Escribir un silencio, el nuevo libro de la exitosa escritora argentina Claudia Piñeiro, saldrá a la venta en librerías y portales digitales el 1 de noviembre. Pero para los y las fanáticas de la autora de libros como Catedrales, Tuya y Las viudas de los jueves, Infobae Leamos les trae un adelanto exclusivo de este título, que se distingue de todo el resto de su obra.T
Este es el primer libro de no ficción publicado por Piñeiro, en el que reúne textos personales, familiares, de infancia y de amigos, así como capítulos dedicados a la escritura a la lectura y, además, a los discursos que la autora dio en ferias, festivales, universidades y en el Congreso de la Nación.
Editado por Alfaguara, Escribir un silencio invita a lectoras y lectoras a adentrarse en la otra cara de la escritura de Piñeiro, una en la que coexisten su intimidad y su compromiso con la realidad.
En el texto compartido a continuación, Piñeiro explica cómo pasó de ser contadora a una de las escritoras argentinas más leídas. “Todo empezó por temor a que mis palabras hicieran daño”, escribe después de contar su primera experiencia con la terapia, en la que un silencio que parecía no llevar a ningún lado la llevó a la escritura.
Así empieza “Escribir un silencio”, de Claudia Piñeiro
Sospecho que lo que escribo nace del silencio. Porque así fue desde mi niñez, del silencio a la escritura. De la re sistencia a hablar, al placer de construir un texto. Ese proceso recién se hizo consciente cuando empecé mi análisis a los 23 años. Harta de verme en estado deplorable sin motivo aparente, una compañera de trabajo me puso en la mano el número de teléfono de la analista de una amiga de una amiga a la que yo no conocía. Y si el refrán popular pregona que los amigos de nuestros amigos son nuestros amigos, por qué, presa de un estado deplorable, no iba a aceptar la propiedad transitiva en el caso de un terapeuta. Por suerte la cosa salió bastante bien, o eso creo.
Lo de “sin motivo aparente”, visto con la perspectiva de los años que pasaron, resulta banal y apresurado: motivos sobraban. Pero en aquel entonces, esos muchos motivos estaban mezclados, anudados, entreverados. Algo que me recuerda mucho a la imagen disparadora con la que empiezo a escribir una novela: todo está allí, en ese origen, pero cuesta entenderlo, como una maneja de lana enredada que hay que desanudar para luego ovillar. Claro que los tiempos de escritura de una novela y los del análisis son otros y de distinto precio, así que enfrentada a la situación de tener que decirle a mi analista por qué estaba sentada delante de ella armé un argumento coherente, la supuesta razón que me llevaba a aquella primera consulta: “Vengo porque le tengo miedo a mis palabras”. Un argumento no sólo abstracto sino pretencioso, pero que no dejaba de ser sincero y que, con el tiempo, cobró otros sentidos.
Pretencioso o no, ese asunto me estaba trayendo algunos inconvenientes. Funcionaba así: ante cualquier circunstancia yo podía responder con astucia e ironía, asertivamente, pero detrás de lo dicho se percibía cierta agresividad.
Luego de una discusión de cualquier tipo, mi propia queja nunca era “por qué no le habré dicho tal o cual cosa”, sino, “por qué no me habré callado a tiempo”. Para mí, la palabra era (es) un arma siempre lista, y si pasaba un límite, que no podía ver hasta después de haber hablado, el otro salía lastimado. Yo también. Así empezó todo: por temor a que mis palabras hicieran daño. Y ese temor no me conducía a otra manera de decir, sino al silencio. Así fue que, coherente con el motivo que me había llevado a terapia, mis primeras sesiones fueron de silencio absoluto. No recuerdo cuánto duró el período de “análisis silencioso”, pero sí que fue largo y penoso. El silencio no siempre es un refugio agradable.
Una vez por semana, entraba al consultorio de mi analista y después de decir: “Hola, buenos días”, podía pasarme la sesión entera sin emitir un solo sonido. Tocaba los distintos objetos que ella tenía sobre su escritorio y los examinaba de frente, de costado, arriba, abajo: un sapo verde de madera, una caja con caramelos, un paquete de pañuelos de papel. Al principio me incomodaba por la persona que tenía delante —mi analista—, pensaba que si yo no le hablaba se sentiría mal, me compadecía de esa mujer que había elegido una profesión que la obligaba a estar cincuenta minutos frente a otra mujer callada.
Unas semanas después, empecé a incomodarme por mí misma, a hacer cuentas multiplicando las horas que yo pasaba allí por sus honorarios, y el resultado aumentaba mi molestia: era muy caro el valor que pagaba por no decir una palabra. Pero nada podía hacer por el momento más que seguir callada, como si una hermética mordaza de metal sellara mis mandíbulas al estilo Leonardo DiCaprio en El hombre de la máscara de hierro.
Con el tiempo, la cosa fue evolucionando. Mis sesiones de silencio seguían imperturbables pero yo ya no sentía pena o incomodidad o molestia ni por mi analista ni por mí, sino todo lo contrario. Habíamos pasado a otra etapa, la del brutal enojo. Lo nuestro era ahora un combate que se sostenía en la espera de la palabra, un duelo donde se medían fuerzas. La compasión y la culpa de las primeras sesiones se habían trasformado en bronca, casi odio. Si mi analista me hubiera obligado a hablar en aquel momento me habría levantado y no habría vuelto nunca más. Mi objetivo no era hablar, todavía, sino resistir en silencio. La frase que venía a mi cabeza era: “Sé que estás esperando que hable, turra, pero mejor que esperes sentada”. Debía haber empezado lo que ellos —los psi— llaman transferencia.
Por fin, de aquel silencio salí, aunque no hablando sino escribiendo. Lo que recuerdo de la etapa que siguió fue que un día, harta de permanecer callada, empecé a llevar un texto literario que yo intentaba producir en el tiempo que me dejaba libre un trabajo agotador como economista, de bastante más de ocho horas diarias. Cada sesión compartía con ella un capítulo. Después del “buenos días”, ahora me sentaba y leía. No hablaba, leía. Pedí una licencia en mi trabajo para escribir, y esos textos primitivos se convirtieron en una novela que presenté en el concurso La sonrisa vertical, de Tusquets. Suerte de principiante, mi borrador fue uno de los diez finalistas de ese año, un hecho que reconozco fundacional en el camino que recorrí hasta convertirme en escritora, porque fue la primera vez que un espejo externo me devolvió una imagen que decía que si me esforzaba, si seguía leyendo, si intentaba formarme en literatura, tal vez, algún día sería escritora.
Pero más importante aún que esa revelación fue el hecho de que esa novela trazó el camino del silencio a la palabra escrita, escribí para contar una historia. No se trataba de ir a leer un diario íntimo sino ficción, un trabajo de escritura que no intentaba ser catártico sino al que le estaba poniendo todo el esfuerzo posible para que fuera literatura. En aquellas sesiones no leía mi vida, leía la de otra mujer a la que la atravesaba un dolor y un enojo que yo conocía muy bien. Una mujer inventada, una historia inventada, unas circunstancias inventadas, pero un dolor propio, un sentimiento que no me era ajeno. Mientras yo leía, mi analista me miraba imperturbable; o eso supongo, porque yo no la miraba a ella sino a la hoja llena de palabras que tenía frente a mí. Recién después de escribir y leer en sesión aquella primera novela, pude empezar a hablar.
El tema del silencio y las palabras me persigue desde entonces. Pero sé que me ha perseguido desde mucho antes, sin que lo tuviera consciente. A lo largo de los años, el silencio se instaló en muchos otros períodos de mi análisis, pero sólo por momentos breves, como un recuerdo de aquel tiempo en el que creía que las palabras pronunciadas sin control podían ser un arma que lastimara. Por fin, pude encontrarles otro destino. La escritura me ayudó a salir del silencio sin correr el riesgo de la palabra pronunciada, de lo dicho sin control. Y, mejor aún, sin asumir los riesgos del silencio. También se paga un precio por el silencio. Lo que no se debe, no se puede o no se quiere decir, se esconde en una zona oscura, indeterminada, donde poco a poco se hace callo. Y el callo crece hasta convertirse en un volcán que un día, irremediablemente, entra en erupción.
Escribo para encontrar palabras que cuenten esos silencios, silencios anteriores, los que duelen, los que pueden convertirse en volcán. Escribo las historias que se esconden debajo de él.
Quién es Claudia Piñeiro
♦ Nació en Burzaco, Argentina, en 1960.
♦ Es escritora, guionista de televisión, dramaturga y contadora.
♦ Escribió libros como Tuya, Las viudas de los jueves, Catedrales y El tiempo de las moscas.
♦ Recibió galardones como el Premio Clarín y el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, y fue declarada Ciudadana ilustre de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Fuente: Infobae