“Todos los padres deberían leer esto”, publicó hace una semana Elon Musk en su cuenta oficial de X, su propia red social. Se refería al libro Bad Therapy (Mala Terapia), de la periodista norteamericana Abigail Shrier, que lleva la leyenda “¿Por qué los chicos no crecen?”. Se trata de una investigación que todavía no llegó al país, pero que promete tantos detractores como seguidores. ¿Por qué si esta generación recibió como ninguna otra ayuda psicológica es la que protagoniza la mayor crisis de salud mental de la historia? Y la respuesta de la autora, se podría sintetizar así: “nuestros hijos necesitan menos terapia y no más”. O con otra de sus afirmaciones: las terapias psicológicas y las técnicas de aprendizaje psicoemocional que adoptaron la mayoría de los colegios están generando un daño iatrogénico en los chicos. Y a su vez, llevaron a los padres, cultores del gentle parenting o crianza amable, a buscar el bienestar y la felicidad de sus hijos como valor máximo, centrándose en sus sentimientos y llevándolos a hacer un monitoreo constante de sus emociones, lo que redundaría, según la autora, en una mayor incidencia de angustias, depresión, y ansiedad, entre otros trastornos, incluyendo intentos de suicidio.
¿La cura es peor que la enfermedad? Shrier apunta que sí: dice que el aprendizaje socioemocional ganó la guerra cultural de la crianza. Se supone que permitiría darles recursos internos a los chicos para resolver los conflictos de manera saludable. “Pero pusimos en el centro las emociones, y no les enseñamos qué hacer con ellas”, apunta la autora. Las escuelas se convirtieron en clínicas de salud mental, casi grupos de autoayuda, dice.
Quienes critican la investigación del libro apuntan que la autora se basa en una idea algo trillada de terapia y que aporta una visión sesgada de los tratamientos, de quiénes los necesitan y de los efectos negativos o nulos que podrían tener. O que no se pregunta qué pasaría si esos adolescentes abandonaran sus tratamientos al leer su libro.
Hace tres años, Shrier se hizo conocida por un escribir otro libro, Un daño irreversible: La locura transgénero que seduce a nuestras hijas, que le valió una catarata de críticas que la convirtieron en la enemiga número uno de la paternidad progresista norteamericana. Abogada, con títulos de Columbia y Yale, Shrier denunciaba en su primer libro una “tendencia que presiona a las adolescentes a identificarse como transgénero”. Pese a las polémicas que generó, aquella investigación fue elegida “Mejor libro” del año por The Economist y por el Times de Londres.
En algún punto, el argumento de Shrier recuerda en el plano local al planteo de la vicepresidenta Victoria Villarruel, que proponía eliminar la ley de Educación Sexual Integral (ESI) por considerar que promovía el adoctrinamiento. En esa línea de pensamiento conservador se inscribe este nuevo libro, claro que escrito sobre una foto de la sociedad norteamericana y no argentina. Por eso, en muchos aspectos queda fuera de foco.
“Como los padres no saben cómo decir que no o cómo poner límites”, sostiene la autora, sus hijos se vuelven “cada vez más salvajes y fuera de control”, plantea con una prosa mordaz. Y dice que los padres de hoy le recuerdan a un hombre que quiso criar un tigre de bengala en un departamento en Harlem. Cuando ya no sabía cómo hacer, le arrojaba pollos por la ventana, al menos eso se imagina ella, como la única forma de “manejar su salvajismo”.
En el intento por llevar adelante una paternidad amable, políticamente correcta y socioemocionalmente responsable, argumenta, los adultos declinamos las funciones esenciales y en cambio adoptamos lenguajes propios del mundo terapéutico sin dimensionar sus implicancias. También intentamos monitorearlos con preguntas que indagan todo el tiempo su mundo emocional. “¿Cómo te sentís hoy? ¿Sos feliz? ¿Con qué color te identificarías hoy? ¿Crees que este va a ser un buen día o un mal día? ¿Cuándo fue la última vez que te sentiste desilusionado?”. Todas estas preguntas, no hacen otra cosa que “ponerlos en contacto con sus emociones negativas. ¿Quién podría contestar todo el tiempo que se siente feliz?”, dice.
¿Pensaste en quitarte la vida?
El disparador para escribir este libro llegó cuando llevó a su hijo a una guardia, después de un campamento porque le dolía el estómago. Tras revisarlo y descartar algo grave, le aplicaron un cuestionario de salud mental que, menciona, se realiza a los chicos mayores de ocho años en Estados Unidos: “¿Alguna vez pensaste en quitarte la vida? ¿Pensaste alguna vez que vos o tu familia estarían mejor si no existieras? ¿Intentaste autolesionarte?”, entre otras preguntas, siempre en torno del suicidio. Quedó escandalizada, más aún cuando se enteró que esas encuestas se las hacían a todos los chicos de esa edad.
Shrier se pregunta por qué hay tantos chicos que no quieren crecer, que no quieren sacar la licencia de conducir. O por qué el 52% de los chicos entre 18 y 25 años norteamericanos “todavía viven con sus padres” a pesar de tener empleo. La respuesta que ofrece es que crecer sería la cura para las angustias adolescentes. En cambio, señala, quedan atrapados en ese sentimiento de incapacidad que les “inculcaron” los padres, los terapeutas y los docentes.
“Cuando escuché las preguntas que le hacían a mi hijo, parecía que lo estaban impulsando a pensar en el suicidio. Ahí comprendí que la psicología estaba haciendo lo contrario a lo que recomendaba”, aclara. Y allí es donde se apalanca la idea del daño iatrogénico que las terapias podrían causar. Iatrogénesis es cuando la causa de una enfermedad, complicación o daño es producido por una intervención médica o de un especialista. El planteo resulta lineal, simplista, según los especialistas en crianza consultados, y no se sustenta en una investigación científica.
¿Por qué dice esto? Shrier asegura que los terapistas y el aprendizaje socioemocional los alientan a explorar las razones de su malestar. “Los adultos creen ser muy compasivos cuando hacen esas preguntas, pero les están haciendo un daño”, postula.
Las 3 D
La crianza amable”, dice Shrier, eliminó de la vida de los chicos las 3 D que necesitan para crecer sanos. Danger (peligro), discover (descubrir) y dirt (suciedad). “La forma de juego de los chicos cambió porque los estamos monitoreando todo el tiempo, escaneando su entorno y eliminando peligros. Como nunca los dejamos experimentar los límites, nunca saben cuáles son los suyos. Le tienen miedo a cosas que no deberían. Esa clase de juego, que permite la exploración, el descubrimiento, el abordaje del peligro y la toma de decisiones produce alegría y contentamiento a largo plazo”, detalla.
La autora también se mete con el uso de medicación. Dice que muchos padres recurren a terapias o a medicación porque, frente a la pérdida de autoridad, tiene miedo de crear un trauma emocional a sus hijos y acaban criando una generación sin reglas, dice. “Un chico sin reglas es más ansioso y más depresivo. Tenemos miedo a castigar por no estar ejerciendo una paternidad amable. Pero el dilema es que igual los padres siguen siendo responsables de controlar la conducta de sus hijos, no pueden abdicar. Entonces empiezan a medicarlos”, dispara. Y matiza: “No digo que en ningún caso sea necesario, pero debería ser el último recurso”.
No tenemos que diagnosticar y medicar todo, dice. “Nuestros hijos necesitan que les digamos ‘No tenés ninguna patología, todos somos distintos, estás bien’. Hoy los padres tienen tanto temor a no ser políticamente correctos, que ni siquiera les enseñan sus propios valores. Son tan respetuosos… pero sus hijos se van a encontrar con personas que no van a ser tan medidas”, advierte. “Los hijos necesitan padres que les digan ‘No tenés tal trauma, no sos pansexual, no es grave, levántate y seguí, vas a estar bien’. Estamos magnificando el monstruo debajo de la cama”, ahonda.
Terapeutas argentinos
“Todo el planteo de la autora es lineal. Hay un tema filosófico de fondo. En el siglo XX, después de las dos grandes guerras, empezó una filosofía de vida en Occidente que era disfrutar de la vida y hacerla más fácil”, apunta Eva Rotenberg, miembro de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA) y directora de la Escuela para Padres. “Se pensó que ser buenos padres era darles los gustos y que no sufrieran. Y se confundió con sobreprotección. También hubo un cambio en el lugar de la mujer, ya no nos ocupamos solo de los hijos. Y muchas veces se siente culpa porque los hijos están mucho tiempo solos, y se les traen cosas, ropa, objetos para compensar”, agrega.
“No coincido en el planteo de que las terapias causen un trauma. Pero rescato como disparador que es importante sostener los vínculos, que no se reemplazan con terapias. Que ser buenos padres no es darle todos los gustos, sino es acompañar, vincularse, ayudarlos a que puedan tolerar frustraciones. Los chicos hoy tienen un yo debilitado, porque se los ha tratado con sobreprotección, no confían en ellos mismos. El vínculo sano registra al hijo con sus fortalezas para desarrollarse, que pueda tolerar el no. Necesita desarrollar los recursos del yo, que es una fortaleza que les permite tomar decisiones”, describe Rotenberg.
“Es cierto que hay un alto nivel de ansiedad y depresión en los chicos, y más alta dedicación, búsqueda de fórmulas para generar bienestar. Pero creo que no se trata tanto de volver a tomar el mando como padres”, considera Marina Manzione, psicóloga especialista en niñez y adolescencia, que formó parte de Equipo Pionero, un grupo interdisciplinario que realizó un diagnóstico de la situación emocional de los adolescentes en San Isidro, durante la pandemia. “¿Qué hay que hacer para ser mejores padres? La respuesta está en el vínculo. Al menos en la Argentina todavía tenemos un largo camino por recorrer para entender el aprendizaje psicoemocional. No hay nada que impacte más en la vida de un chico como la incoherencia. No aprenden de lo que decimos, sino de lo que hacemos. No hace falta bombardearlos a preguntas. Necesitan que los adultos se involucren, no que tercericen. No está mal pedir ayuda, pero esa ayuda va a llegar dentro del vínculo. Hay padres que confían en que si hay algo grave el terapeuta se los va a informar. Tampoco tenemos que ser la madre o el padre perfectos, está bien equivocarnos. Porque aun en el error, los hijos entienden y valoran la coherencia cuando sus padres hacen algo porque los quieren y creyeron que era lo mejor”, expresa.
La psicoanalista Mónica Cruppi, también miembro de APA, difiere en los planteos de Shrier. “Es superficial”, cuestiona, aunque le parece clave algo que ve a diario en la clínica: la caída de la función parental. “¿Por qué si esta generación tiene más recursos los chicos están más ansiosos, angustiados y tienen más intentos de suicidio? Pero muchas veces son recursos materiales, no emocionales. Un chico necesita recursos psicoemocionales, que los padres los ayuden a desarrollar sus recursos internos. Esa función es indelegable. En cambio, hay padres sobreprotectores que hacen muchas cosas por sus hijos. Que procuran que sean felices todo el tiempo, los mantienen en un estadío de alegría artificial, que los va a llevar a sentirse deprimidos. Allí la función parental no se cumplió adecuadamente”, apunta.
“La paternidad amable puede ser un cambio de palabras, pero no ser una paternidad amorosa y producir trastornos. Respetar no es dejarlos hacer lo que quieran todo el tiempo, ponerles un límite también es tratarlos como sujetos de derechos”, añade Cruppi.
Sin referencias
“Estuve leyendo el libro y me encuentro con muchas afirmaciones que son dadas como verdad, pero en realidad son inferencias, sesgos y generalizaciones excesivas. La mayoría de las citas bibliográficas son libros de autoayuda. Hay muchas falacias e inferencias arbitrarias, basadas en su propia experiencia y no en datos o investigación comprobable”, señala Diego Maximiliano Herrera, licenciado en psicología (UBA) con posgrados en psicoterapia cognitivo-conductual, neuropsicología y director de equipo interdisciplinario cognitivo-comportamental.
“Lo más fuerte es que apunta que a la psicoterapia como una iatrogenia. No basa esta aseguración en una investigación. Es un libro de opinión, un puntapié para hablar de ciertos temas, como si tenemos que instaurar una crianza centrada en la felicidad o si eso significa ausencia de límites. Pero, como en un microscopio, el problema no es del instrumento que observa con mayor detalle lo que ve”, dice Herrera. “Hay modelos de terapia que responden mejor a la sociedad actual, pero la autora generaliza sobre modelos antiguos. Sí, estoy de acuerdo con que hay prácticas que pueden generar mayor malestar emocional, como las terapias que instan a la reflexión, pero no aportan herramientas para la acción”, afirma el especialista. “La autora dice que es muy grave medicar a un chico, porque se modifica químicamente el cerebro. Pero es desconocimiento: un abrazo modifica químicamente el cerebro, la terapia o la alimentación también. Encontrar una correlación no es una causalidad. Me da la sensación de que desconoce cómo es tener un hijo que tenga criterio de diagnóstico o desregulación emocional. Es muy cómodo hablar de la estadística de lo normal. La realidad es otra”, concluye Herrera.
Fuente: Evangelina Himitian, La Nación.