La historia de amor entre Aína y Kaidú, el perro de Juan, su pareja, narrada con asombro y sensibilidad por Paula Perez Alonso (Buenos Aires, 1958), ganó la segunda edición del Premio Sara Gallardo, el galardón que homenajea con su nombre a la escritora y periodista argentina. El premio reconoce la mejor novela de una escritora argentina (cis o travesti trans) publicada en el transcurso del último año y otorga $600.000. Es la primera vez que Perez Alonso participa de un concurso literario.
En la final, el jurado –integrado por las escritoras María Rosa Lojo y Esther Cross, y por el escritor I Acevedo– eligió Kaidú (Tusquets), la novela de Perez Alonso, frente a Olimpia, de Betina González, Una familia bajo la nieve, de Mónica Susana Zwaig, Monchi Mesa, de Marina Closs y Antes que desaparezca, de Sylvia Iparraguirre. El próximo miércoles 21, la Perez Alonso recibirá el premio en la Casa del Bicentenario. En esta edición del Sara Gallardo se presentaron 91 títulos, provenientes de diferentes provincias y editadas por sellos independientes, universitarios y grandes grupos. En 2021, el primer premio había sido para la La sed, de Marina Yuszczuk.
Anteriormente, la autora -que además se desempeña como editora en el sello Planeta- había publicado No sé si casarme o comprarme un perro (1995); también El agua en el agua, Frágil y El gran plan. Colabora con el diario Página 12 y, de vez en cuando publica cuentos o textos que combinan narración con reflexión.
“Es la primera vez que me presento a un premio -dice Pérez Alonso en diálogo con LA NACION, tras conocerse la noticia, en el Boletín Oficial-. Cuando Paola Lucantis, editora de Tusquets, me lo propuso, sentí que sí, porque tiene como figura tutelar a Sara Gallardo, una de mis escritoras favoritas de todos los tiempos. A la protagonista de Kaidú lo diverso se le impone y le exige una forma de vivir distinta. Atipicidades, rebeliones y diversidades que veo encarnadas en Sara Gallardo. Su obra siempre me impresionó. Es verdadera, genuina, autónoma, no busca temas fáciles, lo que la interpelaba a ella nos sigue interpelando a través del tiempo, no queda restringida a una época, es literatura pura, letra viva, sin edad”.
-¿Qué relación hay entre tu primera novela, No sé si casarme o comprarme un perro, y Kaidú?
-Creo que las dos novelas son disruptivas. Aquella captó algo que estaba en el aire con el tema de una concepción de la sociedad que se casa, tiene hijos, arma familias, era una novela en contra del disciplinamiento. Esto era un gesto posmoderno y era una reflexión sobre la libertad de la mujer, la independencia, todo eso estaba estallando y después se hizo imparable. Había un gran malestar y la novela capta eso. Sigue siendo un buen título. La narradora de la novela quiere vivir desprejuicidamente, pero la historia se la lleva puesta. En No sé si casarme o comprarme un perro no hay salida. Es mi primera novela: imposible que no tuviera rastros autobiográficos. La leo hoy y me resulta densa. En Kaidú el perro es un personaje real y central, es el que educa a la protagonista; en aquella era una excusa, una provocación, una boutade.
-¿Cómo escribiste Kaidú?
-Se dio algo tan extraordinario que superó todo esquema de interpretación. Me gustó escribir fuera del lugar común. La indagación del ser propio de la animalidad que no podemos descifrar, que habita en otra esfera, con otro saber que desconocemos, me indujo a pensar las relaciones entre las personas, y entre las personas y las especies y el cosmos. Fue una educación sentimental; de manera muy concreta y material lo que decían Gilles Deleuze y Félix Guattari: ‘Liberar la vida allí donde está cautiva’. Cruzar umbrales, todo el tiempo. Y apareció ese pensamiento de Kafka tan luminoso: ‘Siéntate y espera con paciencia, el mundo se presentará ante ti para que lo desenmascares’”.
-¿Vivís con un perro?
-Compartimos con mi novio Ramón a Gina, que vive con él y pasa algunos días conmigo y otros días los tres juntos.
Así empieza la novela ganadora
Cuando conocí a Kaidú, el perro de Juan, no imaginé que me casaría para toda la vida. Esa duda que aparece cada vez que nos enamoramos y, a punto de comprometernos, nos envara estúpidamente, nos ronda y nos acecha como si no existiese la posibilidad del error, como si los seres humanos debiéramos evitar equivocarnos y, a pesar de nuestra voluntad no fuéramos a tropezar, de un modo repentino, con los papelones más ridículos, despiadados o patéticos.
Vi a Juan por primera vez un mediodía en una muestra colectiva de un artista amigo. Puro azar. Me cautivó su timidez, una reticencia a preguntar las cosas obvias. Observaba los cuadros en detalle y también estaba atento al movimiento alrededor, como si esperara alguna señal mínima para moverse en una dirección de la galería u otra. Lo recuerdo nítido en ese momento como alguien que se concentra en su objetivo, con cierta discreción. Tal vez esa falta de ansiedad -o el vino blanco bien frío- me relajó y entramos en un diálogo intenso: de pronto me encontré contándole las cosas más cruciales de mi vida de manera maníaca, me zambullí en la confidencia desatada, algo inusual en mí, porque no soy una gran conversadora. Él, quizás alentado por esta locuacidad, me confió algunos hechos igualmente serios y otros graciosos, y aludió a su «sentido de inadecuación», una definición que con el tiempo volvería a iluminar como un centro de gravedad que explicaría decenas de sinrazones. La conversación se desbordaba con la exageración de quienes intuyen que no van a volver a verse. ¿Tal vez alguien que no expresaba ansiedad me inspiró confianza? ¿Cómo saberlo? Todavía hoy me resulta imposible reconstruir el impromptu.
Fuente: Daniel Gigena, La Nación