El festival de rock más grande del planeta está a punto de comenzar y se palpa en el aire un clima celebratorio especial. El sueño de una legión de jóvenes con la música como elemento de unión, que concibió el granjero Michael Eavis en 1970, cumple hoy 53 años. Y la mística continúa…
Se hace difícil hablar de emociones y mucho menos de utopías en tiempos de zozobra, pero a despecho de los pronósticos agoreros sobre el planeta y sus habitantes, quedan todavía símbolos de que los seres humanos no han tirado aún la toalla; no viene nada mal dejar por un rato el nihilismo existencial que nos va envenenando de a poco y poner cuerpo y alma en modo celebratorio. Porque sí; porque lo necesitamos como ese aire que exigimos trece veces por minuto.
Por los serpenteantes caminos de Somerset, a hora y pico al oeste de Londres, ya se ven rastros de los nuevos peregrinos. La Worthy Farm se va sembrando de a poco con carpas multicolores y cuerpos que vienen y van. En los grandes escenarios se escucha el repiqueteo de martillos, se levantan andamios con racimos de parlantes y decenas de reflectores de luces. A lo lejos, en las colinas que rodean Glastonbury suenan los primeros ecos sonoros. Los DJs disparan ritmos hipnóticos para tempraneros danzarines y los puestos de comida reparten las primeras vituallas. Glastonbury, ese gigante gentil, despierta de su sueño anual y se despereza con gracia para poner de vuelta en marcha la fanfarria, como diría el inefable Miguel Abuelo.
Al hablar de Glastonbury cuesta resistir la tentación de mencionar su inmensidad o sus pergaminos, de ponderar la diversidad musical de su docena de escenarios principales, a los que se agregan centenares de proscenios diseminados a lo largo y ancho de la inmensa granja de Eavis donde tiene lugar este festejo multitudinario, el último fin de semana de junio, en concordancia con el solsticio del verano boreal. Tres días –más el “vermucito” previo- en los que desfilarán, literalmente, los sonidos de buena parte del mundo. Rock de todas las épocas, pop, jazz, reggae, folk, electrónica, música étnica de diversas latitudes y experimentos inclasificables también.
Pero Glastonbury es mucho más que música: podría agregarse la mención de los campos temáticos y curativos, donde la gente puede darle un respiro a las presiones de la sociedad contemporánea. Sumar también la oferta de espectáculos teatrales, circenses, de cine, de comedia. Y con todo, sería insuficiente para explicar el por qué más de 140.000 personas agotan las entradas del festival con nueve meses de anticipación, el día mismo en que salen a la venta. Es evidente que la gente viene a Glastonbury buscando algo más que la música, o mejor dicho, algo que les llega junto con la música.
Se ha dicho que Glastonbury es una experiencia que cambia la vida para siempre: un reconciliarse con esas partes de nosotros que extrañábamos y que, a lo mejor, dábamos por perdidas. Se puede decir que lo que resucita, para empezar, es la capacidad de asombro, lisa y llanamente. El hecho es que durante tres días o un poco más, uno tiene la sensación de vivir en un entorno más humano, optimista y –por qué no- solidario. Y no es poca cosa, en una era en que se necesitan más que nunca mensajes de afirmación de la vida.
Y por supuesto, música hay mucha en Glastonbury, y para todos los paladares. La edición 2023 viene cargada de una expectativa que tiene, a la vez, un tinte melancólico, porque se ha dicho que será la última presentación ante un público masivo de uno de los más grandes artistas de rock de todos los tiempos. De cumplirse esa premisa, el recital de Elton John que cerrará la noche del domingo 25 de junio marcará su despedida de los escenarios. Se habla de grandes figuras invitadas y, con toda seguridad, de un desfile de clásicos de su pluma que abarcan más de medio siglo.
Al tiempo que uno se sorprende de que la carrera de Elton John supere el medio siglo, se cae también en la cuenta de que si se suma el “grito primal” los pioneros, esta música que a grandes rasgos caracterizamos como rock lleva ya siete décadas de vida, y contando. En este sentido Glastonbury trae un recordatorio de la variedad de sonidos que el rock ha aquilatado desde que Elvis movió la Pelvis y el mundo hizo ¡plop!, allá por 1954. La edición 2023 tendrá entre sus protagonistas a un símbolo del folk de cantautor como Yusuf Cat Stevens y a un eximio guitarrista que también partió del folk en los días de Fairport Convention para luego dispararse en su propia dirección y estilo: el gran guitarrista, cantante y compositor Richard Thompson. Y no es de extrañar que el público de ambos atiborre también la Acoustic Stage la primera noche del festival para la presentación de un héroe de culto del folk forajido como Steve Earle. Y no serán pocos los que regresen al mismo escenario el día domingo para escuchar los inefables sonidos del matrimonio de Toyah Willcox y Robert Fripp… Sí, el mismo de King Crimson.
Si bien es facilista hablar de rock como una acumulación de capas geológicas, es indudable que a lo largo de su historia hubo cimbronazos que cambiaron el curso de los acontecimientos, y uno de ellos fue, sin duda, el punk. Este año Glastonbury tendrá en su escenario Avalon a uno de sus más conspicuos representantes en el plano inglés, The Damned. Pero aquel alarido que pugnaba por cambios en la música y en la vida tuvo también quienes abonaron el camino desde el otro costado del Atlántico, si bien la chispa que encendió la mecha del cambio en el bajo Manhattan neoyorquino a mediados de los ’70 fue estilísticamente mucho más ecléctica, como lo demuestra el pop entre inocente y aguerrido de Blondie. La banda encabezada por Debbie Harry será otro de los atractivos del Pyramid Stage, el escenario principal de Glastonbury, la noche final del domingo.
Vale la pena persistir por un rato en una especie de orden cronológico de eras del rock representado en esta nueva edición de Glastonbury para observar que los vectores del rock británico que se abrieron luego del cambio de paradigmas y estética que trajo la new wave, también están presentes en esta edición del festival, a través de bandas y solistas que han dejado su marca en los sonidos de las últimas décadas, como Manic Street Preachers, Slowdive, Martin Stephenson & the Daintees, Badly Drawn Boy y Billy Bragg. Y el Glastonbury de las sorpresas no quiso dejar tampoco afuera a una cantautora del porte de Rickie Lee Jones, al exquisito dúo de folk de cámara The Unthanks y a una personalidad del soul melodioso del porte de Candi Staton.
Por geografía, tradición y target principal de público, se comprende que buena parte de los protagonistas de Glastonbury sean de origen anglosajón, pero este aparente monopolio es quebrado por importantes artistas de la escena internacional, en particular de la africana, con la presencia de una banda clave del llamado Blues del Desierto, como los malienses Tinariwen y sus compatriotas Amadou & Mariam. Y las acciones de la Pyramid Stage serán inauguradas nada menos que por The Master Musicians of Joujouka, una extensa tradición musical sostenida por intérpretes sufís marroquíes, que saltaron por primera vez a la fama occidental en los años ’60 cuando Brian Jones, de The Rolling Stones, grabó una cinta “in situ” que luego fue editada por el efímero sello discográfico de la banda.
Glastonbury tiene también una bien ganada reputación como plataforma de lanzamiento de bandas que ya están conquistando un lugar cada vez más sólido en la nueva escena rockera. Tal el caso de The Murder Capital y su sonido gótico para el siglo XXI; el pop vibrante de The Big Moon y la detectable influencia neo punk de grupos como Viagra Boys, Shame y Jockstrap.
Además de la comprensible ansiedad por ver la posible despedida de Elton John de los escenarios, los otros dos “cabeza de serie” han despertado asimismo su expectativa: Arctic Monkeys encara su tercera década de vida reafirmados por una nueva madurez tanto musical como lírica, y Guns N’ Roses parece haber salido airoso de su extensa etapa de limbo musical, dejando dejado entrever un renacimiento creativo que todavía está por verse reflejado en nuevas ediciones. La otra actuación que se aguarda con especial interés es la de Lana del Rey, luego de los unánimes pulgares en alto que recibieron su más reciente álbum Did You Know That There’s a Tunnel Under Ocean Blvd.
Claro, no todo es música en la Worthy Farm: en los campos de Avalon, al oeste del predio festivalero comienza el otro Glastonbury: pasando por las carpas de circo, teatro, poesía y comedia y detrás del cada vez más popular Glasto Latino, que honra su nombre con una selección de bandas de cumbia, salsa, calipso y otros sones parientes, comienzan los campos temáticos como Shangri-la, una gigantesca disco al aire libre que funciona hasta la madrugada en un entorno sugerente de distopías apocalípticas. Este concepto continúa en Block 9, con su edificio deforme que lleva un auto incrustado al mejor estilo de J. G. Ballard. Completa el panorama The Unfairground, una feria de diversiones fantasmales con bebés de enorme tamaño y poses grotescas. Pesadillas cada vez más cerca de la realidad, como para no olvidar jamás el lado B de Paz y Amor…
Por fortuna, un pequeño sendero separa de los Green Fields, esos campos verdes con sus pequeños cafés donde artistas locales le brindan otro condimento musical al festival, sin dejar de mantener un perfil bajo. Cerca de ellos están los puestos de Greenpeace, Oxfam y Water-aid, organizaciones que reciben una porción de las utilidades de Glastonbury para destinar a fines benéficos, como instalar agua potable y baños en rincones apartados del mundo glamoroso y distintas medidas de protección del medio ambiente. A pocos pasos se encuentran los Campos Curativos, con terapias de todo tipo para dolencias físicas y/o espirituales. Y siguiendo el camino de las colinas, como diría Pappo, se llega al mítico círculo sagrado de piedra, donde se puede tener una vista relajada de toda la extensión del festival en un marco de absoluta paz.
Pero tarde o temprano, el canto de sirenas de la música vuelve a hacerse presente en Glastonbury y uno no puede evitar sumergirse en el fragor de esos trece escenarios funcionando a pleno, y hacer piruetas para que el tiempo alcance para combinar dos artistas anhelados que el ojo cruel del programador puso a la misma hora a un kilómetro de distancia. Y eso también es parte del encanto de Glastonbury: combinar el amor a la música con el arte de lo posible. Y entre banda y banda, sorprenderse con los locos disfraces, agasajarse con algún plato especial de comida Thai, encontrarse con espíritus afines que nunca se imagina conocer.
Dejarse llevar, en suma, por el vaivén de ese ying / yang que poco a poco va invadiendo el alma. Y sentir como hasta el cansancio se sobrelleva, porque encontraste algo cuyo nombre no conocés pero, sí sabés que lo extrañabas.
Fuente: Página12