En las desterradas playas rodeadas de tierras salitrosas y agrietadas por la aridez y la milenaria ausencia de lluvias, se esconde una playa de insospechada belleza donde viven 15 habitantes que practican la pesca artesanal y la marisquería por buceo sobre el golfo San José, en el lateral norte del istmo Ameghino en la Península Valdés, en Chubut. Una familia pionera tuvo una idea: invitar a turistas a participar de la actividad embarcada, regresar a la costa con la pesca, cocinarla y comerla frente al mar calmo. “Es única”, resume la experiencia Antonella Díaz.
“Playa Larralde es un paraíso”, confiesa Díaz, al referirse a la solitaria aldea de pescadores donde se realiza la actividad. Poco conocida, se halla frente al manso Golfo San José, donde el mar se presenta como una inmensa pileta que esconde en sus profundidades una exquisita riqueza de peces y mariscos que definen el aroma y la cultura de esta tierra secana. “Es una herramienta de sustentabilidad turística —cuenta Díaz—. Nuestro emprendimiento es una manera de contar la historia familiar, pero también de toda una comunidad que vive del mar”.
Su familia hace 40 años que practica la pesca artesanal.
“Díaz de pesca”, así se llama la experiencia. La actividad comienza temprano. “Aunque no tenemos horarios, una vez en el mar, se trata de disfrutar y desconectarse”, señala Alberto Alcántara, esposo de Díaz, capitán de barco y nacido y criado en Puerto Pirámides, el único pueblo de la Península Valdés, a solo 15 kilómetros.
“Dejamos los teléfonos y nos olvidamos de todo”, recalca. Los visitantes son recibidos de la mejor manera: ensalada de mariscos y un gin tonic a metros del mar. El siguiente paso es embarcarse. Ayuda la inexistencia de señal telefónica ni de internet, el aislamiento es extremo y solo así se produce la conexión directa con la naturaleza. El constante viento limpia la vista hasta llevarla a la inmensidad, la inabarcable pampa liquida del mar argentino.
Al barco entran un mínimo de cuatro y un máximo de diez personas. “Es muy personal —afirma Díaz—. Está pensado para mostrar el estilo de vida del pescador artesanal”.
Se trabaja con marea baja y se lleva la embarcación al lugar donde los pescadores y marisqueros de buceo hacen su actividad. Mientras los turistas participan de esta experiencia, se es testigo de la recolección de mariscos. “Es la primera experiencia del país de pesca artesanal por buceo —afirma Díaz—. Nuestra historia nace en el mar y se las contamos”.
¿Cómo es la pesca marisquera por buceo? “Es un trabajo duro”, anticipa Alcántara. Durante dos o tres horas se sumergen pescadores que son buzos a una profundidad que puede llegar a diez metros. Lo hacen con un salabardo (una cesta de red) atada a un cabo y un narguil, una manguera que les provee oxígeno que se genera por un compresor a bordo. A mano, y usando mucho la intuición y reconociendo el terreno con la vista, en aguas cristalinas, recolectan vieiras, cholgas, almejas, mejillones y navajas hasta llenar el salabardo, con un tirón en el cabo, lo sujetan y el capitán del barco lo lleva a superficie mientras sumerge uno vacío.
Por salida pueden llenar hasta 30 salabardos. Cada buzo puede estar una hora, máximo hora y media bajo el agua, para salir, se debe cumplir con un estricto protocolo: la descomprensión, la eliminación del nitrógeno de la sangre por la diferencia de presión. “Tenemos que subir lentamente y estar por lo menos 45 minutos bajo el agua, sin movernos”, afirma Alcántara.
Si esto no llegara a respetarse, se forman burbujas en la sangre que pueden ser mortales si llegan al cerebro. “En invierno llevamos trajes muy gruesos para soportar las bajas temperaturas”, sostiene.
“Solo extraemos lo que necesitamos”, sostiene Díaz. Es una actividad de bajo impacto ambiental. También invitan a los visitantes a pescar con caña, pero un máximo de seis y solo se puede llevar una pieza. Las especies más valoradas son el salmón y el mero. Cada caña tiene un solo anzuelo. Los peces se devuelven al mar, y nunca se llevan hembras. El pez que se lleva a la costa tiene que pesar más de 3,5 kilos. “De esta manera le mostramos al turista los valores del pescador artesanal”, afirma Díaz.
“Disfrutamos de la gastronomía local”, sostiene Antonella. De regreso en Playa Larralde, en una mesa frente al mar se va preparando los platos, con la aldea de pescadores detrás, la soledad y los silencios son absolutos. El mar tiene la potestad del único sonido permitido. Con los mariscos y el pescado frescos, se invitan a los participantes a cocinar. Empanadas de salmón, ensalada de mariscos, escabeches de mejillones y cholgas, vieiras gratinadas y una paella. “Es una gastronomía de cercanía, no hay camiones ni alimentos congelados, los productos vienen directamente del mar a la mesa —se enorgullece Antonella—. Es la dieta del pescador artesanal”.
“A los ocho año comencé a bucear”, cuenta Díaz. En el momento en que las niñas jugaban con muñecas, su padre Raúl y su hermano Darío –pioneros que desarrollaron la actividad marisquera que completan el equipo de “Díaz de pesca”— la llevaban a Playa Larralde. Así pronto se familiarizó con las mareas, los vientos y el lenguaje del mar.
“Para una mujer nunca fue fácil, pero los tiempos han cambiado —sostiene—. El mar es quien nos dice lo que podemos hacer en el día”. Ideóloga de esta experiencia, logró resumir la historia familiar en una actividad en la que toda la familia está involucrada. “Somos pescadores artesanales, más que un trabajo es una forma de vida”, dice.
“Es increíble el efecto que produce esta playa, cuando llegan los turistas, dejan el celular en el auto y se olvidan de su vida anterior”, cuenta Alcántara. La realidad peninsular y la escénica playa borran en forma inmediata las rutinas y obligaciones de la sociedad moderna. En Playa Larralde, se vive una vida austera, primitiva y sencilla. Los barcos amarillos, las pequeñas casas sostenidas por la esperanza de una buena pesca y por tamariscos que tiemblan con el viento.
No siempre se pescó de esta manera, en forma manual. La vieira tehuelche del Golfo San Matías, al norte de la Península Valdés, fue extraída masivamente y las embarcaciones comenzaron a incursionar más al sur, hasta el Golfo San José, la depredación pesquera industrial estuvo a punto de agotar el recurso, utilizando la técnica de la rastra, arrasando con todo el lecho marino hasta el año 1974 cuando se la prohibió, creando el Parque Marino Provincial, para proteger las especies pero también el modo de vida de los pescadores artesanales. La unión de ellos fue determinante para que la Unesco declarase a la Península Valdés, Patrimonio de la Humanidad.
Playa Larralde tuvo actividad humana desde hace miles de años. Los tehuelches habitaron la Península, y los pescadores artesanales usan la misma técnica que ellos. La primera aparición del hombre blanco fue en 1779, cuando desembarcaron los españoles para crear el Fuerte San José. Mujeres, niños y hombres venían a cumplir con la orden real de hacer un pueblo en este desamparado rincón del fin del mundo. Tuvieron una vida miserable.
El clima seco y ventoso en verano, el extremo frío en invierno, la ausencia de agua dulce, hizo imposible la vida allí. Lo que se sumó a la amenaza constante de los malones tehuelches. Hasta agosto de 1810, incluso después de la Revolución de Mayo, los españoles permanecieron allí, aislados del mundo. Hasta que la Primea Junta ordenó su traslado a Carmen de Patagones, en la provincia de Buenos Aires. De los 200 habitantes de Fuerte San José, solo dos hombres sobrevivieron: pudieron escapar del malón y en una agónica travesía a pie, llegaron al poblado bonaerense. Recién en 1882 volvió a estar habitada la Península, para iniciar la extracción de sal de las salinas que tiene en su interior.
“Tenemos la necesidad de volver a conectarnos en forma extrema con la naturaleza y con los valores de los pescadores artesanales”, señala Díaz. La familia de mar, esa Argentina desconocida para muchos, aquí se muestra en su intimidad. “Proponemos algo simple: desenchufarnos”, expresa la única mujer de una familia de marisqueros. Las herramientas son también simples: alimentos frescos, una mesa frente al mar y las historias de una playa escondida.
Fuente: Leandro Vesco, La Nación