volvían a entrar al pasaje por una calle que no existe más. Con el progreso, llegaron los autos y cobró importancia la entrada principal por calle Libertad, entonces como hoy, las damas y caballeros querían ser vistos al bajar de los automóviles y caminar por la alfombra roja.
“El pasaje quedó en el olvido”, relata Del Grande. Pasó gran parte del siglo XX y recién en 2004 cuando se hacen profundas remodelaciones al teatro, se pone en valor este salón y se reabre el Pasaje, esto significó el germen del cual nació “Blue”, la confitería que hace obras de arte comestibles. Está abierta todos los días y mientras la ciudad se mueve con su ritmo vertiginoso, el Pasaje de los Carruajes conserva las señales del tiempo pausado en pasos íntimos.
El efecto es sedante. A pocos metros del obelisco, con la avenida 9 de julio inequívocamente ruidosa, el cielo cruzado por aviones, los miles de personas que se mueven como una masa autómata buscando paradas de colectivos o en tránsito a sus oficinas, buscando alguna señal para que les cambie la vida. Fuera de todo esto, y alejado del eje del mundo y sus problemas, el solitario pasaje del Colón reclama la calma perdida y “la confitería se transforma en un reducto muy privado”.
“Es un lugar coqueto, donde se ofrece arte culinario”, aclara Del Grande. Dejando atrás el portal de ingreso, no existe contacto con el mundo exterior. El antiguo salón de 1908 conserva su garbo y guarda una estrecha relación con la elegancia y el misterio del Teatro.
Menú de pasos
“Queremos que te comas la función”, confiesa Del Grande, además de su carta de platos, los días que se ofrece una, el chef prepara un menú de pasos inspirado en forma directa con los actos de la ópera, o el ballet, o la obra que esté en cartel en ese momento. Los que asisten, pueden bajar y continuar bajo el influjo del arte y la particularidad es que quienes no concurran al teatro, también pueden disfrutar de la experiencia, única en su genero en el país.
“Cada función me genera diferentes emociones y sensaciones”, dice el chef Gastón Storace, quien tiene la difícil tarea de llevar la magia del escenario a un plato. El último desafío fue “Giselle”, la obra inmortal del ballet clásico que cuenta la historia de una aldeana que sufre por amor hasta morir. Es un momento elevado del romanticismo que cruza también el folclore alemán con la aparición de las Willis, espectros de mujeres que han sufrido el desengaño amoroso, y vagan por los bosques buscando hombres a los que seducen y los hacen bailar hasta que caen muertos de cansancio.
“El plato es nuestro todo, y sabemos que es efímero”, dice Storace. Delicados y suntuosos, los pasos del menú recrearon la historia de Giselle.
“Es un gran desafío para el paladar y para la cocina”, confiesa Storace. El primer paso inicia con la propia historia de Giselle, que vive en una campiña y se enamora de un noble que se hace pasar por aldeano, en la mesa baja una quiche de masa arenada, con panceta y puerros y una ensalada de brotes orgánicos, arándanos, pomelo y espárragos.
El segundo paso relata cuando Albretch la enamora, pero esconde su origen noble. Storace creó una balotina de ave envuelta en panceta rellena con hongos, sobre un cremoso de maíz, queso de cabra, miel de jalapeños y flores orgánicas. El tercero representa la danza de las Willis, un estado de gracia consagratorio en el ballet, en el Pasaje de los Carruajes se traduce en un plato de gnocchis con soufflé de chocolate blanco, coliflor sobre crema de cacao y aceite de trufas con nibs de cacao activado y flores de anchusa color azul royal.
El último paso es también el fin de la obra, cuando Giselle perdona a su amado. Frágil y atrevida a desafiar las leyes del hechizo que la envuelve a ser una Willi, lo salva y en el escenario la emoción claudica ante la realidad y crea una fantasía pura en la que el espectador queda atrapado. “Nos propusimos representar la ternura y la dulzura”, cuenta Storace. Su respuesta gastronómica fue crear una pavlova con soufflé de frutos rojos, curd moldeado de limón, lajas de merengue, flores y frambuesa liofilizadas.
“La experiencia siempre es inolvidable”, dice Del Grande. Desde aquí también salen las visitas guiadas al teatro. “Es una marca mundial”, agrega. Por semana lo visitan 25.000 personas, turistas internacionales y nacionales. “También esconde muchos misterios”, confiesa Del Grande.
Palco de viudas
“El escenario es sagrado”, dice Del Grande. Solo lo pisan los artistas y aquellos que hacen el montaje de las escenografías, y nadie más. Se habla aún del palco de viudas. Incapaces de mostrarse en público, tenían su lugar a la altura de las plateas, pero con una visibilidad muy reducida, escondidas detrás de una reja. También sirvieron para consumar amores prohibidos, siempre según los mitos. Se comenta que en los camarines de damas se suele ver la silueta de una bailarina. Como también sombras y ruidos extraños en los pasillos de acceso a los palcos.
Una leyenda circula sobre la cúpula original. Fue pintada por el artista francés Marcel Jambon. Por problemas de humedad se deterioró y estuvo expuesta hasta 1930. Corre el mito que para bajar la temperatura en las funciones de verano se ponían barras de hielo sobre el plafond. Recién en 1966 volvió a lucirse con una obra de Raúl Soldi, quien aceptó el trabajo a condición de no recibir ninguna remuneración.
Un dato más: dicen que para no atraer la mala suerte no hay que pasar cerca de la cabeza de Beethoven que se encuentra en el foyer.
El teatro Colón, el edificio actual fue inaugurado en 1908. En el lugar funcionó la primera estación ferroviaria de la Argentina. Tardó 20 años en construirse. Es uno de los más importantes del mundo, solo comparable a la Scala de Milan, el Metropolitan Opera House de New York, y la Opera de París. Para los especialistas en ópera, tiene la mejor acústica del mundo. Ocupa 8200 metros cuadrados y una superficie de 52.000 metros cuadrados.
La sala principal está dividida en siete niveles, la platea tiene 632 butacas y la sala principal puede albergar 2500 espectadores, contando los que estén de pie en el último nivel, 3000.
“La idea es que completen el arte que los transformó en la función, con este final culinario a modo de generoso bis”, dice Del Grande sobre el menú de pasos de “Blue”. “Poder vivir el Colón de día”, confiesa, ese es detalle más apreciado por los transeúntes que circulan por el microcentro porteño. La cocina, de esta manera, es obra viva.
“Es un arte que nace desde el hambre y el amor”, expresa Storace. Unir la fantasía con la gastronomía, este es el portal que se intenta abrir, abrir una puerta a la fantasía para los ciudadanos de una ciudad que anhelan la calma. “Queremos sobrepasar la muralla de los sentidos: generar goce e imaginación”, concluye Storace.
Fuente: La Nación