Pipa, teclado y pantalla, un escritorio abarrotado y una foto de Carlos Gardel. Por la ventana se ven las copas de los árboles que le otorgan una atmósfera natural al primer piso ubicado en el corazón de Barrio Norte; un refugio.
Es el escondrijo de este prócer, que pronto cumplirá 90 años y es uno de los autores esenciales, necesarios, del teatro nacional. Nuestro fin de semana, La nona, Yepeto, Gris de ausencia, El viejo criado, Tute cabrero, Los compadritos y tantos títulos más llevan su firma. Clásicos que transformaron la escena local y que trascendieron fronteras para ser representados en buena parte del mundo. Allí está él. Roberto Cossa. “Tito”. El enorme dramaturgo integrante de esa generación amparada bajo el “nuevo realismo” que emergió a fines de la década del sesenta y se consolidó en la siguiente.
“Dos veces por semana viene una chica a leerme”, confiesa con su identitaria voz cascada y resignación, ante ese nuevo contexto que lejos está de escindirlo del aquí y ahora. Si la vista falla, el oído se mantiene siempre alerta con la radio encendida irradiando actualidad, “aunque ya no escribo”, reconoce. Su vasta obra habla por él. “Salgo una vez por semana para ir a Argentores o para las consultas con los médicos”, se entusiasma con lo primero y se encoge de hombros ante lo segundo.
Como un principiante, se muestra feliz ante la actual reposición de su pieza Ya nadie recuerda a Frédéric Chopin que se da los sábados en el Teatro La Máscara, con dirección de Norberto Gonzalo y un elenco integrado por Stella Matute, Amancay Espíndola, Claudio Pazos, Daniel Dibiase, Leonardo Odierna y Brenda Fabregat, todos nombres de muy probada trayectoria. “Es una buena versión”, reconoce.
-A esta altura de su vida, ¿cómo afronta un estreno? ¿Es distinto a lo que le sucedía cuando ofreció Los días de Julián Bisbal o La ñata contra el libro, algunos de sus primeros materiales?
-Hay algo que no es tan distinto, pero el mérito que siga viva una obra que escribí hace cuarenta años es de los actores y el director, porque no hay material, por mejor que sea, que resista una mala puesta. Me reconforta lo que está pasando, porque parece que el público, desde el punto de vista ideológico, la recibe como algo actual.
La memoria, sus límites y la poderosa irrupción de la fantasía. Vivos y muertos en el repaso de un ayer. Un universo posible con los aromas barriales de Villa del Parque para transitar recuerdos y reconstrucciones; tal el marco de Ya nadie recuerda a Frédéric Chopin, un material inoxidable, siempre vigente, como la pluma de su poeta. “La obra habla del fracaso de la utopía socialista”.
El texto lo estrenó el director Rubens Correa en el Teatro Planeta, en 1982, y, en 1998 se ofreció una versión en el Teatro Nacional Cervantes dirigida por Omar Grasso, con un elenco integrado por Roberto Carnaghi, Darío Grandinetti, Juana Hidalgo, María Ibarreta, Emilia Mazer y Pepe Novoa. Entre tanto, infinidad de compañías de teatro independiente han montado sus adaptaciones. “Está de vuelta; es gratificante porque la obra está viva, eso es bueno para uno”.
-¿Sigue escribiendo?
-Más que nada colaboro con editoriales políticas. Aparecen situaciones para la ficción, pero no estoy escribiendo teatro.
Su tiempo
Causalidades del destino, Roberto “Tito” Cossa celebra su cumpleaños el 30 de noviembre, coincidentemente con el Día Nacional del Teatro y el Día del Teatro Independiente. “Además, mi hijo Mariano, que también se dedica a esto, nació un 27 de marzo, Día Internacional del Teatro, estamos condenados”, redobla la apuesta el dramaturgo.
-¿Cómo espera sus 90 años? ¿Cómo vive este tiempo que le toca transitar?
-Se vive sabiendo que ya se pagó el último peaje.
-Una buena imagen para una obra suya.
-Vaya a saber qué queda todavía, pero uno sabe que ya tiene que ir haciendo las valijas. Estoy muy tranquilo, asistido por María, mi mujer; es notable como me ordena la vida. A esta altura del partido, uno repasa mucho su vida. ¿Quién no? Errores, aciertos, los buenos y malos momentos, la gente que lo rodeó.
Por la mañana toma su consabido café con leche, pero a la hora de la merienda, nada de liviandades: un buen whisky acompaña la escucha de radio. “Me crié con la radio, cuando era jovencito no había televisión, así que la radio y el cine eran incondicionales”.
Se lamenta, ya no solo por sus dificultades de visión, sino también por alguna molestia en su movilidad y lanza otra de esas reflexiones que abren todo un universo de pensamiento existencialista: “Si, cuando yo era joven, alguien me hubiese dicho que mi vida iba a terminar así de encerrada, creo que hubiese dicho que prefería suicidarme, pero, vos sabés que uno se resigna. No escucho la radio porque no tengo otra cosa que hacer, sino porque me gusta, lo paso y estoy muy bien, a pesar de mis achaques”.
-Con casi 90 años, ¿cómo da el debe y haber de la vida? ¿El balance es positivo?
-Sí, no tengo ningún arrepentimiento. Mi único arrepentimiento es no haber sido actor. Hice pequeños papeles, interpreté al viejo de En familia, de Florencio Sánchez.
-¿Por qué no siguió?
-Por timidez o miedo.
-Fue su primera vocación.
-Es que el teatro es eso, el teatro es el actor, los demás comemos en la cocina. Cuando uno escribe, es un proyecto para que otros lo lleven a la actuación en el escenario. Por eso es impactante ver cómo el teatro moderno ha aplastado al autor. En algún momento estaban Bertolt Brecht, Tennessee Williams, Arthur Miller, Eugene O´Neill, eso se acabó. Ahora el autor pasa a ser un integrante más del espectáculo.
-¿Para tanto?
-Ya no tiene el énfasis de antes cuando, en el día del estreno, la figura era el autor, pero tenemos una ventaja que es la reposición. Una novela buena, una vez que pasó su tiempo, ¿quién vuelve a releerla? En cambio, las obras de teatro vuelven, aunque puedan ser hechas de otras maneras. ¿Quién lee el Quijote? En cambio, hay cientos de versiones de obras de William Shakespeare en cartel, aunque, quizás él putearía con alguna de ellas.
-Ante la reposición de una obra suya, ¿qué no le perdona a un director?
–No le perdono que me cambie el estilo. Tampoco me gusta, aunque lo hacen con buena intención, cuando hay agregados que tergiversan o rompen el orden del cuento. Por eso, prefiero no ver las reposiciones. Por otra parte, mi recuerdo siempre estará en la versión del estreno. Para mí, la Nona será siempre Ulises Dumont. En París la hizo un actor ternado al Moliere, estaba muy bien, pero medía 1.80, no era la ratita chiquita que deambula por la casa.
-¿Cómo y por qué nació su vocación por la escritura?
-Un poco ante la falta de la actuación y por la necesidad de contar una historia. Evidentemente tenía una inclinación por el teatro.
-En la escuela primaria ya demostraba su aptitud para la escritura, pero lo terminaron echando.
-Así fue, por culpa de Chopin.
-Es que usted entreveró a Chopin con Juan Domingo Perón.
-Es que el 17 de octubre murió Chopin y asocié eso con el significado de la fecha para el peronismo. Era la época de Perón y me terminaron echando de la escuela. La verdad es que era muy tonto lo que escribí, una porquería. Yo se la había entregado a la profesora de música, ella fue quien se lo llevó al rector y el rector hizo lo suyo.
-En esta etapa de la vida, ¿cómo se mira el futuro?
–Quiero volver al siglo XX.
-¿Sí?
-Sí, las nuevas tecnologías me superaron, no me adapté, es un gran problema mío. Sólo se utilizar la computadora y el correo electrónico. Con la música, sigo tanguero y me gusta la clásica, no entro en este siglo, no hay caso. Además, me produce mucho miedo la inteligencia artificial. Me quedo con la radio y el teatro.
A cuatro manos
Cossa se lamenta por su limitación visual, lo cual lo alejó de su rol de espectador, aunque está muy al tanto de fenómenos actuales como el que generaron las dramaturgas María y Paula Marull con su pieza Lo que el río hace. “Me hablaron mucho de esa obra”. Y traza una similitud con sus propias experiencias escribiendo a “cuatro manos”, como cuando compartió pluma con Ricardo Halac, Carlos Somigliana o Mauricio Kartun.
-Es complejo crear texto de a dos, ¿o no tanto?
-Si hay acuerdos no es complejo, el problema es el estilo, pero no es tan difícil. Hay mucho teatro escrito así.
-Pensando en cuestiones de estilo, hace muchos años, siendo ellos muy jóvenes, los dramaturgos Jorge Leyes, Ignacio Apolo, Rafael Spregelburd y Javier Daulte, entre otros, se rebelaron ante los modos de su generación. Ese “enfrentamiento” los llevó a crear el grupo Caraja-jí. ¿Cómo recuerda aquello?
-Fue un mal manejo, ciertas torpezas. Con Bernardo Carey teníamos a cargo ese grupo para hacer una obra en el Teatro San Martín, pero no salió nada y ellos se enojaron, algo típico de lucha de generaciones. De todos modos, terminó todo bien, con Daulte tengo una excelente relación y con Spregelburd, a quien me cruzaba en Argentores, tampoco hay ningún problema.
-¿Cómo fue su paso de siete años como presidente de Argentores?
-Muy bien. En primer lugar, todo fue normal, no hubo ni auditorias ni protestas. Veníamos de un antecedente turbulento y el primero que lo calmó fue (Alberto) Migré. Cuando él ingresó se comenzó a ordenar la entidad, que estaba hecha una calamidad, y yo seguí esa línea de coherencia, tranquilidad y austeridad.
Forma parte de la Comisión de Cultura de Argentores y muy atento a lo que se organiza en ese plano, se entusiasma contando que “estamos organizando un ciclo de nuevas tecnologías para los autores jóvenes”.
Teatro y realidades
Roberto “Tito” Cossa fue uno de los dramaturgos que, en 1981, motorizó Teatro Abierto, aquella iniciativa que buscaba visibilizar, en tiempos de la dictadura, a la dramaturgia argentina. Gris de ausencia fue el primer texto que estrenó en ese contexto.
Alguna vez, el dramaturgo reconoció que la bomba que estalló a la semana del debut y destruyó el Teatro Picadero, donde se realizaba el ciclo, convirtió a sus hacedores en mártires. “Si no hubiese sucedido lo de la bomba, quizás pasaba más inadvertido, aunque, desde el primer ensayo con público la sala se llenó, había una necesidad notable, se habían vendido más de 8000 abonos. Tocamos una vena que la gente que iba al teatro estaba precisando. Sin embargo, en el teatro, aún ante un éxito, cuando algo se termina se transforma en un recuerdo, pero, como nos pusieron una bomba, todo cobró otra dimensión”.
-Es muy loable que Carlos Rottemberg y Guillermo Bredeston, en ese momento al frente del Tabarís, les ofrecieran llevar el ciclo a ese espacio de la Calle Corrientes vinculado a la picaresca y el teatro de revista.
-Lo apreció mucho a Rottemberg, es un empresario de obras comerciales, pero siempre ha sido muy coherente, generoso y solidario. Se ofrecieron varias salas para que lleváramos Teatro Abierto, la mayoría eran espacios independientes, pero Rottemberg se jugó.
-Fue interesante la trascendencia de hacerlo en pleno Centro porteño.
-Las filas arrancaban en el Tabarís, sobre la calle Corrientes, y terminaban en Lavalle. Fue una vidriera enorme.
-A pesar de la profunda crisis económica que atraviesa hoy el país, las salas de teatro, en general, ya sean del circuito empresarial, oficial o independiente, realizan funciones con una notable afluencia de espectadores.
-Es un fenómeno.
-¿A qué lo atribuye?
-Nuestro teatro independiente es un fenómeno mundial. Después de Londres y Nueva York, en términos teatrales, sigue Buenos Aires, donde se producen300 estrenos por año y el 80 por ciento se hace en salas pequeñas. Donde hay un garaje, se levanta un teatro. Es curioso, porque, ante una crisis económica, lo primero que la gente ajusta son sus salidas, el entretenimiento y el teatro, pero me dicen que las salas están llenas.
-¿Qué rol cumple el espectador?
-Es a quien uno se dirige. Es quien santifica o descalifica lo que uno hace.
-Usted mencionaba a nombres trascendentes de la dramaturgia universal, como O’Neill o Williams. ¿Es consciente de lo que su pluma significa para nuestro teatro y para la cultura nacional?
-Hasta cierto punto. Sé que la gente de teatro me respeta. Quizás, dentro de unos años, se sigan haciendo mis obras, ese sería mi mayor deseo.
Fuente: Pablo Mascareño, La Nación