Dicen que Carlos Gardel, el Zorzal Criollo, venía a esta misma esquina a comprar sus sombreros, esos que lo inmortalizaron en las miles de fotografías que reflejan las décadas de oro del tango argentino. “Antes era un local de sombreros que se llamaba La Corte. Recién en 1950 la familia Ramos lo toma y lo convierte en lo que es hoy, la rotisería Miramar”, cuenta Milagros Carro, parte de la actual familia propietaria de este bastión de la cocina porteña. El nombre Miramar, dice Milagros, fue un poco por azar: “En esos años había otro lugar similar al que le iba muy bien, se llamaba Mar del Plata. Y como los Ramos querían competirle, lo nombraron como otro importante balneario de la costa atlántica”.
En esa Buenos Aires de 70 años atrás, el menú que atravesaba la gastronomía urbana era distinto al de hoy, con platos triunfantes que simbolizaban la elegancia del comer: había milanesas y asados, pero la sofisticación venía de la mano de las gambas al ajillo, las ranas a la provenzal, el conejo a la cazadora y la cazuela de caracoles, entre más emblemas. Hoy mismo, Rotisería Miramar se ocupa de mantener estos platos en carta, a modo de templo y museo, de trinchera donde defienden no solo un sabor, sino también una idea gastronómica.
“Los Ramos eran gallegos. Ellos le dieron la impronta que tiene hoy, con el spiedo, el salón y el cocinero recién llegado de Galicia. La carta nunca fue muy grande, pero sí tenía los clásicos que siguen hoy: los caracoles, la tortilla”, continúa Milagros.
Durante 60 años, Miramar estuvo en manos de los Ramos. Fue el hijo de uno de ellos, Fernando Ramos, quien se encargó del lugar a partir de los 90. Con ideas nuevas en la cabeza y entendiendo los vientos que soplaban, se propuso convertir a Miramar en un ícono, uno de esos lugares con nombre propio que atraen clientela de otros barrios e incluso de más allá. Para hacerlo, mejoró la oferta de vinos y le dio una lavada de cara al salón, poniendo manteles blancos en las mesas, costumbre hoy casi vintage que el lugar mantiene a rajatabla, junto con las servilletas también de tela. En un principio la idea funcionó, pero ya en los primeros años de 2000, tras varias crisis económicas y cierto desgano, la esquina comenzó a decaer. “Fernando siempre decía: ‘Entré para trabajar acá dos meses y me quedé 20 años’. Él era fotógrafo, era un bohemio, no le gustaba este trabajo. A un restaurante tenés que ponerle mucha pasión, mucho amor, y en los últimos años eso le faltaba a Miramar”, explica Pablo Durazno, tío de Milagros y responsable de haber comprado en 2013 el fondo de comercio. Para Pablo, Miramar era parte de su vida: él venía a comer acá, la traía incluso a su sobrina cuando era todavía una niña. Y sabía que, mejorando unos detalles y recuperando la oferta gastronómica, la propuesta iba a funcionar.
Visión a futuro
“Miramar se había caído mucho, mantenía un público fiel, pero chico. La calefacción no andaba, cuando pedías no tenían la mayoría de los platos de la carta. Esos últimos años el lugar sobrevivió gracias a los mozos, Oscar, Jorge, Poli: ellos lo sostuvieron. El día que firmé con Fernando, él dijo: ‘Terminó mi presidio’”, recuerda.
Pablo conocía y conoce el rubro: es dueño de Café Margot y parte fundante de Los Notables, ese grupo que reúne más de 300 lugares de gastronomía porteña a través de lugares como La Poesía, El Bar de Cao, El Federal, Celta y el propio Margot. “Mi tío tiene algo único: él ve un lugar y sabe qué necesita para volver a brillar, manteniendo su historia y estilo. Te doy un ejemplo: cuando abrimos El Octavo (un bar de aires tradicionales inaugurado en Palermo en 2020), íbamos por la ruta camino a Lobos y él vio una barra que le gustaba. Para mí era un pedazo de madera vieja, pero con esa madera, él imaginó la barra principal del bar”.
Con Pablo a cargo, Miramar pisó el acelerador recuperando brillo y ganando ambición: pintaron el local, pusieron acondicionadores de aire, reemplazaron los hornos (todavía estaba ahí la vieja cocina económica original, que había sido a leña y estaba reconvertida a gas). Cambiaron las sillas y eligieron algunos objetos a modo de exhibición, unas fotos, unas botellas. Unieron el salón, que estaba dividido en dos (de un lado se podía comer, del otro era solo rotisería) y llevaron el spiedo a la vidriera. También sumaron la entrada sobre la avenida San Juan: “Había dos puertas, ambas sobre Sarandí; cuando agrandamos el salón, entendimos que lo mejor era entrar por la esquina”, dice Milagros. También ampliaron la hora de apertura: en la antigua Miramar, la rotisería estaba abierta todo el día, pero el restaurante abría solo mediodía y noche, con turnos cortados.
“Ahora estamos desde la mañana de seguido hasta la 1 AM. Miramar siempre tuvo un precio algo por encima del promedio de los bodegones, con platos más especiales. Al abrir todo el día, permitimos que mucha gente pase a tomar un café o beber un vermú con una picada, que puedan conocer el lugar gastando poco”, explican. Hoy mismo la familia sigue mejorando el espacio: acaban de inaugurar nuevos baños en el subsuelo, donde también pronto estrenarán cava vidriada para los vinos. Pero lo más importante que hizo Pablo y continúa Milagros es haber recuperado el menú tradicional, donde cada uno de los platos ofrecidos está disponible: siempre hay caracoles, siempre hay ranas a la provenzal, siempre hay pulpo y sardinas españolas, siempre hay mejillones. Los best sellers de la carta son la generosa tortilla de papas y el rabo de toro, que tras larga cocción sale tierno y sabroso. Se suman los guisos, que en invierno figuran entre los más pedidos, como el de lentejas, el de mondongo o la buseca, la versión italiana. Y de la rotisería provienen esos lechones que son furor en las fiestas de fin de año (venden hasta 80 en una semana), el vitel toné y la lengua a la vinagreta.
¿Cómo se logra mantener un sabor incólume por tantos años? La respuesta es una: manteniendo los cocineros. En un rubro donde la rotación laboral es norma, Miramar se enorgullece de sus camareros históricos, Oscar y Jorge (Poli se jubiló en pandemia). Y en toda su larga vida, solo hubo tres jefes de cocina: el gallego Cavaleiro, que llegó de la mano de los hermanos Ramos; su aprendiz, Ramón Álvarez, y hace casi dos décadas Richard Llanos, que hoy se encarga del despacho.
Toda construcción tiene al menos cuatro paredes, y las cuatro de Miramar albergan infinitas historias, anécdotas alegres y tristes, con comensales famosos y otros anónimos. Olmedo era un habitué, otra era Nelly Omar. En la vitrina que separa el salón en dos (heredada de épocas de la sombrerería) hay fotos de Julio César Strassera comiendo aquí, como parte de una clientela variopinta, que suma nombres como Tinelli, Alejandro Agresti y Marta Minujín, entre tantos otros. “Cuando venía menos gente, como el lugar estaba apartado y era muy tranquilo, lo usaban como destino de mucha trampa”, confiesa Pablo. “También era punto obligado para encuentros políticos: hace unos años me acuerdo de que estaba D’Elía en una mesa hablando en voz muy fuerte, y en otra estaba Jorge Telerman, todo paquete como es él. Venían Storani, Felipe Solá, viene Lousteau. Hoy es distinto, pasa mucha gente y los políticos y sindicalistas prefieren no venir tanto… Lo que sí es hermoso es que todo el tiempo ves tres o cuatro generaciones sentadas acá, desde abuelos a sus bisnietos”, confirma Pablo. “Una vez vino De la Rúa, cuando ya había dejado la presidencia”, recuerda Oscar, camarero con más de 20 años en Miramar y clientes tan amigos que le prestan casa para pasar las vacaciones. “Mientras estaba sentado, de a poco el resto de los clientes se fue yendo, hasta que acabamos vacíos… Nadie dijo nada, no hubo ninguna falta de respeto, solo se fueron”, describe.
Miramar se jacta de su amplitud, de la diversidad de clientes que tuvo y que tiene. Dos personas que compartan una tortilla y un rabo gastarán no más de $2500 cada una; en cambio, el que pida pulpo español y un gran vino de la cava tranquilamente sobrepasará los $20.000. “Vienen del barrio caminando, y también caen autos de alta gama con chofer”, dice Pablo.
Hoy, en el sótano de Miramar hay una pequeña urna que contiene las cenizas del Ramos original, el que en 1950 abrió esta rotisería que se convirtió en postal del comer porteño. Un símbolo de cómo la historia no se olvida de sus orígenes, de una gastronomía manejada por gallegos y asturianos que moldearon los paladares de tantos comensales.
Milagros tiene apenas 31 años y comparte decisiones con su tío, mostrando la fuerza de una generación joven que mira al pasado con ideas nuevas, pero apegadas a la tradición. Ella arrancó de adolescente: “Mis padres trabajaban todo el día, y como mis tíos tenían horarios más flexibles se ocupaban de mí, me cuidaron. Yo nací entre las mesas de Margot, ahí almorzaba y jugaba. A los 14 servía cafés, a los 17 empecé a trabajar, pasé por la cocina, lavé copas, estuve detrás de la barra, atendí mesas. Y ya no paré: estaba destinada a la gastronomía. Venir a comer con mis tíos a Miramar era una fiesta”, concluye.
Fuente: Rodolfo Reich, La Nación