Eric Clapton, en el inicio de su show en Vélez. DIEGO SPIVACOW / AFV
Con puntualidad inglesa y un look “pampas chic”, Eric Clapton subió anoche, por cuarta vez, a un escenario argentino. El primer dato curioso fue su look. ¿Por qué? Porque el hombre suele no hacer diferencias entre un outfit de escenario y el de calle. Viste como cualquier mortal. Así se lo ve en sus conciertos europeos o en los Estados Unidos. Podría ser un músico legendario dispuesto a dar un recital de una hora y cincuenta minutos o el simple mortal que ingresa a un banco para hablar con un oficial de cuentas por un problema que tiene con su caja de ahorro en el homebanking. Camisa y saco, pantalón de jean y mocasines náuticos color beige. En otra situación habría pasado inadvertido entre la muchedumbre, o en la fila del cajero automático. Por supuesto que si alguien lo reconociera, podría hacerle una reverencia. Pero este caso fue diferente: Poncho, pañuelo al cuello, gorra visera y una sonrisa leve al escuchar la ovación del público, durante ese breve trayecto que caminó entre bambalinas y el micrófono. ¿Qué pasó con ese Clapton que salió de sus formalidades habituales? Que toco en Buenos Aires; digamos que fue eso, si acaso esto pueda servir a sus fans locales de la primera hora, como respuesta más o menos convincente.
Escena 1: Sin disfraz. Detrás del rock, que siempre ha mostrado actitud e imagen, hoy también hay paso del tiempo. Eric Clapton no es joven y el rock tampoco. Pero tiene a su favor el privilegio de la vigencia de lo clásico y las licencias para hacer lo que se le dé la gana. Lo que no ha perdido este eximio intérprete son las mañas. El primer tema que eligió para comenzar a pisar las cuerdas de su guitarra, en una noche con paradas en muchos clásicos, fue un hitazo bien poderoso, “Sunshine of your love is”. Con la dinámica sonora que va de menor a mayor, con una potencia final que es la que le permitió decir, sin palabras: Buenos, aquí estoy otra vez, con mis 79 años, en esta nueva visita a la Argentina.
Escena 2: Viajes en el tiempo. Desde ese momento comenzó a hilvanar un cancionero conciso, para estos tiempos que corren, cuando los shows de estadios no duran menos de dos horas y media o tres. Pero Clapton hizo una síntesis, con la fuerza de su historia. Ya habían pasado, como shows de apertura, las actuaciones de David Lebón y Gary Clark Jr. Desde las 21, Clapton fue saltando de esas piezas que llevan su firma hasta los títulos que tomó prestados hace treinta, cuarenta o sesenta años del cancionero de Robert Johnson, Jimmie Cox, Willie Dixon o su admirado J. J Cale, hasta hacerlos propios, con su tan personal estilo. Viajó en el tiempo, hacia finales de los sesenta, a sus años de Cream o al tiempo con Derek and The Dominos. Buscó algún as escondido en su manga que llevó la firma de Bo Didley. Y también regreso al presente, con un tema nuevo, “The Call”.
Su equilibrio entre el rock y el blues siempre fue la constante; y esa tan llamativa pasión por el blues que parece no tener documento de identidad cuando parte de voces como la suya (o la de John Mayall, pionero que falleció meses atrás, a los 90 años). De hecho, la banda con la que Clapton llegó a Buenos Aires tiene diferentes pasaportes. Solo una minoría son británicos. La mayor parte de sus músicos -incluido el célebre Nathan East, parado con su bajo a la izquierda de Clapton- son norteamericanos.
Escena 3: oficio del blusero El blues fue el signo que apareció de modo transversal durante todo el concierto. Los primeros hits, algunos acentos shuffle muy potentes, la performance de una banda a la que no se le pueden encontrar fisuras y que tiene a un líder que no acusa recibo de edad sino de trayectoria. La actuación tuvo un bloque central dedicado al momento acústico (o mejor dicho, al de la guitarra acústica de Clapton, que fue la encargada de guiar los climas en cada canción). Ese tramo comenzó con “Kind Hearted Woman Blues” y “Running On Faith”. Y tuvo trepadas y matices, con “Change the World”, el cadencioso “Nobody Knows You When You’re Down and Out”, “I Belive in life” y “Tears In Heaven” (con ciertos pulsos reggae), que lo devolvieron un rato después al formato eléctrico de su banda.
El siguiente bloque abrió con “Old Love” una joya con la que dio un poco de cátedra. Fue una clase de guitarra, desde el solo propiamente dicho, con sonido de overdrive clásico, hasta al típico juego de respuestas que se suelen hacer en el blues cuando la letra da mucho espacio para una interlocución entre voz e instrumento. Son los momentos que sirven para reflexionar y hasta divagar con los floreos de la guitarra. Fue una verdadera clase magistral sin artificios, por la simpleza extrema de recursos.
Escena 4: La retirada. El final del concierto fue algo así como un show de goles. “Crossroads” (adaptación del “Cross Road Blues” de Robert Johnson), el blues swingueado “Little Queen Of Spades” y “Cocaine” (con fragmento de “La cumparsita”, al piano). “Before You Accuse Me” fue el bis que eligió para decir adiós. Para muchos de los que estuvieron en Vélez anoche, este será el último show en la Argentina del señor del poncho. Porque, puestos a hacer cuentas, si fueron cuatro visitas en algo menos de cuarenta años, los promedios no dan para otro más. Aunque, por cierto, no hay nada matemático en esto. La gira que comenzó en junio en Newcastle, no fue presentada como su último tour. Pasó por el Royal Albert Hall; pasó por Francia. Tiene por delante conciertos en Brasil, México y ciudades de California. La ventaja de haber atravesado la experiencia, más allá de las estadísticas y de lo improbable de más conciertos por estas pampas es que siempre se podrá decir: “Yo estuve allí”.
Fuente: La Nación