Fue a comienzos de este año que The New York Times definió a Mariana Enriquez como “una estrella de rock de la literatura”. Apreciación más que acertada si tenemos en cuenta el fanatismo que generan sus textos y la propia Enriquez, cuyo rostro aparece tatuado en la piel de sus lectores, dibujada, bocetada, pintada al óleo en obras que se nutren y se inspiran en el universo creado por la autora argentina, traducida a una veintena de idiomas y celebrada por su novela Nuestra parte de noche –ganadora del Premio Herralde de Anagrama al mejor libro del año en 2019– y finalista del Premio Booker Internacional en 2021, por la traducción al inglés de Los peligros de fumar en la cama. Esta devoción no está lejos de lo que ella misma siente por Nick Cave, por Suede, la banda oriunda de los suburbios de Londres [formada por Brett Anderson y Mat Osman] a la que rinde tributo en su último libro: Porque demasiado no es suficiente. Mi historia de amor con Suede (Montacerdos).
Mariana no le teme ni le pesa la palabra fan, al contrario, la realza, la reivindica, ya sea desde sus posteos en Instagram dedicados a su incondicional Nick Cave [Feliz cumpleaños hombre de mi vida, escucharte es como volver a mi casa verdadera, la que nunca tuve, escribió el 22 de septiembre], a su admirado Novak Djokovic, a sus actores de “la suerte” cuyas imágenes aparecen como cábalas en distintos momentos clave, como la presentación de un libro o las mismas elecciones. Heath Ledger, Caleb Landry Jones, Viggo Mortensen, Colin Farrell, Cillian Murphy y por supuesto, Suede, son de las figuritas repetidas en su red social.
En la tapa del libro se ve a una Mariana adolescente, sentada, el pelo largo suelto, con borcegos, un encendedor, una botella abierta, libros y una pila de CD. “Es una foto que ya circuló. No estaba segura de que fuera la tapa. El libro ya es bastante autorreferencial y no quería que quedara todo demasiado narciso –reconoce la escritora que está de gira por Europa con la presentación de las traducciones de sus diferentes novelas y cuentos–. Después dije que estaba bien”.
–El libro tiene una importante carga de intimidad. –No me da pudor que se sepan cosas. No tengo problemas en decir que me drogaba mucho… hay gente que tiene pudor con estas cuestiones. Mido bastante lo que expongo y lo que cuento en el libro no me importa compartirlo. Incluso me gusta. Sí hay cosas que mantengo en privado. ¿Por qué voy a tener problemas en decir que me drogaba o que no quería tener hijos? Lo privado, lo secreto pasa por otro lado. Sé hasta dónde contar. No es que este calculado, pero en un punto es lo que haces con la autoficción. Decidís cómo, por qué y qué contás. Acá quería explorar el fenómeno del fanatismo y exigía un ejemplo, y ese ejemplo era yo. No quería bajar una mirada desde el periodismo cultural, me parecía aburrido. Quería explorarlo con sinceridad. Hay un montón de gente que tiene una relación intensa con los artistas. No es un fenómeno pasivo, es totalmente físico, apasionado. Yo soy fan de muchas cosas.
–Mostrás esta relación intensa, esta conexión con el artista y su obra desde tu experiencia. De cómo una canción puede poner en palabras lo que uno siente en determinado momento, como el fragmento en el que narras el día que escuchaste “The Sounds of the Streets”, de Suede, en 1997 y te hizo llorar porque fue la única canción que te habló de lo que sentías al saber que no estabas embarazada. –Había alguien, en otro lado, cantando lo que estaba viviendo y eso es mágico. Fue una gran compañía. Viví un susto, tuve un atraso menstrual y pensé en cada desastre posible [En la muerte, en la adopción. Fue desesperante, triste y corto, narra]. Con “The Sounds of the Streets” recuerdo que me senté en el cordón de la vereda y lloré porque alguien me había entendido, sabían de ese sentimiento de duelo, sutil, pero que hablaba también de seguir [“Ella camina las calles del verano/ Dentro de ella no hay futuro/Camina para pasar el rato”, dice la letra]. Suede es la banda que me acompañó en distintos momentos, Mi vida estuvo relacionada con sus canciones. Son músicos de mi edad, que viven en otro continente, en otras circunstancias, pero que están en una sintonía, urbana y sentimental. Al comienzo, me cerraba estéticamente en su androginia, una identificación que no era tan idealizada y que me abrió el juego.
Tan fundamental es Suede en la vida de Mariana que The Blue Hour [el octavo álbum de estudio de la banda] fue esencial para Nuestra parte de noche.
La corregí escuchando tu disco –le contó a Brett en un show en París, en la Salle Pleyel; había conseguido un pase al backstage gracias a Osman, el bajista, con quien mantiene una relación “entre escritores”–. El miedo del padre, el hijo perdido, el terror a transmitir un trauma o la desdicha, todo eso me hicieron entender sobre qué estaba escribiendo, le dijo.
“El fan se apropia –reflexiona la escritora nacida en 1973–, traduce, hace algo propio con la obra. Uno interviene con el artista, toma algo del artista, está en completa entrega con el artista, pero a la vez hace algo, se afirma en algo”.
–A pesar de lo que decís y destacás, “el fan” suele ser una persona muy despreciada. –Y también un poco loca, pero eso no es algo malo. No es un acto pasivo donde uno solo recibe y es un tarado. Se vive con intensidad emocional.
–Vos bien decís que el fanatismo es algo muy antiguo, desde la época de los griegos. –Dionisio, el dios griego, tenía a sus fieles seguidoras, las ménades, que son las que matan a Orfeo. Cuando Franz Liszt tocaba el piano la gente enloquecía, se desmayaba, de ahí viene la Lisztomanía. Los medios de la época contaban lo que ocurría en sus shows. A Lord Byron se le tiraban encima, tenía que esconderse. Se juntaban en la puerta de la editorial para verlo, le mandaban cartas. Las mujeres le lanzaban la ropa interior, no sé cómo se sacaban las bombachas en esa época, era bastante complicado. Siempre hubo fans. La byronmania es una de las primeras expresiones de la cultura de la celebridad, de la cultura fangirl, con esto no excluyo a chicos ni a personas no binaria no trans, pero sí afirmo que este fenómeno nació con las mujeres.
–Hoy vos estás del otro lado. Tenés a tu legión de seguidores que incluyen hasta tus propios “ídolos” [Patti Smith, Alan Moore y el mismísimo Mat Osman, siguen y recomiendan la obra de Enriquez]. –Hubo una época en la que no me daba cuenta de esto. No lo sufro, lo paso bastante bien. Creo que fue después de que hicimos los teatros, fue ahí donde me sorprendió cierta masividad [No traigan flores se estrenó a sala llena en el Teatro Coliseo y en distintas ciudades del país. También presentó Mis extrañas compañías]. El espectáculo –hace referencia a No traigan flores– es muy sencillo, o sea, soy yo leyendo, el Mono [Horacio Hurtado] tocando y Alejandro [Bustos] haciendo dibujos con arena. Lo que quiero decir es que es una lectura decorada. Qué tanta gente quisiera ver eso, me pareció muy llamativo.
–Lo que quieren es verte y escucharte. –Sí, ahí es cuando me di cuenta de que me querían ver a mí. No es que me ponga a bailar can can en el escenario. Leo textos. Es un espectáculo en el que se cobra entrada porque trabajo con otra gente. Digo, pagar para ver y escuchar a un escritor, por dos horas, leyendo textos que están publicados… Sale re lindo, lo pasamos bien. El 14 de diciembre vuelvo a presentarlo en el Coliseo, con cosas nuevas, inéditas.
–En tu obra, en general, hay referencias al “ser fan”. Pienso en tus novelas Éste es el mar, Nuestra parte de noche; en cuentos como “Carne”, y en la dedicatoria de tu primer libro, Bajar es lo peor, a Ian Astbury [líder de The Cult]. En Porque demasiado no es suficiente volvés a mencionar a Astbury, esta vez para contar lo que viviste como periodista de rock y seguidora de la banda. –Es que el periodismo de rock, la crítica, siempre se puso a observar desde un lugar súper técnico, como si fuera un taller mecánico, negando la parte sentimental, como si sólo interesara el estudio, la consola, lo técnico. Las veces que escribí en ese espacio intenté alejarme de lo mecánico para hacerlo más vivencial, visceral, mirar el fenómeno, porque todo eso también es parte de la música. Si sólo te quedás con lo mecánico hay algo que estás negando. ¡Lo amo!, dijo Mariana cuando se enteró de que The Cult, una de las bandas que marcó su adolescencia, venía a tocar a la Argentina. No ocultó su sorpresa, su alegría, su amor ante otro periodista. Él, con una superioridad moral que hasta el día hoy me sigue provocando ganas de romperle la nariz de una patada voladora, me dijo: ‘No es sólo una cara bonita, es un gran cantante’. Y me hizo callar. Yo me callé, como una tonta y él murmuró que era una histérica.
–El fanatismo es menospreciado y pareciera ser sólo cosa de chicas. –Lo que las mujeres sienten por la música fue trivializado. Hay una cuestión muy patriarcal y no es que quiera caer en algo simplista. Pero está esa cuestión histórica que dice que los hombres escriben desde la razón, que no se dejan influenciar por el sentimentalismo. Me interesa muchísimo este tema, es un fenómeno social que está estudiado desde una perspectiva negativa o con miradas segmentadas. Por un lado, las histéricas; por el otro, los hinchas de fútbol, a los que sí se les permiten llorar y gritar. Hay cierto rechazo y una mirada burlona a lo emotivo, sentimental y melodramático que tiene el fanatismo, y eso me atrae. Como me atrae el terror, el fandom [identidad comunitaria, devota a un artista], que son vistos como géneros menores. A las chicas del rock, además, por mucho tiempo se las puso en el lugar de groupie. A Marianne Faithfull, que es una gran artista la siguen recordando como la novia de Mick Jagger. Es misoginia. Lo que digo es: ser groupie no es un problema, vos podés tener sexo con quien quieras, el problema es que esa misma cultura hizo que, en muchos casos, los pibes creyeran que tenían la libertad de faltarles el respeto a esas chicas, a las fanáticas, tratarlas como cuerpos disponibles, cuerpos de los que se podía abusar.
Ver el show de los Backstreet Boys en la cancha de Boca, no me entusiasmaba, pero resultó ser una revelación. Ese día los Backstreet estuvieron horribles. Pero pasó una cosa medio monstruosa, en un momento sentí miedo porque las chicas gritaban todo el tiempo, sin parar, un sonido continuo, atronador. Esos cinco allá arriba eran dioses. Y las chicas estaban recreando un ritual, que lo vienen haciendo desde la época de los griegos.
–Desde que juntas seguían por las colinas a Dionisio, decís en el libro. –Con el show de los Backstreet entendí lo estúpido que es despreciar a las fans. También es cierto que el pop nunca le interesó al periodista de rock y eso va más allá de los Backstreet, que a mí no me gustan. Tardó mucho en ser tomado “en serio”. Fueron muy pocas las veces que leí una reseña seria de un disco de Madonna, de Britney o de Taylor Swift. Recién ahora le dan bola a Taylor porque están obligados a hacerlo. Es la mujer más famosa del mundo e intentan explicar un fenómeno sin escuchar las canciones, que son buenísimas. Y esto pasa no sólo porque es una chica, sino porque las fans son chicas y gays. Pasa hasta con Billie Eilish, vos lees una nota sobre ella y te aclaran que es ‘buena también’. ¿Eso lo dirían con un varón? Hubo una época en la que ni a Bowie le daban bola, muy, demasiado andrógino. De la primera banda de la que fui fan fue de Duran Duran. Ellos [el quinteto británico] apostaban por los jóvenes, los adolescentes. Son buenísimos [agrega ante el entusiasmo confeso de quien escribe], no se trata de un grupo complejo, tiene canciones más triviales, con su propio universo y eran lindos, ¡qué problemón! Les gustaba a las chicas. John Taylor, el bajista, es uno de los hombres más lindos del mundo. Sí, eran lindos de una manera que resultaba amenazante para toda esa estructura. Guapos andróginos, no eran como Pappo. Hay algo de esa estética que rápidamente es despreciada. Como así también la frivolidad, que tiene mala fama.
–Resulta fascinante leer ahora en este contexto “Las Ménades”, el cuento de Julio Cortázar [incluido en Final de juego] al que hacés referencia y destacás algunos pasajes. –El narrador, que claramente es Cortázar, desprecia toda esa cuestión de las fans y le da al cuento un tono de terror, que es un poco condenatorio. Está el artista que cae en un tema peligroso como el fan service y ellas, que se ponen histéricas, llevan la situación hasta lo más extremo, a algo sobrenatural. Al tipo, al maestro, al artista se lo devoran en el escenario. Cortázar elige un personaje que sanciona al otro, que le dice a esta gente que está mal lo que les gusta, pero a ellos no les importa lo que él diga porque se lo van a comer igual y van a sentir placer, cosa que él no. No llega al placer. Cortázar escribió una fanfiction. Pensalo. “El perseguidor” [cuento que forma parte de Las armas secretas] es una fanfiction. Julio Cortázar imagina la vida de Charlie Parker. Es lo que hacen las pibas cuando agarran a Harry Styles y cuentan que le dio asma en el escenario y que lo tienen que internar… Doy un ejemplo más berreta, pero es lo mismo, es tomar a un personaje, un ídolo, e imaginar. Incluso Cortázar comete algunos “errores”, entre comillas. En el cuento, a Parker lo hace fumar marihuana, en lugar de decir que se picaba con heroína. Hay ciertas cosas inocentes, naifs y me parece delicioso. Cortázar adoraba a Charlie Parker y hace que se descontrole por fumar unos porros.
–Hablando de cuentos, ¿estás por terminar de armar un volumen? –En estos días mandé el orden. Estoy con los últimos detalles. Ya está la tapa, va a salir publicado en los primeros meses del año que viene. Eso ya es algo que va a manejar la editorial. Depende también de lo que pase en Argentina, esa es otra cuestión. Quiero que sea un lanzamiento conjunto, no que salga primero en España [lo va a editar Anagrama] y después en Argentina. Hay que ver cómo vamos a estar dentro de seis meses, sobre todo con el tema del dinero, porque no sabemos cuánto puede salir un libro, es agotador. Estando acá, en España [la entrevista se realizó días antes de las elecciones de las Paso, por Zoom] me veo obligada a explicarle a la gente que este tipo de caos, el que atravesamos, no es el primero, que ya lo vivimos. Cada vez es más agotador, quizá porque una ya es más vieja. Cuando digo que hay que esperar a ver qué pasa después de las elecciones, por la salida del libro se preguntan cuánto puede cambiar eso. Todo, les digo. ‘Acá la crisis es una cosa. Para nosotros hablar de crisis es la desintegración del cotidiano’. Por eso, a veces la vida imaginaria te ayuda mucho con esa desintegración. Claro, que en momentos de crisis se habla de lo necesario, de lo básico, de lo útil. Los libros no parecieran ser necesarios. Pero, para no convertirte en una especie de zombie, amargado, que odia absolutamente a todo el mundo, los libros están buenos…
–Fue en tiempos de crisis, la de 2001, cuando explotó todo y vos decidiste apostar por el “placer”. –Gasté mis ahorros y me fui a ver a Manic Street Preachers a Cuba. El fandom estaba dividido, se discutía sí la banda debía tocar o no para Fidel Castro. Viajar fue una de las decisiones que tome como fan. Tocaban por primera vez en Cuba. No lo pensé dos veces, saqué el pasaje y lo viví. Después cuando volví todo era una locura, el Corralito, a mí no me afectaba, me lo había gastado todo. La pasé mal como todo el mundo, pero lo de Cuba no me lo olvido más. Por eso me enoja… Hace poco un taxista estaba escuchando una radio, no me acuerdo cuál, donde criticaban a los chicos, las pibas, las swifties [nombre con el que se conoce a las fanáticas de Taylor Swift] que estaban acampando, “que vayan a trabajar…”, decían. ¿Trabajar? Tienen 15, son menores, es Argentina 2023, dejen que sean felices, no pasa nada, no van a perder el año en la escuela. Con suerte van a tener escuela el año que viene. No podemos parar de censurar la felicidad del otro. ¿Por qué molesta? ¿Qué te jode de que pongan una carpa? Se cuidan entre ellas, disfrutan, son felices. No soportan ver la felicidad del otro, siempre se está viendo lo peor del otro. Es insoportable, ese imponer castigo al placer.
–Volviendo a los cuentos que vas a publicar el año próximo. ¿Los escribiste este último tiempo? –La mayoría los escribí el verano pasado, en esos días de calor en los que se cortaba la luz. Todo era un infierno, me encerré a escribir y salieron los cuentos. Hay uno o dos, nada más, que son anteriores. Los otros son todos nuevos, escritos en pleno infierno en Buenos Aires.
–¿Estás trabajando en una novela sobre fantasmas? –Yo digo de fantasmas para no contar demasiado porque sino te condicionás a escribir sobre lo que dijiste. Claramente hay fantasmas, ese lugar donde están los huesos. Tiene esa parte metafórica, como Nuestra parte de noche, con el ocultismo y la herencia. En esta novela, el fantasma es un bicho más popular, no es una cosa tan de sectas, sino más abierto, algo que le pasa a mucha gente, no es un poder concentrado… Es como una especie de maldición dispersa, por decirlo de alguna manera. Lo fantasmagórico se repite, me recuerda a muchas situaciones traumáticas.
–En un párrafo de Porque demasiado no es suficiente decís: A mí, que amo a Nick Cave y escuché cientos de canciones sobre violencia sexual y masculinidad bruta y asesinatos de mujeres no me espanta en absoluto, pero hay fans a los que les “cuesta”. Con este fragmento, claramente, tomás una posición cuando se pregunta si es posible separar la obra del autor. –Es imposible. Cuando hay un dilema así, del tipo ideológico, ético, trato de pensar operativamente. Digo, ¿cómo hacemos esto? Agarro un libro y antes de empezar a leerlo entro a Google a ver los antecedentes penales del señor o la señora en cuestión. ¿Y qué hago si en ese momento no están los antecedentes? Leí el libro, me gustó, pero después de tres años aparecen esos datos que no estaban o no se conocían. ¿Tiro el libro? ¿Me castigo por haberlo leído? No entiendo cómo se hace. Con un músico, al que se lo denuncia, ¿espero a que salga el veredicto para escucharlo o dejar de escucharlo? Las personas convivimos con dilemas éticos, con conductas sancionables, todo el mundo tiene una parte oscura, algunos más que otros. Pero pensar que sólo tenés que consumir el arte hecho por almas bellas no es razonable. No es creíble. No existe nadie con un alma bella, por supuesto que hay una distancia entre un asesino serial y una persona que le pega tres gritos a sus hijos. ¿Dónde se traza el límite? Hay un caso, por ejemplo, que ocurrió hace poco, el de Flannery O’Connor, una escritora muy amada, leída por las feministas, reconocida. Después de mucho tiempo aparecieron unas cartas que estaban guardadas, donde ella, muy libremente, hablaba de su racismo. Era una señora sureña racista. ¿Qué hacemos con Flannery O’Connor? ¿La dejamos de leer? ¿Qué hacemos con todo lo que dijimos de ella en los talleres literarios, donde la leímos y aprendimos a escribir como Flannery? ¿Qué hacemos con las discusiones donde planteamos si Flannery era mejor que Faulkner? Lo que ahora sí sabemos es que Faulkner era menos racista que O’Connor.
–¿A vos qué te pasa con esto? –A mí me gusta saber que Flannery era racista, me ayuda a leer su literatura con otra luz. Era una mujer de su época y era una mujer brillante. No hay que pretender que uno conoce totalmente a alguien. Vos no sabés el infierno que tiene el otro en la cabeza, lo que está pensando de verdad. Yo, ahora, que estoy en esta casa, en Costa Brava, haciendo mi primera residencia como escritora me lo pregunto. Acá, en esta casa Truman Capote corrigió A sangre fría [mueve la computadora para mostrar algo del lugar]. Leila Guerriero escribió sobre su estadía [el texto se llama La dificultad del fantasma] porque no sólo estaba tratando de terminar el libro. Hay un dilema ético, él sabía cuál era el mejor final para su libro: que los mataran. Truman había hecho amistad con uno de ellos [Perry Smith], algo más que amistad, no sé si enamoramiento, pero sí, una atracción. El dilema de Truman en esta casa era justamente saber que el mejor final para su libro era que los matasen, que los condenaran a la pena de muerte y uno de los que iba a morir era su amigo que, en otras circunstancias, podría haber sido su amante. El señor estaba entre estas cuatro paredes esperando terminar su obra. Truman no hizo nada. Ellos mataron gente [Perry y Richard Hickock masacraron a la familia Clutter en una tranquila granja de un pueblo perdido en los Estados Unidos] y el Estado los mato a ellos. Pero lo de Capote fue profundamente perverso, desear que los tipos mueran para que su libro fuera un gran libro, un éxito editorial. Y así fue. En este paisaje maravilloso, de la Costa Brava, con el azul del Mediterráneo, Capote estaba perdiendo su alma, básicamente por un libro. ¿Valió la pena? Es A sangre fría, una de las obras que dio origen al periodismo moderno.
Capote pagó las lápidas de ambos –cuenta Guerriero en La dificultad del fantasma–. El 19 de abril de 1965 le escribió a Cecil Beaton (su amigo): “el caso está cerrado (…) mi libro saldrá el próximo enero. Perry y Dick fueron ejecutados el martes pasado. Lo presencié porque así lo quisieron ellos. Fue una experiencia horrible. Es algo de lo que nunca me recuperaré (…) Bendito sea Dios. Pero me parecía increíble verme tan de repente libre (relativamente) de años y años de tensión y desgaste. De momento sólo me siento vaciado. Pero agradecido.
“La esencia misma del arte tiene un porcentaje de oscuridad –reconoce Enriquez– y el límite, por supuesto, lo puede poner cada uno. No vas a encontrar a casi a nadie que llene esos estándares puritanos de comportamiento. El artista deja una obra.
Fuente: La Nación