Creadora de historias tan magnéticas como perturbadoras, Silvina Ocampo supo correrse del asedio público que despertaron a su alrededor las figuras literarias de su hermana Victoria Ocampo, su esposo Adolfo Bioy Casares o su amigo Jorge Luis Borges para dedicarse al pulido de sus relatos, impactantes historias que la convirtieron no solo en una de las mejores exponentes del género fantástico en la Argentina sino que revalidaron, a 120 años de su nacimiento, la vigencia de una obra que renace en nuevas ediciones y voces que se nutren de ella para amplificar los alcances del género.
La obra de Ocampo se reactualiza a partir de la reciente publicación completa de sus libros por la editorial Lumen, en un 2023 que coincide también con los 30 años de su fallecimiento. Murió a los 90 años el 14 de diciembre de 1993 y fue sepultada en la cripta familiar de los Ocampo en el cementerio de la Recoleta.
Cada título de la biblioteca muestra a la escritora retratada por grandes fotógrafos argentinos como Aldo Sessa, Pepe Fernández, Daniel Merle y Antonio Capria. Gran honor porque capturar a esta escritora era un desafío. Siempre enigmática, tuvo una vida social restringida y esa estrechez en el contacto con la sociedad fue aumentando conforme pasó el tiempo. Cuando ya padecía un Alzheimer severo, escribió su último libro y para esa época, su vida social era casi nula.
En muchas de las portadas de estas reediciones, Silvina aparece en Villa Ocampo, la casa de la familia ubicada en San Isidro (Buenos Aires) donde, durante su infancia, fue educada por institutrices inglesas y francesas. Por esta razón, aprendió primero estos idiomas antes que el castellano. También habitó los campos familiares de Pergamino en la provincia de Buenos Aires y la estancia Villa Allende en la provincia de Córdoba. Muchos de los acontecimientos que despertaron su interés devienen de esta época.
Sin embargo, su atracción iba más allá de los jardines pomposos de Villa Ocampo, de los animales, la pintura o la música; intereses acordes a una joven de clase alta. Los cuartos de servicio le despertaban mucha curiosidad y pasaba horas allí. Así lo recuerda Ocampo en «Invenciones del recuerdo», texto autobiográfico en el que sigue a una empleada doméstica: «Con la falda larga de lustrina y la escoba, Catalina Iparraguirre barre el piso como nadie. Ni una hilacha ni una basura le quedan».
«Ella siempre se escapaba, no necesariamente para romper con lo establecido, más bien, buscando otros sabores, incluso de la lengua. Solía escuchar al personal del trabajo, peones, niñeras», repone Silvia Hopenhayn, escritora y periodista que tiene a la cuentista como itinerario infaltable en sus talleres de lectura.
Cuando en 1961 en una entrevista a La Nación se le consultó a Silvina sobre qué la impulsó a escribir, ella contestó: «La busca de un orden diferente al que impone la vida. La inclinación a callar. El culto de la imitación, necesario para todo aprendizaje. Ideas elementales de suicidio. Una imagen indescifrable que perdura, de la infancia».
Pero durante la niñez Silvina no escribió, se dedicaba a pintar. Cuando tenía 26 años, fue a estudiar dibujo y pintura a París donde se unió al Grupo de París, integrado por artistas plásticos como Norah Borges y Xul Solar. Fue discípula del pintor italiano Giorgio de Chirico, fundador de la escuela metafísica, y también del francés Fernand Léger, figura del cubismo.
Llegó a tener un atelier en sus dos casas de Buenos Aires pero al tiempo dejó las artes plásticas para dedicarse a las letras. De regreso en Buenos Aires, comenzó el vínculo con Adolfo Bioy Casares, autor de «La invención de Morel» y fueron a vivir juntos a la estancia «Rincón Viejo» en la localidad de Pardo, partido de Las Flores (Buenos Aires).
«Rincón Viejo» alojó a la pareja entre 1934 y 1940 y fue testigo, no solo del amor entre Adolfo y Silvina, sino también de la consolidación del vínculo amistoso entre ellos con Jorge Luis Borges, que se prolongó hasta la muerte del autor de «El Aleph». Fue Borges, de hecho, uno de los testigos de casamiento cuando la pareja contrajo matrimonio en 1940 y, entre los tres, escribieron la «Antología de la literatura fantástica», publicada ese mismo año.
A lo largo de la obra de Ocampo, aparece la infancia desde unos lentes que podrían juzgarse oscuros (tal como aquellos que le gustaba usar) pero, más que opacar, tuvieron la capacidad de enfocar en los aspectos ocultos de la realidad. En sus historias, los niños y las niñas no son inocentes ni bondadosos: son crueles, perversos e invocan a la muerte.
Sobre esta obsesión de Ocampo, Hopenhayn reflexiona en diálogo con Télam: «La obra de Silvina está plagada de niñes. Me pregunto qué pensaría ella del inclusivo, siendo una escritora que escarbaba en los márgenes, dando cuenta de los excluidos casi por voluntad propia, más bien los solitarios, ubicando a sus personajes en los pliegues de la novela familiar».
«Si tuviera que elegir una palabra para dar cuenta de la infancia en la obra de Silvina, extrañamente, diría ‘real’. Sus fantasías poderosas, como la de Antoñito del cuento terrible ‘La soga’, son fantasías reales, casi carnales», evalúa Hopenhayn.
¿Cómo eran los mundos que habitaban los personajes de Ocampo?¿Por qué atrapaban tanto pese a ser tan perturbadores? «Su magnetismo radica en la oscura sonoridad de sus tramas, tan bellamente iluminadas por atisbos de una prosa lírica (jamás en exceso) y sus frases látigo. Imágenes como ‘¿Hería la luz mis ojos para que no fuera de tristeza que llorara?’ no son fáciles de alcanzar», señala Openhay.
En contraste a la exposición de Bioy Casares, Borges y su hermana, creadora de la exitosa revista literaria Sur, Silvina se mantuvo en las sombras. La escritora de terror argentina Mariana Enriquez en la biografía titulada «La hermana menor» discute que se haya tratado de un corrimiento inocente: «El más común de los lugares comunes sobre Silvina Ocampo es considerar que quedó a la sombra, oscurecida, empequeñecida, por su hermana Victoria, su marido el escritor Adolfo Bioy Casares y el mejor amigo de su marido, Jorge Luis Borges… Quienes la admiran fervorosamente decretan sin duda que fue ella la que eligió el segundo plano…Que, en definitiva, ella inventó su misterio para no tener que dar explicaciones», escribe Enriquez.
«¿Qué es el éxito? Saber que uno ha conmovido a alguien», extrae Enriquez de una carta enviada por Ocampo a su amigo y escritor Manuel Mujica Láinez en los ’70. ¿Fue ese aislamiento un propulsor esencial de la vasta y tan exquisita creación literaria de Ocampo?
Aunque esa pregunta reverbere sin una respuesta certera, Ocampo sin dudas logró conmover a generaciones que siguieron sus pasos. «A veces siento que escribo de la mano de Silvina, como una niña más de su literatura, dejándome llevar en tierra yerma, donde florece la naturaleza del lenguaje. Me imagino correteando detrás de ella, -y de unos cuantos más-, recogiendo frutos de sus jugosas palabras», cuenta Hopenhayn, cuyas novelas como «Ginebra» o «Elecciones pragmáticas» son protagonizadas por niñas o niños.
La influencia de Ocampo aparece también en el último libro de la escritora argentina Betina González titulado «Feria de Fenómenos o El libro de los niños extraordinarios». «Nunca pensé que estaba resaltando la crueldad de los niños, más bien creo que estaba contando cómo es el mundo, por más que hoy lo políticamente correcto elija no contarlo. El mundo es un lugar cruel y los humanos (niños y adultos) también lo somos (además de muchas otras cosas), tal cual lo mostraban los verdaderos cuentos de hadas antes de que los edulcorara primero Perrault y luego Disney», dice la autora.
«Si bien hay en sus cuentos muchos protagonistas que son niños, no diría que ese es su interés, ni siquiera que sea uno de sus ‘temas’. ¿Acaso la infancia está fuera de lo humano? ¿Por qué una obra con protagonistas niños es vista como diferente o a otro nivel que la que tiene como protagonistas a tahúres?», discute sobre «ese mito construido alrededor de la literatura de Silvina Ocampo».
Para ella, «escribe sobre la humanidad y, sobre todo, en contra de los guiones conductuales de su época (y de ese momento del patriarcado), contra los guiones de género, contra los guiones que dicen cómo es ser niño, cómo es ser adulto, qué es amar y cómo hay que amar. En ocasiones, también escribe con ironía sobre los guiones de clase».
La obra de Silvina Ocampo
Luego del primer libro de cuentos que Ocampo publicó con el título «Viaje olvidado» en 1937, siguió un poemario: «Enumeración de la patria» y después «Espacios métricos» en 1945. Dentro del género de la poesía, publicó también «Poemas de amor desesperado» (1949), «Los nombres» (1953) y «Pequeña antología» (1954). En 1962, salió «Lo amargo por lo dulce», galardonado con el Premio Nacional de Poesía. Diez años después, Ocampo entregó su último libro de poesía: «Amarillo celeste».
Como poeta también recibió el Premio Municipal (1954), el Segundo Premio Nacional de Poesía (1953) y en 1988 obtuvo el Premio del Club de los 13. La narrativa breve argentina se amplió y dio un vuelco con sus aportes: Ocampo escribió de manera sostenida hasta poco tiempo antes de morir. Dejó al público lector libros cuentos escalofriantes y reveladores entre los que se encuentra «Autobiografía de Irene» (1948), «El pecado mortal» (1966), «Los días de la noche» (1970), «La furia» y «El caballo alado» (1976).
Con un país sumido en el terror, se publicó en 1974 «El cofre volante». Al año siguiente, llegó «El tobogán» y en 1977 fue el turno de «La naranja maravillosa». En 1979, publicó «Las invitadas» y «Canto escolar». El título «Y así sucesivamente», en sintonía con su constancia en la creación, se publicó en 1987. «Cornelia frente al espejo» apareció al año siguiente y en 1991, la antología «Las reglas del secreto».
Fuente: Leila Torres, Télam.