«Bandera», obra de Sergio Avello en «Conjeturas. Explorando el arte hoy» en Fundación Proa (Foto: Eliana Obregón/Télam S. E.)
Los colores de la bandera argentina iluminan intermitentemente la primera sala de Fundación Proa. Bandera –así se llama la obra– de Sergio Avello (Mar del Plata, 1964-2010), compone el símbolo patrio en tubos de neón celestes y blancos que no terminan de iluminarse ni de oscurecerse, emulando el funcionamiento defectuoso de los carteles luminosos. Así empieza Conjeturas. Explorando el arte hoy.
Adriana Rosenberg, que preside la Fundación y fue curadora de la Bienal de Porto Alegre de 2003, donde la obra se expuso por primera vez, comenta que “los tubos fluorescentes blancos y celestes… sintetizan visual y magistralmente la impotencia, los ciclos de ‘encendido y apagado’ que vive nuestro país” y destaca que, veinte años más tarde, no ha perdido su vigencia aunque, por aquel entonces, hacía alusión a la crisis social y económica de 2001.
Hoy, mientras la noción de incerteza sobrevuela los análisis de la actualidad, Conjeturas, con curaduría del historiador del arte Rodrigo Alonso, traza un recorrido por 29 obras de quince artistas contemporáneos de nuestro país. La muestra coincide con dos eventos de relevancia internacional como la próxima edición de la feria arteba y la Conferencia Anual del Comité Internacional de Museos de Arte Moderno (Cimam) que este año se realizará por primera vez en Buenos Aires en el mes de noviembre. Por eso, “de común acuerdo con otras instituciones locales, decidimos entre todos exhibir la escena artística argentina” –cuenta Rosenberg.
La selección plantea un posible panorama que abarca diferentes generaciones de artistas residentes en Argentina y de argentinos radicados en el exterior, todos ellos empleando diferentes técnicas y formatos, pero reunidos en el lenguaje globalizado de las artes visuales, en una muestra que hace énfasis en la interacción de los trabajos entre sí. “La apuesta ‘conjetural’ –explica el curador– propone verificar hasta qué punto nos reconocemos en esta variedad de realizaciones”, más allá de que hayan sido producidas en un contexto local o en otros entornos culturales. “Muchos de los autores incluidos en esta muestra –continúa– no viven en la Argentina, ya sea de manera temporal o permanente. Algunos mantienen vínculos con su país natal, pero otros no. ¿Podría decirse que producen ‘arte argentino’?”
El curador Rodrigo Alonso traza un recorrido por 29 obras de quince artistas contemporáneos de nuestro país (Foto: Patricio Pidal)
Como contrapartida, el curador se pregunta si, en el mundo actual, una obra realizada aquí se transforma por eso automáticamente en “arte argentino”. Conjeturas que apuntan a dejar abierto el interrogante “para pensar y discutir con el espectador”. Rosenberg, a su vez, considera que “la cultura global anula fronteras, y los artistas se nutren de esa ‘diáspora’, presencial y también virtual. No solo los artistas, sino también el público. En una era donde las redes difunden información sin dar cuenta [de] quién ha escrito o creado una imagen, cambia la noción del origen. La genética dice que sí es importante…¿y la cultura? Estos son muchos de los temas que estamos viendo. Al no haber respuesta, consideramos mejor plantearlos”.
En este marco, Alonso subraya que “se reflexiona poco sobre las formas, las herramientas estéticas, los lenguajes. El conceptualismo, la videoinstalación, el arte tecnológico son recursos construidos o desarrollados en otras latitudes que, si bien son adoptados en nuestro país y reelaborados con un sentido propio, no dejan de ser elementos transnacionales con lógicas vinculadas a un campo semántico global. No hay nada de autóctono en ellos. Lo mismo sucede con las agendas. La exposición incluye piezas que abordan cuestiones de género, disidencias, etc., pero estas agendas también son globales”.
La obra de Avello, por ejemplo, si bien alude a la bandera argentina y a la realidad local, fue creada para una exposición en Brasil, con materiales y técnicas que tampoco remiten a la argentinidad, pero sí a una tecnología obsoleta. En la misma sala, Analía Sabán (Buenos Aires, 1980), que vive y trabaja en Los Ángeles, muestra una pieza textil y una serie de obras en que despliega sobre la pared, cubiertos por una tinta negra y espesa, circuitos de diferentes artefactos tecnológicos que han perdido actualidad en la vorágine de la acumulación de datos y en el desarrollo de dispositivos con mayor potencia y memoria.
Participa también Iara Freiberg (San Pablo, 1977), una artista argentino-brasileña residente en Buenos Aires, que interviene la fachada con grandes círculos negros que luego continúan en sectores específicos del interior del edificio, aludiendo así a un arte geométrico que alguna vez se pensó como lenguaje universal.
Al frente, la obra de Alicia Herrero y al fondo, de La Chola Poblete y Mauro Giaconi (Foto: Patricio Pidal)
Alicia Herrero (Buenos Aires, 1954) expone obras de apariencia geométrica: sus figuras muestran gráficos que miden las estadísticas de distribución de la riqueza. Su pieza Abducción (2023), de grandes dimensiones, ocupa el centro de la segunda sala, presentando un gráfico de torta sobre la desigualdad social. Fue construida mediante planos inclinados y la técnica de la anamorfosis, por la cual solo es posible ver el círculo desde un punto de vista específico del espacio, “desde otras perspectivas la figura nos impacta por sus cualidades fantasmales y huidizas” –explica la artista–. Con el fuera de eje de la estructura constructiva, propone además insistir en la pregunta de “hasta dónde lograrán sostenerse los desequilibrios de estos tiempos”. Herrero contamina de esta forma el lenguaje de la pintura geométrica con contenidos sobre seres humanos convertidos en números para la medición y el análisis estadístico.
Contrastan con la obra de Herrero las piezas fuertemente figurativas de Amparo Viau (Buenos Aires, 1991) y de La Chola Poblete (Mendoza, 1989), que “humanizan esos datos duros poniéndoles voz mediante exuberantes personajes mitológicos e iconografías de la identidad contemporánea” –dice Alonso–. En la videoperformance Muerte de barro (2020), Poblete muestra cómo la forma geométrica va lastimando su cuerpo. Y expone también dos acuarelas de su serie “Vírgenes cholas” (2022), en que dibuja imágenes de diferentes procedencias, proponiendo un giro hacia temas de diversidad y disidencias. Viau también dibuja: en su obra Umarell (2023), traza cuerpos humanos, híbridos y monstruos, armando un paisaje poliamoroso que reflexiona sobre la mitología, el erotismo y la historia del arte.
Sobre la pared del fondo de la misma sala, Mauro Giaconi (Buenos Aires, 1977, reside en Ciudad de México), instala bres del mun (2008), un mural de quinientas páginas intervenidas de libros comprados por kilo para la decoración de casas ostentosas. Del contenido de estos volúmenes que no suelen destinarse a la lectura realizó una selección, sobre la cual dibujó la misma trama de alambrado metálico. Por debajo de esa forma repetitiva de características geométricas, las páginas arrancadas muestran diferentes temáticas, entre ellas, esculturas precolombinas, reproducciones de pinturas, huellas digitales, anatomía humana y una partitura del Himno Nacional Argentino. Si bien se trata de un mural de grandes dimensiones y la trama que recorre los papeles remite a la dureza de un límite físico, Giaconi comenta que la obra es nómade y portable, ya que puede guardarse en una valija y volverse a instalar en diferentes espacios. Con cada puesta, la pieza adquiere una nueva forma porque la disposición de las páginas no está preestablecida.
Amparo Viau junto a su obra «Umarell» (Foto: Eliana Obregón/Télam S. E.)
Sobre una de las paredes de la siguiente sala, el dúo rosarino Dolores Zinny & Juan Maidagan (1968 y 1957, residen en Berlín) despliega Campo Inmediato (2023) que definen como “una especie de remake” de una obra que realizaron al llegar a Berlín, en 2002. “Está pensada como un lugar de contemplación: entrar, frenar y contemplar”. Si bien tiene características abstractas, se basa en la idea de paisaje, con cuadrículas encerrando colores que, en esta versión, están tomados de la paleta de las fotografías de los últimos incendios forestales en la provincia de Santa Fe. “Tampoco es una alusión directa –dicen los artistas– pero pensamos en esos mapas aéreos que se usan para representar gráficos de las desertificaciones y, más nosotros siendo de Santa Fé, no nos salía hacer un jardín de tonos muy verdes”.
Sobre la pared de enfrente, Juan Sorrentino (Chaco, 1978) instaló tres visualizadores de frecuencias sísmicas, cuyo sonido afecta al cuerpo sin que el oído humano llegue a percibirlo. Temblor (2022) –así se denomina la pieza– integra una serie de exploraciones del artista sobre la presencia invisible del sonido. En el centro de la sala gira un cono de acero inoxidable, el Space Scanner del mismo artista, que sobre una base de circular, proyecta un sonido blanco que se va modificando según los materiales que detecta en el espacio. Sorrentino traslada la pieza a diferentes locaciones en interiores o exteriores, proponiendo experimentar la escucha a partir de cómo el sonido rebota en los objetos que lo rodean. “En términos sonoros –comenta–, el círculo corresponde a la frecuencia más básica que existe”. Alonso relaciona esta figura a los patrones geométricos de muchas de las obras, en particular con la intervención de Freiberg que se extiende por el edificio, tanto afuera como adentro.
La videoinstalación Falso Sport (2023) de Alan Segal (Buenos Aires, 1985) explora el paisaje emocional y anímico de la capital argentina. Visualmente, mezcla maquetas en cartón a las que denomina “pequeños impulsos escultóricos para la cámara”, con pequeñas animaciones de características específicas: algunas tienen textos; otras, animación tradicional y otras, animación vectorial. A estas imágenes agrega filmaciones en locación, en interiores o con personajes, provocando “una suerte de reflexión sobre Buenos Aires, como una ciudad poscolonial en el sentido de que es un enclave artificial en un continente en el que se produjo un genocidio de los habitantes originales y en el que convive una población traspalantada coexistiendo con el trauma de las personas en genocidio. Los videos hablan de ese estado psíquico de la ciudad, son una inspección emocional de la identidad poscolonial” –explica el artista–.
Piezas sonoras de Juan Sorrentino (Foto: Patricio Pidal)
En el piso superior, la sala 4 propone una problematización del soporte y de la historia del arte. Silvia Gurfein (Buenos Aires, 1959) exhibe siete obras realizadas con los restos de la paleta de óleo que atesora después cada día de trabajo en su taller. “Cuando esos cúmulos de óleo están secos (esto puede demorar años) –cuenta–, empiezo a trabajar con esos restos. Los desprendo, los recorto, los muevo…se convierten en una suerte de piedras preciosas”. La artista sostiene que estos restos preservan el tiempo y se convierten la unidad mínima de pintura, conteniendo a su vez la historia del medio como huellas de un estallido inicial que describe como un “Big Bang de la historia del arte”: “¿La pintura es acaso superficie, cuerpo, volumen?”
Esta pregunta fundamental alcanza la instalación de acrílicos monocromos que Mariela Scafati (Buenos Aires, 1973) cuelga horizontalmente del techo de la sala con un sistema de sogas y poleas en alusión al bondage, ubicando las piezas en un espacio, por debajo del cual pueden “entrar” los cuerpos, que quedan así “invadidos” por la obra, provocando un contacto radicalmente diferente al que genera una pintura sobre la pared.
Elena Dahn (Buenos Aires, 1980) presenta una instalación pictórica sobre la pared contigua que trabaja con la flexibilidad del látex para explorar la representación del torso femenino en la historia de la pintura. La obra se focaliza particularmente en la zona de las mamas, un tejido corporal que tiende a transformarse, produciendo un arco enorme de sentidos, de los cuales han prevalecido sobre todo las miradas que apuntan al erotismo o a la nutrición maternal, generalmente producidas por varones. La perspectiva de Dahn apunta más bien a que se trata de una zona “amenazada por enfermedades porque las células pueden ir cambiando”. La artista subraya que el las características plásticas del material le permiten “hacer referencia a esa transitoriedad de la forma”, ya que la obra se activa al soplar por finos caños flexibles que conectan las figuras, las cuales se inflan y transforman cuando les llega el aire. En ese momento, la parte inflada sobresale de la pared, quebrando los límites con el entorno.
En el centro «La voz del interior» de Andrés Aizicovich y detrás trabajos de Mariela Scafati y Elena Dahn (Foto: Patricio Pidal)
En el centro de la habitación, La voz del interior (2016) de Andrés Aizicovich (Buenos Aires, 1985) conecta tres generaciones de antepasados suyos a través de vasijas de distinta calidad y diseño: un jarrón de arcilla que ha pertenecido a sus bisabuelos, uno de porcelana que corresponde a sus abuelos y una maceta de fibrocemento de sus padres. “Es una idea un poco lúdica de asignarle una materialidad a cada uno de los pasos de esa dinastía junto a una especie de ducto que conecta las tres generaciones. En la obra también está presente la posibilidad del fracaso, que la comunicación falle, la imposibilidad de la palabra de abarcarlo todo”.
Acompañan la instalación dos collages realizados con recortes de figuras de enciclopedias que han pertenecido a sus abuelos, dispuestas en grillas geométricas, retomando la idea de un lenguaje universal. Uno de ellos se concentra, justamente, en imágenes de vasijas, ese objeto que parecería atravesar la historia de la humanidad, cumpliendo por momentos funciones utilitarias o una contemplativas. Además, el artista observa que el formato enciclopédico, en que toda figura aparece fotografiada en un mismo estilo, en iguales tonos y tamaños, logra homogeneizar, por ejemplo, la Venus de Milo con el retrato de Mao Tsé Tung, “como una máquina de aplanar información”.
El planteo sobre la argentinidad inicia la muestra y sobrevuela toda la exposición. Sin embargo, hacia el final, parece haberse disuelto en favor de los fuertes vínculos que las obras han establecido entre ellas, una trama compleja de relaciones que va incorporando a la discusión temáticas tales como la geometría, el paisaje, el espacio, la ciudad, la pintura, el cuerpo, las disidencias, la historia, la tecnología y el lenguaje, que suceden más allá de nacionalidades, fronteras y localismos.
Fuente: Infobae