El mar de hombres casi desnudos canta, forcejea, empuja y empella hacia el santuario. “¡Washoi! ¡Washoi!”, gritan: ¡vamos!, ¡vamos!.
Es una escena que apenas ha cambiado en los 1.250 años que lleva celebrándose el “Hadaka Matsuri”, o Festival del Desnudo, en el Santuario Konomiya, en el centro de Japón.
Pero este año hay un cambio, uno grande. Lejos de la multitud de hombres, otro grupo está a punto de convertirse en las primeras mujeres en participar. Y no es que no hubieran estado siempre allí.
“En el fondo, las mujeres siempre trabajaron muy duro para apoyar a los hombres en el festival”, explica Atsuko Tamakoshi, cuya familia participa en el festival de Konomiya desde hace generaciones.
Pero la idea de participar en el festival, en el que los hombres intentan ahuyentar a los espíritus malignos antes de rezar por la felicidad en el santuario, parece que nunca se había planteado antes.
Según Naruhito Tsunoda, nunca ha habido una prohibición. Simplemente, nadie lo había pedido nunca. Y cuando lo hicieron, la respuesta fue fácil.
“Creo que lo más importante es que sea un festival divertido para todos. Creo que Dios también estaría muy feliz por eso”, señaló a la agencia de noticias Reuters.
Sin embargo, no todos en la comunidad fueron tan complacientes. “Hubo muchas voces que estaban preocupadas (por nuestra participación), que decían: ‘¿qué hacen las mujeres en un festival de hombres?’, ‘este es un festival de hombres, es serio’”, explica Tamakoshi, una mujer de 56 años.
“Pero todas estábamos unidas en lo que queríamos hacer. Creíamos que Dios velaría por nosotras si éramos sinceras”. Las mujeres que esperan su turno están siendo de verdad sinceras. Lo que no están es desnudas.
Al contrario, muchas visten “abrigos happi” (unas túnicas largas de color púrpura) y pantalones cortos blancos -a diferencia de los taparrabos de los hombres- mientras llevan sus propias ofrendas de bambú.
No formarán parte del gran tumulto que acompaña la carrera de los hombres hacia el santuario, o la escalada de unos por encima de otros para tocar el “Shin Otoko”, o la “deidad masculina”, un hombre elegido por el santuario. Tocarlo, según la tradición, busca ahuyentar a los espíritus malignos.
Pero eso no resta importancia a este momento. “Siento que los tiempos finalmente han cambiado”, asegura Yumiko Fujie a la BBC. “Pero también siento la responsabilidad”.
Estas mujeres, sin embargo, no solo están rompiendo las barreras de género con su participación. También mantienen viva la tradición.
Esta semana, otro festival del desnudo que tiene lugar en el templo Kokuseki, en el norte de Japón, será el último que se celebrará. Sus organizadores aseguran que no hay suficientes jóvenes para que el festival continúe.
Japón tiene una de las poblaciones que envejece más rápidamente en el mundo. El año pasado, por primera vez, más de una de cada 10 personas tenía 80 años o más. Mientras tanto, su tasa de natalidad es de solo 1,3 por mujer, con solo 800.000 bebés nacidos el año pasado.
“Washoi Washoi”
Llegó el momento de que las mujeres se dirijan al santuario. Caminan en dos líneas paralelas y llevan largas varas de bambú envueltas en cintas rojas y blancas entrelazadas.
Atsuko Tamakoshi lidera el camino: sopla su silbato para iniciar el canto rítmico que han escuchado a los hombres durante décadas. “Washoi Washoi”, gritan las mujeres.
Las mujeres se concentran en los movimientos y la velocidad que han practicado durante semanas. Saben que tienen que hacerlo bien. Conscientes de que las miradas de los medios y de los espectadores están puestas en ellas, también sonríen entre nervios y emoción.
Hay gritos de apoyo de la multitud que observa, algunos gritan “¡gambatte!” o “¡sigan adelante!”, mientras superan las gélidas temperaturas. Entran al patio del santuario sintoísta de Konomiya y, al igual que los hombres, son rociadas con agua fría. Parece darles aún más energía.
Una vez aceptada su ofrenda, las mujeres finalizan la ceremonia con el tradicional saludo de dos reverencias, dos palmadas y una reverencia final. Y entonces, cala la magnitud del momento. Las mujeres estallan en vítores, saltan y se abrazan llorando. “¡Arigatogozaimasu! ¡Arigato!”, ¡Gracias! ¡Gracias!, se dicen entre sí y la multitud que ahora les aplaude.
“Se me saltaron las lágrimas”, reconoce Michiko Ikai. “No estaba segura de poder unirme, pero ahora tengo la sensación de haber logrado algo”. Cuando salen del santuario, las mujeres son abordadas por espectadores que quieren tomarse fotos con ellas y medios de comunicación que quieren entrevistarlas. Ellas están encantadas de hacerlo.
“Lo he logrado. Estoy muy feliz”, asegura Mineko Akahori a la BBC. “Estoy muy agradecida de haber podido participar como mujer por primera vez”. Su amiga y compañera de equipo Minako Ando añade que “ser la primera en hacer algo como esto es simplemente fantástico”.
“Los tiempos están cambiando”, afirma Hiromo Maeda. Su familia regenta una posada local que ha acogido a algunos de los asistentes masculinos al festival durante los últimos 30 años.
“Creo que nuestras oraciones y deseos son los mismos. No importa si es un hombre o una mujer. Nuestra pasión es la misma”. Para Atsuko Tamakoshi, que ha desempeñado un papel tan importante durante la jornada, llegó el momento de reflexionar sobre lo que consiguieron todas juntas. Está emocionada y aliviada.
“Mi marido siempre ha participado en este festival”, relata a la BBC. “Y siempre fui la espectadora. Ahora estoy llena de gratitud y felicidad”.
Fuente: La Nación