Una noche de invierno de 1969, Carlos López Puccio, por entonces alumno de dirección orquestal en la Universidad Nacional de La Plata, fue como público a ver a Les Luthiers. En noviembre de ese año el grupo lo contrató como violinista. En enero de 1971 dejó de ser un empleado: se convirtió en un miembro más de Les Luthiers.
Lo conocí por esa época. El primer reportaje que le hice fue para una revista de estatura estudiantil, inexplicablemente llamada Cambio y fuera, que editábamos en el Coro Bach. En el país corrían tiempos vertiginosos, por decirlo de alguna manera. Nadie podía imaginarse que el incipiente “conjunto de instrumentos informales” perduraría hasta la segunda década del siglo siguiente y que haría historia como uno de los exponentes más prestigiosos de la cultura argentina a nivel internacional.
López Puccio había fundado por entonces el grupo vocal Nueve de Cámara, al que sucedió en 1981 el Estudio Coral de Buenos Aires, coro éste “de extremo virtuosismo”, como dijo un crítico. Más tarde fue director del Coro Polifónico Nacional y consejero artístico del Teatro Colón. Hoy es miembro de número de la Academia Nacional de Bellas Artes; recibió un Doctorado Honoris Causa de la UBA, el premio trayectoria del Fondo Nacional de las Artes y fue declarado Ciudadano Ilustre de la CABA.
Este luthier de aparente timidez que toca el latín, la violata, los teclados, el cello legüero, percusión y bajo eléctrico, que controlaba el robot Antenor y que fue, entre otras cosas, dictador, capitán de bergantín, juglar, sargento, gitano y princesa, nunca dejó de funcionar en horario diurno como un músico serio.
La mayor parte de su vida, exactamente 53 años de los 78 que cumple el miércoles próximo, transcurrió en Les Luthiers hasta el 9 de diciembre pasado. Ese día López Puccio se puso por última vez el smoking. En el estudio de su casa, un ambiente de estilo clásico donde mandan la madera y un piano de cola Bechstein junto a tres paredes de biblioteca, lo primero que Carlos me cuenta es que la noche anterior fue a ver el nuevo espectáculo musical de Teo, el menor de sus tres hijos (26, recién recibido de matemático; Laura vive en los Estados Unidos y Pablo, en Barcelona). Entra Carolina, su esposa, pianista y docente de piano, con su sonrisa y calidez de costumbre. Acaba de hornear galletitas danesas para acompañar el café.
–¿Qué estás haciendo ahora?
–En este momento estoy teniendo una entrevista muy agradable con un querido amigo (risas).
–Mi pregunta apunta a tu día después, ya sabés.
–Laboral o creativamente no estoy haciendo nada digno de mención. Por ahora. Disfruto del merecido retiro, aunque de tanto en tanto me proponen cosas, algunas incluso buenas, o simplemente me embarga algo así como la culpa burguesa del “tenés que hacer algo”.
–¿Y tenés que hacer algo?
–En algún momento retomaré contacto creativo con la humanidad.
–¿Cómo viviste el último 4 de septiembre, el día del cumpleaños de Les Luthiers, sin Les Luthiers?
–Para los que siempre lo hemos celebrado como un cumpleaños parece algo impropio seguir atribuyéndole ese carácter. Pero sí recordarlo: prácticamente toda mi vida ha sido una fecha de conmemoración y encuentro con esos amigos socios de siempre. No faltaba el festejo, tanto en lugares elegidos o en casa de alguno de nosotros. El gran anfitrión y el gran convocador solía ser Daniel (Rabinovich). Y eran celebraciones cariñosas y divertidas, con regalos mutuos, torta y todo. Luego de la muerte de Daniel fue algo difícil celebrar con toda la alegría, era difícil conciliar la remembranza con su ausencia. No obstante, el 4 de septiembre anterior a la pandemia llegamos a hacer una buena cena con familias y nuestros nuevos integrantes desde principios de 2019.
–¿Cómo son las relaciones actuales entre ustedes?
–Jorge (Maronna) y yo seguimos en buen contacto. Tenemos, además, muy lindos encuentros o intercambios con los “jóvenes” que nos acompañaron en los últimos años y participaron de la gestación de Más tropiezos de Mastropiero.
–¿Cuál dirías hoy que fue el secreto de la extraordinaria longevidad de Les Luthiers? Sin ánimo de hacer comparaciones, porque la verdad es que no sé muy bien con quién comparar…, los Beatles no pasaron de una década, los Hermanos Marx, tres décadas; los Rolling Stones, bueno, sí, van por 62 años… Ustedes inventaron un rubro propio. Y lo hicieron en la Argentina, donde no muchas cosas duran.
–Visto desde hoy puedo contestar con una síntesis tal vez errónea o pretenciosa. Inventamos un producto de alta demanda y de baja oferta: humor refinado, ligado indisolublemente a música bien hecha y capaz de generar ya no una sonrisa de complicidad sino carcajadas. Esto último fue creciendo gradualmente a medida que lo aceptamos como un objetivo, como algo deseable que no nos desenfocaba de la búsqueda del refinamiento. Creo, nunca dije esto antes, que en Les Luthiers de los primeros diez años había cierto pudor ante la carcajada.
–¿En qué sentido?
–Sentíamos que la sonrisa era mejor síntoma de refinamiento. Pero lo esencial era, creo, que no habíamos aprendido a producir carcajadas sin perder estilo. Mientras Carlos hace esta enorme confesión me viene a la mente mi ritual de iniciación luthierano, para nada exento de carcajadas (aunque los luthiers no las escucharon). Fue un sábado por la noche de 1971 en mi casa (yo tenía 17 años, vivía con mis padres). Casi todos los integrantes del Coro Universitario Arquitectura nos apretujamos en torno del tocadiscos para cumplir con el objetivo del encuentro. Una soprano, Mónica Nuñez, la hermana de Carlos Núñez, había conseguido una copia (sin las tapas, recuerdo) de Sonamos pese a todo, el primer disco de Les Luthiers, que estaba por salir a la venta. Si me apuran podría precisar en qué remates de las presentaciones de Mundstock atronó más el living y hasta estoy dispuesto a reconocer que, adolescente aún, en algunas partes de la “Cantata de la planificación familiar” acompañé la risa colectiva, fingí que entendía todo.
–El estilo siempre fue esencial.
–Éramos gente inteligente y aceptablemente culta. Sí, no éramos modestos. Todos teníamos alguna formación musical, desde la que confiere la práctica coral o la guitarreada hasta la académica. Con los primeros e incipientes éxitos nos esforzamos muy autocríticamente en mantener un nivel alto de calidad. Es más, éramos feroces críticos del trabajo de los otros y defensores de nuestro código ético y estético, nunca escrito pero siempre vigente. Para fortalecer mi nada velado autoelogio sobre la inteligencia del grupo puedo citar nuestra decisión de apelar a un terapeuta en la época de la muerte de Gerardo Masana, el doctor Fernando Ulloa, que nos dio mucho que pensar y nos enseñó a convivir, a negociar, a valorar la opinión ajena. Creo que lo esencial de su trabajo fue lograr que aceptáramos que sin el aporte de los demás, ninguno habría podido inventar Les Luthiers.
–¿Volvés a ver, a escuchar las obras de Les Luthiers?
–Curiosamente, no. Viví muchos años mirando hacia el futuro. Lo hecho había sido bueno, o muy bueno, pero mirar hacia atrás siempre me dio temor a la mediocridad, a regodearme en lo ya hecho en lugar de trabajar para la búsqueda de lo nuevo. Me encanta que se valore la obra de Les Luthiers, respeto a los fans, hasta a aquellos que “lo saben todo” sobre el grupo, incluso más que yo, lo digo en serio, pero mi trabajo nunca tuvo como objetivo correr para sentarme a disfrutar de lo que ya había hecho. Siempre estuvo dirigido a los cómplices del público a quienes daba alegría recibir algo nuevo. Nunca pude estar en ambos lados.
–¿Cuál fue para vos la mejor época del grupo?
–Tengo dos, una puntual y otra de época. La más puntual y emocionante fue la entrega del Princesa de Asturias, en 2017, en Oviedo. Tal vez la mejor semana de mi vida. Era un enorme reconocimiento, de nivel internacional, a nuestra larga vida de diversión propia y ajena. También el ascenso de nuestra labor a una categoría a la que nunca habíamos imaginado llegar y el ingreso a un club con algunos socios a los que ni Groucho habría renunciado a codearse. No te doy nombres: en la foto oficial hay tres premios Nobel. Ah, además hay un rey y una reina.
–¿Y la segunda?
–Por varias razones, largas de contar, la mejor época se inició en 1977. Para ese entonces, desde el 73 habíamos salido un poco del país. A Venezuela dos o tres veces y una a España, con poco éxito. Pero en el 77 estrenamos, en el Odeón, Mastropiero que nunca. Ese espectáculo fue el modelo en el cual encontramos la forma de casi todos los siguientes. Hasta entonces nuestros shows eran un rejunte de cosas nuevas, viejas, buenas y no tanto. De risa sencilla y poca carcajada. Pero Mastropiero… fue escrito íntegramente y ya pensado para teatro, no una ampliación del modelo café concert que practicamos durante esa década. Por ejemplo, abandonamos el aspecto escénico de concierto clásico en que nos habíamos movido hasta entonces, con luz cenital. Fue la primera vez que utilizamos luces teatrales (para escándalo de algunos amigos cercanos). También aparecieron recursos de desarrollo teatral, hasta entonces muy embrionarios.
–¿Por ejemplo?
–La escena que se desenvuelve dramáticamente en vivo a partir de un “error” no previsto, en “La bella y graciosa moza”, cuando a Marcos se le caía la partitura y se le desordenaba dando lugar a una transformación del sentido del texto. O la descentralización del relato: en “Kathy, la reina del salón”, la obra presentada era supuestamente la música de fondo de una película muda que tocaba Núñez al piano. Mientras se escuchaba, Daniel, algo aburrido corría el foco y nos contaba por lo bajo lo que iba sucediendo en la película. Y así, mímicamente, el público entendía y seguía la acción, que era desopilante.
–Era una mecánica que se repetía con éxito.
–Estaba “Lazy Daisy”, con su desplante coreográfico y las sonatas para violín y piano. Durante la interpretación se iba adivinando una apasionada relación amorosa de la pianista, Gúndula, con Mastropiero, que estaba imaginariamente en un palco y luego al costado del escenario. “Torbellino de amor y engaño” sin que parara la música. Y sobre todo, volviendo a lo que te expliqué antes, estaba la carcajada. Creo que solo entonces aprendimos a valorarla, a buscarla y a lograrla con los elementos más cuidados. Había bastante más, pero continuaré cuando en lugar de una nota para un diario hagamos el libro (risas).
–¿Qué fue lo que te resultó más difícil de actuar?
–El rap “Los jóvenes de hoy en día”. Lo escribimos con Jorge y nos lo adjudicamos para su presentación en escena, cavando, así, nuestra propia tumba. Ninguno de los dos había tenido gran éxito en las pistas de la noche porteña. No nos caracterizábamos por nuestras dotes de bailarines. Digamos, éramos unos pataduras. Así que tuvimos que trabajar, con mucha dificultad y con paciente coreógrafa, para aparentar que bailábamos. Siempre me sorprendió que luego, a lo largo de los años, la gente insistiera en lo bien que “bailábamos” ese rap.
–Les Luthiers “conquistó” un montón de países aparte de la Argentina, empezando por España, ¿no? Sin embargo, en algunos como Estados Unidos o Israel, no terminó de hacer pie. ¿Cómo evocás a la distancia aquella expansión internacional?
–A partir del estreno de Mastropiero…, en el 77, encontramos un gran camino, se abrieron muchas puertas. El éxito de taquilla nos llevó al año siguiente al Coliseo, donde nos quedamos solo veintiséis años. Volvimos a España en el 81 y esta vez “triunfamos” (ay, esa palabra). No dejamos de regresar ni un año. Estados Unidos, Broadway, era una fantasía necesaria de los artistas del Music Hall nacional. Era un impulso casi automático, había que ir, como Gardel. Y lo hicimos, en inglés, con mucho esfuerzo, cuando ya teníamos más público en español que aquel que podíamos cubrir, porque no hacíamos cine, teníamos que estar en cada escenario, de cuerpo presente.
–Dos mercados distintos, pero uno con la terrible exigencia del idioma.
–El esfuerzo fue grande. Y de no ser por el inmenso camino que se nos había abierto en español, habríamos insistido. Es que para la época de nuestra presentación en los Estados Unidos ya había discos de Les Luthiers dando vueltas en toda Hispanoamérica, editados localmente, importados o simplemente llevados por argentinos emigrados o viajeros. También había aparecido el VHS. Eso nos amplió la demanda y tuvimos buen éxito en siete u ocho países, los que fueron aumentando en los años siguientes. Les Luthiers actuó en algo así como quince países sin tener que traducir y haciendo valer la plena gloria de los buenos juegos de palabras que sabíamos escribir en español.
–¿Y lo de Israel?
–Lo de Israel, dos años antes, fue casi un juego. Nos invitaron y aceptamos gustosos de conocer aquello. Hicimos tres funciones en español, llenas. Pero nunca pensamos que regresaríamos ni que pudiéramos ampliar mucho más el público hispanoparlante.
–¿Qué grupos o artistas que en el mundo hagan música-humor te gustan?
–En España desarrollamos una fuerte amistad con Tricicle, tres grandes mimos con los cuales sentimos mucha afinidad de humor. Y en una de las muchas ocasiones en que se propuso nuestro nombre para el Princesa de Asturias, que finalmente nos concedieron en 2017, surgió la idea de premiarnos conjuntamente con Monty Python, contemporáneos a nosotros, a quienes también admirábamos. Ninguno de los dos fueron estrictamente grupos de música-humor, pero es que no conozco otros que me gusten o no.
–En medio siglo, sé que no digo nada original, el mundo cambió mucho. La cultura cambió. El humor no es una excepción. ¿Cómo acompañaron ustedes esos cambios y particularmente las fuertes transformaciones de este siglo respecto de la tolerancia?
–Todos los que hemos vivido en estas últimas seis décadas tuvimos que reconsiderar nuestra mirada sobre qué es gracioso y qué no. O, expresándolo de modo menos conformista, tuvimos que sostener permanentemente una rápida comparación entre lo que nos parecía divertido y lo que resultaría aceptablemente gracioso a los interlocutores. Esto implicó un recorte de la espontaneidad. Y lo expreso así porque siento que la época actual ha impuesto una nueva sacralidad, un nuevo repertorio de significantes, de símbolos, de elencos de deidades, cuya sola mención implica riesgo de castigo, y por lo tanto conviene omitir cualquier alusión a ellas.
– ¿Eso lo ves como algo nuevo?
–Nada nuevo en la historia de la humanidad. ¿Quién, en la edad media podía burlarse de un rey? ¿Quién podía mencionar a Dios en vano? ¿O más extenso, quién podía burlarse de un concepto o un personaje sagrado, o blasfemar? El temor al castigo, el eterno en el infierno o el terrenal en la Inquisición, estaba en la mente de todos y a veces muy cerca. Hoy las formas del infierno son otras. Adoptan la apariencia de cancelaciones, de acosos, de denigración colectiva, persecuciones en redes, escraches, protestas de cierto público… No me atrevo a opinar sobre los más jóvenes, pero siento que los de mi generación y la de mis hijos mayores, mantienen códigos de humor resilientes que jamás practicarían fuera de su propio ámbito: aquello que se cree realmente pero que no está permitido expresar. Algo así como el eppur si muove de Galileo.
–¿Cómo juzgás hoy al Nueve de cámara y al Estudio Coral?
–Fueron mis dos grandes experiencias corales. A lo largo de diez años, el Nueve constituyó un ámbito de gran aprendizaje. Era un grupo tan joven como yo, musical, intenso y artístico, que me acompañó en unas cuantas búsquedas. Ha quedado un LP, que grabamos en 1972 y que por mucho tiempo tuve un poco a menos, algo así como un pecado juvenil. Hace poco volví a escucharlo (tiene un aire de culto para unos pocos fanáticos y alguien lo subió a la web) y me encantó protoescucharme. “Ah, ya en ese entonces hacía eso, ah, qué buena fue aquella idea, uy, cómo pude dejar eso”. Luego, en 1981 fundé el Estudio Coral de Buenos Aires. Con este grupo pasé cuatro décadas de intensa y muy apasionada inmersión en el repertorio coral más demandante, especialmente el del siglo XX. Nos dieron dos Konex de platino, y otro a mí como mejor director coral de la década.
–¿Volverías a dirigir un coro?
–Solo en caso de alguna invitación con garantías que nadie puede dar. Difícilmente encuentre un ámbito tan creativo, musical, cálido y de excelencia como el del Estudio Coral de su última década.
–¿Cuál es la obra coral que más te gustó dirigir?
–Hice muchas cosas con el Estudio que cabrían en esa respuesta. Toda mi carrera de director coral fue la persecución de obras deseables, ambiciones, la ñata contra el vidrio. Cada una fue un logro para mí y los locos que me acompañaron. De esa lista tengo dos o tres, temibles para los coros. El Deutsche Motette de R. Strauss (16 voces y 7 solistas), las Fantasías sobre Hölderlin de Ligeti, Figure Humaine de Poulenc.
–¿Cuál no dirigiste y te gustaría hacerlo?
–No tengo deudas; creo que hice todo lo que pude desear. Más, sería lujuria.
–¿La viola da gamba (ser gambista no es algo demasiado común), qué grado de importancia tuvo en tu vida?
–La tuvo, aunque no como yo había imaginado. Mi maestro, mi modelo a los diecisiete, era Hernández Larguía. Yo ya estaba estudiando dirección en La Plata, pero le había dicho que haría cualquier cosa por tocar en su Pro Música de Rosario. Entonces, un día me mandó una viola da gamba y un tratado en alemán sobre “cómo se usa”. Era algo así como las instrucciones del inflador chino. Pero todo era válido para tocar con Cristián. Me puse, estudié solo (no había gambistas en las proximidades) y al tiempo tocaba donde el grupo se presentara. Viajaba, a ensayos, a conciertos. De chiripa, como la viola vivía conmigo y siendo un instrumento tan típicamente barroco, empezaron a llamarme para tocar en grupos de Buenos Aires. Yo era malo, pero era el único. Así que encontré una rara fuente laboral.
–¿Qué música escuchás habitualmente?
–Confesaré. Pese a que con el Estudio Coral hice primordialmente siglo XX, hoy, para el sillón de jubilado me siento paradojalmente atraído por el siglo XIX, en especial los alemanes. Dentro de esa estética me relajo y disfruto más allá de toda especulación. Es lo conocido, lejos del impacto de la novedad. Empiezo en Beethoven, paso por Schubert, Schumann, Bruckner, Mahler y Strauss. No pretendo demostrar nada ni discutir esta selección, y creo que eso es, precisamente, lo que me da el mayor disfrute. También me refugio en la música de cámara de los siglos XIX-XX. Los cuartetos de Dvořák, los de Janacek, los últimos de Beethoven. Creo que los prefiero a la producción pianística de ese tiempo, sin quitarle mérito: valoro la falta de fuegos de artificio, son deleite puro sin admiración, sin vértigo.
–¿Compositor preferido, Richard Strauss?
–Sí. Lo he dicho otras veces y sé que puede resultar polémico, pero me pasa y me traspasa.
–Toda la vida fuiste un exquisito de la calidad del sonido. ¿En qué forma escuchás música hoy?
–En cualquiera. Ya se me pasó la fiebre de la alta fidelidad que vivimos desde los 60. Me importó, pero ya no me importa tanto. Salgo a caminar todos los días con música, con unos auriculares no especialmente exquisitos.
–Sabés, siempre me pregunté cómo de una madre escribana y un padre procurador no salió un abogado, sino un músico. ¿Cómo te lo explicás?
–Debo haber sido adoptado.
Fuente: La Nación