Quentin Tarantino es el último de una estirpe: el director de cine cuyo nombre es también una marca o, dicho de otro modo, la promesa de que un conjunto de expectativas serán cumplidas. Como en el caso de Hitchcock, Fellini y unos pocos más, nadie promocionaría una película de Tarantino sin mencionar, antes que cualquier otra cosa, que se trata de una película de Tarantino. No hay realizadores que hayan surgido posteriormente que sostengan un lugar semejante ante el gran público. Tarantino ejerce autoridad sobre el cine en todos los sentidos, también porque es percibido como una filmoteca ambulante: el cineasta que vio absolutamente todas las películas y, en particular, aquellas que nadie más vio o se tomó en serio hasta que fueron rescatadas por él.
La estatura mítica de su cinefilia tiene, sin embargo, los mismos pies de barro que cualquier otra. En una entrevista realizada en el podcast del novelista Bret Easton Ellis (quien también es un cinéfilo y un muy buen crítico de cine) Tarantino reconoce que apenas vio tres películas de Bergman y otras tantas de Fassbinder en toda su vida. Con la excepción de ciertos autores del cine francés e italiano, los cineastas europeos no son su fuerte, algo que constituye una laguna del tamaño de un océano. Como suele ser el caso para la mayoría de los mortales, Tarantino sabe mucho sobre aquello que le gusta mucho y, en su caso, tal cosa es el cine de los géneros considerados bastardos (thrillers de venganza, blaxploitation, westerns spaghetti, películas de artes marciales), el cine norteamericano y, en particular, el cine norteamericano realizado en las décadas del 60 y 70 y, más específicamente, el llamado New Hollywood, la ola de realizadores que intentaron volverse autores al modo europeo dentro del cine de los grandes estudios. En suma, el cine que vio durante su infancia. De esto trata su primer libro de crítica, Meditaciones de cine, distribuido este mes en las librerías locales bajo el sello Reservoir Books.
La formación de Tarantino tuvo dos cimientos: uno fue su trabajo como empleado de Video Archives, un videoclub de Manhattan Beach, en California, y el otro, la lectura incansable de la decana de los críticos norteamericanos, Pauline Kael. El realizador admite que a menudo le resultaba más enriquecedor leer la crítica de Kael que ver el film al que se refería. Cuando se menciona la influencia de Godard en su cine –su compañía productora se llama A band apart, casi como uno de los films del fallecido realizador franco suizo, estrenado en la Argentina como Asalto frustrado– no se debe pasar por alto que tal influencia está mediada por las lecturas de Kael, en particular la crítica de ese film: “Ella escribió que Bande á part era el resultado de que un conjunto de franceses enloquecidos por el cine tomaran una novela policial mediocre y rescataran solo la poesía que eran capaces de leer entre líneas. Ahí mismo encontré mi estética. Eso era lo que yo quería hacer”.
En un realizador para el que la vida es el cine (todo en sus películas remite a otras películas, nada a cómo las cosas existen en la vida real), no resulta extraño que su libro de crítica sea, al mismo tiempo, una suerte de una autobiografía. Tampoco que, cómo crítico, Tarantino exhiba los dos pilares mencionados de su educación cinematográfica: su escritura hace pensar en la de Kael por la legibilidad, el análisis ingenioso y antiacadémico y la audacia para defenestrar a colegas (“El volar es para los pájaros es una de las peores películas que jamás han llevado el logo de unos estudios, y eso teniendo en cuenta que Altman también hizo para unos estudios Quinteto, que es malísima, aburrida y absurda. Pero El volar es para los pájaros es el equivalente cinematográfico a una cagada de pájaro en la cabeza”).
Su escritura también reenvía a sus años en el mostrador del videoclub dado que preserva la infinita asociación libre entre films de una larga conversación entre fanáticos. Tal como los parlamentos de sus películas, su forma elaborada fluye con una naturalidad inverosímil a la vez que carga con todas las marcas de su estilo, incluido el humor. El libro no es otra cosa que un largo y muy ameno diálogo de Tarantino consigo mismo sobre el cine que le gusta. Así narra su primera experiencia cinematográfica memorable: “Cuando yo tenía siete, asistí por primera vez a una sesión en el Tiffany. Mi madre (Connie) y mi padrastro (Curt) me llevaron a un programa doble: Joe, ciudadano americano, de John G. Avildsen, y ¿Dónde está papá?, de Carl Reiner. Alto ahí, ¿viste Joe, ciudadano americano y ¿Dónde está papá? en una sesión doble a los siete años? Vaya que si las vi”.
Si bien éste es oficialmente su primer trabajo de crítica, en verdad se trata del segundo. Su primer libro dedicado al rubro fue también su primer libro: Érase una vez en Hollywood, un escrito de critica cinematográfica camuflado como la novelización de una buddy movie camuflada como un western moderno. Allí, Tarantino convierte al guardaespaldas y doble de riesgo Cliff Booth (el personaje interpretado por Brad Pitt en el film) en un cinéfilo avezado, tan solvente en la filmografía de Sonny Chiba como la de Michelangelo Antonioni. La voz de Booth en esa novela, el fluir de su conciencia mientras piensa en películas, es la misma de Tarantino en estas Meditaciones de cine.
El título original del libro es Cinema Speculation y si bien como título “meditación” suena mejor que “especulación”, oculta un aspecto central del texto. Los posestructuralistas solían afirmar que la crítica es también una forma de creación dado que abre el sentido de la obra a nuevas nociones capaces de transformarla. Tarantino no es un crítico posestructuralista pero ciertamente muchos de sus análisis intentan transformar o reescribir los films de los que habla. De hecho, el ensayo que da título al libro es una reseña acerca de cómo habría sido Taxi Driver si hubiera sido dirigida por Brian de Palma, en lugar de Martin Scorsese. Esta pulsión de reescribir films, de leer las películas de otros tal como debieron haber sido en lugar de como son recorre todo el libro, que toma la especulación como una forma de análisis y, en definitiva, nos regala remakes contrafácticas al estilo Tarantino de algunas escenas centrales de la historia del cine.
El escritor británico Geoff Dyer (autor de un extraordinario libro sobre Stalker de Andrej Tarkovski llamado Zona, que también combina crítica y autobiografía) afirma que nadie puede descubrir su película favorita después de los 25 años. Es en la juventud cuando se calcifica nuestro gusto. El libro de Tarantino abre y cierra con dos emotivos ensayos en los que repasa momentos de su infancia, de su vínculo con sus padres y mentores, todos ligados a visitas a una sala de cine que resultaron cruciales en su formación como espectador y futuro realizador: “Aquella noche de sábado en el centro, empezó a parpadear a través de la ventana del proyector Pólvora negra, la última película de Jim Brown, para un público sumamente entusiasta formado por unos ochocientos cincuenta negros, ochocientos de los cuales eran hombres. Y, para ser sincero, ya nunca he vuelto a ser el mismo desde entonces. A partir de ese momento, en mayor o menor medida, me he pasado la vida entera yendo a ver películas y haciéndolas, en un esfuerzo por recrear la experiencia de ver una película de Jim Brown recién estrenada, un sábado por la noche, en un cine con público negro en 1972″.
Este libro también es un regreso inteligente, atrevido, verborrágico e infinitamente entusiasta a los films que Tarantino vio en su infancia y que marcaron toda vida.
Fuente: Hernán Ferreirós, La Nación