Pensándolo bien, las obras de Francisco Salamone tienen algún parecido con ciertos grandes decorados hollywoodenses, como los que los hermanos Taviani utilizaron en su recordada película Good Morning Babilonia. Grandes dimensiones, líneas rectas, osadías de diseño y un toque de modernidad anticuada: son edificios que esperan que algún cineasta los descubra para convertirlos en el decorado de alguna obra épica, ambientada en el pasado no tan lejano de la inmensa llanura pampeana.
Y si es en blanco y negro, mejor, porque son los colores que más realzan estas construcciones, cuyos volúmenes y formas parecen muy radicales, pero que mil matices de grises matizan con otras tantas sutilezas para quien se toma el tiempo de mirar con atención. No hay nada más parecido a una obra salamónica que otra, sea un palacio municipal o un matadero. Al mismo tiempo, no hay nada más diferente.
El meteórico arquitecto italiano dejó en la provincia de Buenos Aires una obra atrevida e insolente. Hoy todavía es muy difícil discernir el límite entre estos dos estados, que se confunden en las siluetas monumentales de palacios municipales, mataderos o portales de cementerios.
Aunque trabajó a lo largo de muchas décadas, los diseños por los cuales se lo recuerda se concentran solo en cuatro años (entre 1936 y 1940) y siempre dentro de los límites de la provincia de Buenos Aires. Es una obra de un modernismo que debe de haber parecido asombroso en esas pampas que no habían abordado todavía la madurez del siglo XX. Surgieron de la tierra, en pueblitos adormecidos que estaban a años luz de la soberbia Buenos Aires, ya consagrada como una de las capitales del vasto mundo.
Futurista, art déco y hasta brutalista: cada uno ve en estos edificios lo que quiere ver. Incluso están los que se anticipan a la historia y encuentran una inspiración peronista, fascista o estalinista. Quizás se podría ver ahí una fusión de Bauhaus, futurismo y art déco. También se podría hablar de disrupción, para utilizar otra palabra muy de nuestra época y transponerla “allá lejos y hace tiempo”. Pero en realidad, nada está dicho y las polémicas en torno de una obra tan singular probablemente perduren tanto como la pampa conserve esos edificios. Son alrededor de 60 y hay que buscarlos en más de una veintena de municipios bonaerenses.
Luego de décadas de abandono funcional, por falta de medios o falta de interés, nuevas generaciones de pobladores se las apropiaron, ayudados por el turismo que también las reivindicó. Desde hace cierto tiempo, la pampa salamónica recobra su esplendor y su orgullo. Está siendo restaurada, pintada y puesta en valor.
Y los pueblos que tienen la suerte de haber sido tocados por el rotring mágico del genial arquitecto ven cómo se convierten en incipientes destinos de miniturismo o de escapadas de fines de semana, sea Pellegrini, Guaminí, Azul, Laprida, Saldungaray y tantos otros. La ruta salomónica es larga y compleja y suma miles de kilómetros. Es difícil recorrerla toda, pero se puede tomar un atajo, para concentrarse sobre algunas de las construcciones más sobresalientes.
El palacio municipal de Pellegrini
Salamone es recordado por la obra que sembró en la provincia de Buenos Aires durante los cuatro años del gobierno del político conservador Manuel Fresco. Sus bocetos y su método constructivo on demand permitían combinar elementos para tener edificios siempre distintos, pero con las mismas bases. En Pellegrini, en los confines de la provincia y cerca de La Pampa, se levanta el más monumental de los palacios municipales bonaerenses. Y el mejor conservado también, gracias a una intensa labor de rescate que encabezaron Miriam Bonini y Joaquín Gastañaga, del equipo municipal.
El exterior del edificio luce la misma modernidad que tenía a fines de los años 30, gracias a una importante obra de restauración que concluyó en julio del año pasado. Su flecha de 34 metros le sigue ganando en altura al campanario vecino: la eterna rivalidad entre Peppone y Don Camilo. Las obras también devolvieron el aspecto interior que tenía la recepción y sus oficinas. Se conservaron varios muebles originales que llevan el sello del maestro, al igual que la sala del Concejo Deliberante, la joya escondida del edificio. También para ver: el matadero de Salliqueló, el de Tres Lomas y su plaza. En Pellegrini, al borde de la Ruta 5, el Vagón de los Emprendedores vende productos locales, desde indumentaria hasta dulces y chacinados. No hay que perderse el bife de chorizo del restaurante del Club Huracán, uno de los mejores de la provincia.
El portal del cementerio de Saldungaray
Francesco Salamone nació en Sicilia en 1897 y su familia emigró a la Argentina cuando era todavía muy niño. Estudió Arquitectura, para seguir los pasos paternos, e Ingeniería Civil en Córdoba, donde realizó sus primeras construcciones. Sin embargo, una de sus obras más llamativas está en otras serranías, a casi mil kilómetros de distancia. El portal del cementerio de Saldungaray, junto a Sierra de la Ventana, es sin duda una de las mayores sorpresas que uno se puede llevar al recorrer las inmensidades de la provincia de Buenos Aires. Una gigantesca cruz, dentro de un círculo monumental de hormigón, da la impresión de aplastar la puerta por donde los vivos entran al mundo de los muertos. En medio de este juego de perspectivas, la cabeza de un Cristo sufriendo agrega más dramatismo al conjunto. Puede haber portales más grandilocuentes en la producción salamónica, como los de Laprida y Azul, pero en Saldungaray se desprende un sentimiento muy particular, que insufla una delicadeza renacentista en el brutalismo.
Además de la “rueda” del cementerio, la Municipalidad de Saldungaray es obra de Salamone y la plaza conserva muchos elementos de su diseño. La otra gran atracción local es la réplica del Fortín Pavón, que fue construido sobre una antigua posta que funcionó en tiempos de Rosas.
La plaza de Alberti
Las construcciones de Salamone tenían como propósito marcar las mentes y dejar bien en claro que el Estado estaba omnipresente, por más lejos que estuviera Buenos Aires. En aquellas localidades donde todavía se conservaban recuerdos claros del tiempo del “desierto” y su conquista, esas construcciones eran más que símbolos: fueron un anclaje definitivo en el siglo XX. En Alberti se creó así una perspectiva completa, como las de las grandes ciudades, con la plaza, su monumento a la bandera y la municipalidad. Además, Alberti es una de las localidades donde se rescató y se puso en valor la obra del arquitecto.
El intendente local, Germán Lago, es muy accesible y suele recibir él mismo a los visitantes de paso interesados por la obra de Salamone, que incluye la fachada de una escuela y la morgue del cementerio.
El matadero de Carhué
Por grandes que sean las distancias, ninguna localidad debía quedar fuera del alcance de La Plata y del gobernador Manuel Fresco. Salamone viajó hasta la lejana Carhué, al borde de aquella laguna de aguas saladas a orillas de la cual la década siguiente iba a instalarse uno de los balnearios más populares del país. Villa Epecuén nació, brilló y se ahogó, como una auténtica Atlantis argentina. Con la bajada del nivel de las aguas de la laguna, las ruinas van quedando al descubierto y la desgracia sobrevenida en 1985 se convirtió en una atracción de dark tourism. Mientras tanto, en Carhué se generó parte del turismo termal que existió en otros tiempos y se lo combina con un recorrido salamónico que incluye un matadero, un crucifijo y el palacio municipal.
Pero es el primero que más llama la atención. Estuvo bajo el agua durante años y, como fue construido en pleno campo en medio de árboles, queda ahora en el centro de un bosque fantasmal. El paisaje es tan lúgubre como la ruina, que sorprendentemente es extremadamente fotogénica en negro y blanco. En las cercanías de Carhué, a orillas de la vecina Laguna del Monte, Guaminí es otra localidad salamónica, con un palacio municipal y un matadero.
La cruz de Laprida
Salamone nunca podría haber imaginado que se convertiría en el “padre” del turismo en la localidad de Laprida, más de 450 kilómetros al sur de Buenos Aires. En esta localidad el arquitecto dejó una de sus obras más completas. Entre 1936 y 1937 dibujó y supervisó la construcción de un palacio municipal, un matadero, un corralón, la puerta del cementerio y el edificio de una delegación (en el caserío de San Jorge).
La torre del municipio está abierta al público. Los visitantes deben estar dispuestos a subir 100 escalones, para llegar a 40 metros de altura y tener una soberbia vista sobre la ciudad y la inmensa pampa que la rodea. Pero la verdadera estrella local es la cruz, una de las más altas del continente. Los vecinos aman compararla con el gigantismo del Cristo del Corcovado en Río, aunque en realidad es el portal del cementerio. Mide 33 metros de alto y su Cristo –obra de Santiago Chierico– alcanza los 11 metros.
En Laprida funciona el Centro de Interpretación de la obra de Francisco Salamone. La localidad es, por lo tanto, una parada infaltable para cualquier itinerario salamónico.
Fuente: Pierre Dumas, La Nación.