Fue a finales de la década de 1960 que conocí a Borges, cuando, siendo él director de la Biblioteca Nacional y yo una joven recién egresada de la secundaria, me recibió en el antiguo edificio de la calle México. Recuerdo la agitación con la que subí la escalera de mármol para llegar a su despacho, que era vasto y señorial. Dominaba esa estancia una mesa de roble que me pareció infinita. Al finalizar el encuentro, Borges me invitó a ir los domingos por la tarde a su casa para tomar el té y estudiar lengua y literatura anglosajonas. Apenas pude pronunciar palabra. Fue cuando me dijo que él también era tímido, pero que no debía preocuparme, porque la timidez solo molesta al que la padece. Y que, además, los tímidos suelen llevar a cabo grandes proezas, justamente para rebelarse contra la timidez. Todo tímido alberga a un temerario.
–Muchas gracias, señor Borges –balbuceé con inocultable pudor.
–Entonces, nos vemos el domingo –dijo, estrechándome la mano–. Y nada de señor. Llámeme Borges.
«Todos los días, yo acudía a la Biblioteca para asistir a Borges en sus lecturas y en la escritura a máquina de sus dictados»
Esa mañana comenzó la épica de mi vida: la revelación de la belleza áspera de una literatura tan ajena a mí: La batalla de Maldon, El sueño de la Cruz y las sagas islandesas: prosas de una austeridad que hoy despertaría la envidia de más de un escritor contemporáneo. Y también El coloquio de los pájaros, y la Divina Comedia, y Quevedo y Macedonio Fernández… Y Buenos Aires.
Al poco tiempo, inauguramos una rutina que duraría cinco años. Todos los días, yo acudía a la Biblioteca para asistir a Borges en sus lecturas y en la escritura a máquina de sus dictados. A media mañana, tomábamos un descanso y salíamos a caminar por las calles aledañas.
Al mediodía recorríamos la calle Florida rumbo a su casa, donde lo esperaba su madre para almorzar, y volvíamos a la labor por la tarde hasta las horas del crepúsculo cuando nos íbamos a caminar al albur por los barrios porteños para terminar la jornada comiendo en el bodegón de alguna calle adormecida.
Desde siempre, los crepúsculos. Desde Fervor de Buenos Aires: “Penumbra de la paloma/ llamaron los hebreos a la iniciación de la tarde/ cuando la sombra no entorpece los pasos/ y la venida de la noche se advierte/ como una música esperada y antigua…”. En la edición de 1969, nos aclara que es inexacta la noticia de esos primeros versos: es la penumbra del alba la que tiene ese nombre. La del atardecer era para los hebreos la penumbra del cuervo.
Esos años con Borges son en mi memoria los crepúsculos y las acompasadas caminatas por la ciudad recóndita, “No las ávidas calles/ incomodas de turba y ajetreo…”.
Borges se deleitaba en esas marchas apacibles por veredas viejas, entre casas bajas y conventillos lánguidos que aún subsistían.
Sin embargo, yo tengo para mí que no eran esos los paisajes que recorríamos, sino una dimensión metafísica de esas calles que él me enseñó a ver. O a sentir. “Calles rectas e infinitas, […] callejones que son más largos que el tiempo […] y que se deshacían hacia el poniente en la soledad muda de la llanura”.
Siempre el ocaso como una vibración de las calles porteñas: “El pastito precario,/ desesperadamente esperanzado,/ salpicaba las piedras de la calle/ y divisé en la hondura/ los naipes de colores del poniente/ y sentí Buenos Aires”.
Para Borges, esas calles estaban constituidas por elementos inaccesibles al entendimiento. Es por eso que aun sin verlas, a pesar de su ceguera, Borges las sentía con contenida emoción. A su lado, también yo las sentía. Era la experiencia de un presentimiento.
«Borges me propuso cruzar la avenida para recorrer las calles de lo que hoy se conoce como barrio Las Cañitas»
La calle es la travesía hacia algo desconocido y largamente anhelado que nos incita a transitarla hasta el final. Sobre todo, las calles marginales de Buenos Aires, rectas y largas hasta deshacerse en la llanura de horizontes circulares. Y no importa que ya no existan de ese modo. Así fueron y aún están. Connotan el espíritu de la ciudad con el ocaso adentro. Son una música al borde del silencio.
Cierta mañana, acompañé a Borges a la Escuela de Guerra del Ejército, sobre la avenida Luis María Campos, donde había sido invitado a dar una conferencia. Al finalizar el evento, en lugar de aceptar el coche que nos llevaría a su casa, me propuso cruzar la avenida para recorrer las calles de lo que hoy se conoce como barrio Las Cañitas. Eran las primeras horas de una tarde suave y nos pusimos a deambular por las antiguas aceras de Báez, Benjamín Matienzo, Arévalo, Arce, mientras Borges me hablaba de su historia arrabalera. En otros tiempos, esos terrenos estuvieron expuestos a los frecuentes desbordes del arroyo Maldonado. Zona de suelos anegadizos y de quintas, una de las cuales –la más grande– se llamaba Las Cañitas, pues uno de sus bordes sobre la hoy avenida Luis María Campos –entonces Camino de las Cañitas– estaba orlado de cañas. La ciudad de Buenos Aires llegaba hasta el linde sur de ese camino. Pero al comenzar el siglo XX, las quintas desaparecieron y el barrio se fue transformando en un arrabal de prostíbulos y corralones donde se guardaban los caballos del Hipódromo y los carros del lechero. Era, como todas las vecindades del Maldonado, zona marginal, habitada por sectores socialmente deprimidos: obreros, artesanos, proscriptos políticos, inmigrantes, entremezclados con el malevaje, el cuchillo y el delito.
El día de nuestro paseo, hacía décadas que el predio era definido como el barrio militar, con los desangelados monoblocks que habían sido construidos en el transcurso del siglo para vivienda de las fuerzas armadas y el Hospital Militar en la otra orilla de la avenida. El arroyo Maldonado, entubado desde 1939, ya no dispensaba sus paisajes bárbaros ni amedrentaba con sus rebases. Sin embargo, Borges insistía en que había olor a charcos y a caballos. No para mí. Pero ocurrió que, al tomar la calle Soldado de la Independencia tuve la sensación de estar transitando otro tiempo. Desde un jardín abandonado, nos alcanzó un aroma de albahaca. Más adelante, el cerco de una casa ostentaba un jazmín del país cargado de flores cuyo perfume nos sumió en una especie de ensueño compartido.
–¡Caramba! –exclamó Borges–. Pensar que posiblemente aquí vivió una muchacha a la que un joven, tal vez un compadrito, le declaró su amor, en este mismo lugar –golpeó el cerco con su bastón–, en esta puerta, junto a este jazmín.
En 1919, Borges regresa al país, al cabo de años en Suiza, donde lo sorprendió la Primera Guerra Mundial, y luego en Madrid, donde frecuentó el ultraísmo que cultivaría poco tiempo. Antes de partir, confiesa a sus amigos su fastidio de tener que volver a una ciudad que presentía mediocre y “marchita”, y su deseo de regresar a Europa cuanto antes. Pero se encontraría en cambio con una metrópoli a la altura de la Argentina de entonces: el mayor exportador de cereales del mundo. Sin embargó, no fue esta la Buenos Aires que lo enamoró, sino la de “las calles desganadas del barrio/ casi invisibles de habituales/ enternecidas de penumbra y de ocasos…”.
Las calles que gestaron al poeta, que enmarcaron todo su universo: Berkeley, Schopenhauer y Chesterton se resignificaron en idioma argentino, en virtud de esas calles que ya para siempre serían su entraña.
En 1923, saturado de atardeceres y de amor, aparece el primer libro de Borges, Fervor de Buenos Aires. Acaso su obra más íntima, en la que despunta lo que será toda su literatura.
A cien años de ese hecho poético, Fervor de Buenos Aires sigue vigente como el primer día, porque expresa el alma de la ciudad que perdura y que no muere: un patio, “la brisa que trae corazonadas de campo”; un jazmín, el crespúsculo en una esquina cualquiera. Buenos Aires. Un fervor inexplicable. Una emoción que nos abraza y que nos nombra.
Fuente: Por Silvia Zimmermann del Castillo para La Nación