Roberto Arlt, vagabundo y soñador: 90 años de sus “Aguafuertes porteñas”
En 1928 Roberto Arlt entró a trabajar en el diario El Mundo como redactor. Tenía 28 años recién cumplidos y una novela que se volvería mítica: El juguete rabioso, de 1926, cuyo protagonista, Silvio Astier, posee un alma “baldía y fea como una rodilla desnuda”. Por entonces había vuelto a Buenos Aires luego de haber pasado un tiempo en Córdoba porque su mujer, Carmen Antinucci —con quien se casó en 1922 y al año siguiente tuvieron una hija—, padecía tuberculosis y los médicos le habían dicho que las sierras iban a mejorar su salud. Allá, envuelto en ese paisaje maravilloso, escribió El juguete rabioso —se iba a titular La vida puerca, pero Ricardo Güiraldes lo convenció que era un título poco amable, poco marketinero, diría hoy— y al volver la publicó en la Editorial Latina. Iba seguido al Café El Japonés, donde se reunía el Grupo de Boedo, y tenía un empleo estable de cronista policial en el diario Crítica. Entonces lo llaman de El Mundo.
Alberto Gerchunoff, el primer director del diario, pidió llenar la redacción de escritores: Leopoldo Marechal, Conrado Nalé Roxlo, Amado Villar. Lo que se buscaba era erigir un artefacto novedoso: “una tapa vistosa, con fotos grandes y titulares” y “noticias breves y fáciles de leer”, escribe la investigadora Sylvia Saítta. Mientras que los demás matutinos ofrecían “largas sábanas” y “farragosas notas”, El Mundo, “puede leerse cómodamente en trenes y colectivos y, basta hojearlo, para saber qué ha ocurrido en las últimas horas”. El 5 de agosto de 1928 se inaugura una columna a cargo de Arlt, Aguafuertes porteñas, y cinco años después la editorial Victoria publicaría una selección en forma de libro. En esos artículos, cuenta Saítta en la introducción de una reedición de 1999 de Losada, Arlt descubre “un escenario urbano ante el cual es posible erigirse en observador de los grandes cambios tanto edilicios como sociales que conmocionan a los habitantes porteños”.
El libro publicado en 1933, cuyo subtítulo fue “Impresiones” y años más tardes “Buenos Aires, vida cotidiana”, tenía un recuadro aclaratorio en la portada: “Selección de sus mejores aguafuertes entre mil quinientas notas que el autor publicó en el diario El Mundo”. Y el precio: “50 cts. en la Capital”. Aquella selección primera no fue la respetada en todas las reediciones que le siguieron. Por ejemplo, en la de 1999, a cargo de Saítta, no incluye “El arte de vagabundear” entre las crónicas pero sí como epígrafe inicial. De este modo, cada editor hace su curaduría de ese gigantesco corpus que, según Mario Goloboff, “traza un cuadro de costumbres, de trabajos, de hábitos, de defectos y de psicologías que convierte sus textos en testimonios imprescindibles”, así como también compone “un fresco de idiosincrasias, picardías, maldades y bondades populares, donde cada uno hablaba su lenguaje, y la ciudad, poco a poco, pero tenaz y abarcadoramente, se extrovertía”.
“El placer de vagabundear”, publicada el 28 de septiembre de 1928, es algo más que un aguafuerte —el término viene de las artes visuales: son las estampas grabadas que hacían Durero, Rembrandt, Goya, entre otros—, porque revela, no sólo un método de escritura, también una posición en el mundo, y un manifiesto: “Comienzo por declarar que creo que para vagabundear se necesitan excepcionales condiciones de soñador (…) Ante todo, para vagabundear hay que estar por completo despojado de prejuicios, y luego ser un poquitín escéptico, escéptico como esos perros que tienen mirada de hambre, y que cuando los llaman menean la cola, pero en vez de acercarse se alejan, poniendo entre su cuerpo y la humanidad una considerable distancia”. Y sigue: “Aún pasará mucho tiempo antes que la gente se de cuenta de la utilidad de darse unos baños de multitud y de callejeo. Pero el día que lo aprendan serán más sabios, y más perfectos y más indulgentes, sobre todo”.
¿A qué se refería Arlt con esa mezcla de soñador y vagabundo, de desprejuiciado y escéptico? Aquel “baño de multitud” es algo efectivamente nuevo para le ápoca. El mundo como se presentaba era nuevo: Buenos Aires ingresaba, un siglo después que la mayoría de las ciudades centrales de Europa, en la llamada Modernidad. Si para 1895 tenía 663.854 habitantes, cuarenta años después, inmediatamente después de que Arlt publicara el libro, la población era de 2.415.142, eso significa que esta exótica ciudad del sur era una metrópoli densa y destellante que se nutría de las grandes inmigraciones. De hecho, el censo indica que para 1920 más de la mitad de Buenos Aires había nacido en el exterior. ¿Dónde? Principalmente Europa: gente que huía de la guerra. Así se disponían las costumbres, un poco de endogamia pero con un necesario mestizaje cultural. Esa es la Buenos Aireas que Arlt recorre, escéptico y desprejuiciado, para luego plasmarla en las páginas del diario local.
Recorre, observa, recopila y luego, sí: escribe. En ese movimiento es que, a diferencia del periodismo que “busca el dramatismo en la noticia”, dice Ricardo Piglia, “las crónicas de Arlt dramatizan la exigencia de escribir, la obligación de encontrar algo que decir”. Y es así cómo “inventa la noticia”, pero “no porque haga ficción o tergiverse los hechos, sino porque es capaz de descubrir, en la multitud opaca de los acontecimientos, los puntos de luz que iluminan la realidad”. Y Piglia concluye la idea: “En nadie es tan clara como en Arlt la tensión entre información y experiencia”. Recorre entonces ese caos novedoso que es Buenos Aires, observa las costumbres nuevas (”Ahora nos levantamos a la mañana, nos metemos en un coche que recorre un subterráneo (…) nos metemos en el subsuelo o en una oficina a trabajar con luz artificial”), recopila esos datos en alguna libreta o en su inventario mental y luego, finalmente, teclea sus aguafuertes en una máquina de escribir.
Roberto Arlt
A diferencia de cierta mirada edulcorada de la historia, un pasado nostálgico de simple evocación, a diferencia de esa idealización de la patria preperonista, de ese país donde la clase obrera era enorme pero desorganizada (y sobre todo reprimida), lo que Arlt narra no es exactamente la belleza de vivir. Dice Saítta que “el cambio urbano posterior a la crisis del treinta repercute en la escritura arltiana politizando su mirada sobre la ciudad”. “De este modo, por denuncias que se acumulan en su mesa de redacción, Arlt descubre un universo de pobreza y miseria que convive silenciosa e invisiblemente con las deslumbrantes luces del centro“, afirma la investigadora. El progreso trae una fuerte despersonalización, por lo que debe asumir ”el rol de periodista denunciante”. Sin embargo, y pese a todo, su apuesta no se reduce al gesto fácil de la indignación, porque Buenos Aires es un “paraíso en la tierra″, dice, porque “vivimos en uno de los escasos oasis del planeta”.
En el primer año, El Mundo triplicó su tiraje diario: si en octubre de 1928 imprimía 40 mil ejemplares, al año siguiente fueron 127 mil. La popularidad de este flâneur latinoamericano que camina por los pasillos de la Argentina muticultural creció a niveles agigantados a tal punto que a partir de 1935 viaja a España y África para escribir sus aguafuertes desde allá. Pero ¿qué es lo que entonces convocaba tanto? ¿Y qué es lo que aún hoy, pese al desfasaje temporal, a la saturación de los vicios autorreferenciales y la sobreexplotación de la crónica, todavía convoca? Evidentemente en el Arlt de las Aguafuertes porteñas hay un tono, una búsqueda, un estilo, una potencia, una singularidad que no se ve en otro lugar. Algo que no está en la mayoría de los escritores de su época ni en la mayoría de escritores de la nuestra (que son muchísimos más). Algo que la Inteligencia Artificial, por más que se alimente de toda la información disponible, no puede elaborar.
“Arlt no ofrece una visión ni reconciliada ni optimista. Sostiene una modernidad radicalizada, tan inevitable como crítica”, dice Beatriz Sarlo en Escritos sobre literatura argentina. “Es inevitable porque él forma parte de los hombres nuevos, los hijos de inmigrantes, los que no forman parte de la élite. Es crítica porque lo nuevo se instala sobre la podredumbre, el hacinamiento y los conventillos: la vida puerca”. Sarlo ae refiere, puntualmente, a su literatura, a su ficción. Y podría decirse, ahora, acá, que sus aguafuertes son una versión más amable, incluso más superficial de sus novelas. Textos breves, lenguaje popular, narración irónica, argumentos exacerbados. Pero no hay duda que ese profundo vacío existencial que invade el pecho de sus personajes literarios está basado en la experiencia. Una experiencia que recorrió, que observó, que recopiló y luego, sí: escribió. Una experiencia que modifica todo, “de tal modo que uno es lo que lo rodea”.
Fuente: Infobae