Hoy, en su cuenta de Instagram la escritora Siri Hustvedt anunció que su pareja, el escritor Paul Auster, de 76 años, padece cáncer y se encuentra realizando tratamientos en un hospital de la ciudad de Nueva York. “He estado alejada de Instagram por un tiempo -escribió la autora-. Es porque a mi esposo le diagnosticaron cáncer en diciembre después de haber estado enfermo durante varios meses antes. Ahora está siendo tratado en Sloan Kettering en Nueva York, y yo he estado viviendo en un lugar que llamé Cancerland. Muchas personas han cruzado sus fronteras, ya sea porque están o han estado enfermos o aman a alguien, un padre, hijo, cónyuge o amigo que tiene o ha tenido cáncer. El cáncer es diferente para cada persona que lo tiene. Todos los cuerpos humanos son iguales y no hay dos iguales”. La noticia causó pesar en la escena literaria internacional.
“Algunas personas sobreviven y otras mueren -remarcó Hustvedt-. Esto lo sabe todo el mundo y, sin embargo, vivir cerca de esa verdad cambia la realidad cotidiana”. En la foto que acompaña el texto, tomada en la Navidad de 2020 por Spencer Ostrander (con quien Auster publicó el libro de no ficción Un país bañado en sangre), la escritora le da un beso en la sien a su marido.
A partir de esta coyuntura, la autora reflexiona sobre su relación con el escritor. “La intimidad con otra persona no es solo una experiencia paralela, dos líneas que se mueven en la misma dirección pero no se cruzan -se lee en la publicación-. Es mucho más como un diagrama de Venn dinámico, si tal cosa es posible, las partes superpuestas de dos círculos siguen moviéndose y cambiando con el tiempo. Un ‘yo’ y un ‘tú’ en movimiento que también es un ‘nosotros’”.
“Creo que sería horrible estar solo en Cancerland -concluye la autora de Un verano sin hombres-. Vivir con alguien que tiene cáncer y está siendo bombardeado con quimioterapia e inmunoterapia es una aventura de cercanía y separación. Uno tiene que estar lo suficientemente cerca para sentir los tratamientos debilitantes casi como si fueran propios y lo suficientemente lejos para ser una ayuda genuina. ¡Demasiada empatía puede hacer que una persona sea inútil! Esta cuerda floja no siempre es fácil de caminar, por supuesto, pero es el verdadero trabajo del amor”.
Ambos tienen una hija, la cantante y actriz Sophie Auster, que publicó en su cuenta de Instagram la misma foto que su madre, con otro texto. “Mi madre @sirihustvedt acaba de dar la noticia en Instagram de lo que hemos estado viviendo con el diagnóstico de cáncer de mi padre desde diciembre. Ha sido un viaje lleno de baches de desconocimiento, miedo y esperanza. Está siendo tratado en Sloan Kettering y estamos atravesando esto como familia. Por favor, ténganos presentes en sus pensamientos”.
En abril del año pasado, Daniel Auster, hijo de Auster y Lydia Davis, falleció por sobredosis a los 44 años. En su cuerpo se hallaron restos de heroína y fentanilo. Se encontraba en libertad condicional, acusado de homicidio involuntario por la muerte de su hija de diez meses; el hijo de los escritores, además, tenía antecedentes por robo y posesión de drogas y se lo había vinculado con el asesinato de un traficante en los últimos años del siglo XX (esa circunstancia aparece ficcionalizada en una novela de Hustvedt, Todo cuanto amé).
En el libro con fotos de Ostrander, recientemente publicado en la Argentina por Seix Barral, el Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2006 evoca un trágico episodio familiar, en el que su abuela disparó y mató a su abuelo cuando el padre del autor tenía solo seis años, en enero de 1919. “Al comienzo de la tercera ola de la pandemia de gripe española que se había desencadenado el año anterior, y solo una semana después de la ratificación de la Decimoctava Enmienda de la Constitución, que prohibía la producción, el transporte y la venta de bebidas alcohólicas en Estados Unidos, mi abuela mató de un tiro a mi abuelo”, escribió. Ese suceso, interpreta el escritor, “destrozó” la vida de su padre.
“Hubo un juicio, como es natural, y después de que mi abuela resultara inesperadamente absuelta por motivos de locura temporal, sus cinco hijos y ella se marcharon de Wisconsin, se dirigieron al este y acabaron instalándose en Newark, Nueva Jersey, donde mi padre creció en el seno de una familia destrozada y presidida por una matriarca exaltada, trastornada las más de las veces, que adoctrinó a sus hijos para que no dijeran ni palabra, ni entre ellos ni a nadie más, de lo que había pasado en Kenosha”, narra el autor en las primeras páginas de Un país bañado en sangre.
En Un país bañado en sangre se combinan la crónica con la biografía, y el análisis con la denuncia sorber la fascinación por las armas en su país natal, que provoca cientos de asesinatos y masacres, casi siempre a manos de hombres jóvenes.
“Cuando hablamos de tiroteos en este país, invariablemente centramos el pensamiento en los muertos, pero rara vez hablamos de los heridos, de los que han sobrevivido a las balas y siguen viviendo, a menudo con devastadoras heridas permanentes: el codo hecho añicos que deja inútil el brazo, la rodilla pulverizada que convierte el paso normal en una dolorosa cojera, o el rostro destrozado y recompuesto con cirugía plástica y una prótesis de mandíbula -reflexiona el autor-. Luego están las víctimas a las que las balas no han lastimado pero que continúan padeciendo las heridas internas de la pérdida de seres queridos: la hermana tullida, el hermano con lesión cerebral, el padre muerto”.
Fuente: Daniel Gigena, La Nación