A los 65 años, Daniel Barenboim dijo que había vivido ya cinco vidas. Podría haber dicho con todo derecho también siete o diez ¿Cuántas otras vidas habrá en esa sola vida hoy, cuando cumple 80 años? En un artículo publicado hace quince días, Barenboim decidió evocar los orígenes de su vida musical. Varios pasajes se solapan con lo que había contado ya en su autobiografía, pero hay detalles nuevos. Cuenta ahí que, tras dejar Buenos Aires y llegar a Salzburgo, se encontró con “algunos de los músicos más importantes del mundo entonces. ¡Gente que había conocido personalmente a Brahms! Fueron testigos de otro tiempo. Vi y escuché a Edwin Fischer, un pianista que me inspira hasta hoy, y toqué la espineta de Mozart en su casa natal, en 1952, y en el marco del final del curso de dirección con Igor Markevitch el Concierto en re menor de Bach”.
Así también, mutatis mutandis, nos pasa con Barenboim, el hombre contemporáneo nuestro que fue testigo y hacedor de otro tiempo; el hombre a quien, a los 12 años, Arthur Rubinstein le dio su primer cigarro, e inauguró una de “sus grandes felicidades diarias”, la de fumar cigarros; el hombre del que, un año antes, Wilhelm Furtwängler había puesto por escrito que era “un fenómeno” y lo invitó a tocar con él y con Filarmónica de Berlín (una invitación que el padre de Barenboim rechazó); y, sobre todo, el hombre que hizo cumbre en todo el repertorio, como pianista y como director. Es también el músico que salió de una Argentina que ahora existe apenas en la imaginación. Sería una infatuación nacionalista que el país se atribuyera una excepcionalidad tan incomprensible como la de Barenboim, pero si no fue “gracias a” la Argentina no fue tampoco entonces “a pesar de” ella.
“Uno se da cuenta de que tiene más ayer que mañana, y entonces el ayer tiene otra importancia”, contaba el maestro a LA NACION hacia 2016. Se refería a que la Argentina, entendida como su pasado, había crecido en él. Tal vez eso explique los episódicos conciertos con Martha Argerich: es ella la persona que lo conoce hace más tiempo, literalmente toda una vida, y la única con la que tiene recuerdos compartidos de la infancia en la Argentina, como el Apfelstrudel que comían en la casa de Ernesto Rosenthal, en Talcahuano 1257, en 1949. Lo dijo el propio Barenboim: “Los argentinos somos personas un poco sentimentales. Eso nos une”.
Orígenes y metas
La acción de Barenboim desborda la música, pero puede explicarse únicamente por medio de ella. Para decirlo de manera muy sencilla: si Barenboim es un gran hombre es porque es un gran músico. Solamente así, y no al revés, se explica por ejemplo la creación, con Edward Said, de la Orquesta West-Eastern Divan. La explicación de por qué es un músico tan grande resulta en cambio más ardua porque comporta minucias técnicas -minucias que quien escucha atentamente puede de todos modos ignorar sin que la vivencia musical sufra menoscabo alguno- y porque además hay en toda esa explicación un punto inexplicable. Como el propio maestro observó: “Estoy convencido de que hay cada vez más cosas de la música que son explicables. Lo único que no es explicable es su inexplicabilidad. Esa inexplicabilidad puede ser lo más interesante. Y del mismo modo que no podemos superar del todo esa inexplicabilidad, tal vez la música no disipe la complejidad del mundo, pero sin duda puede ayudarnos a descifrar esa complejidad y a comprenderla en sus propios términos”.
La aceptación de esa inexplicabilidad, y las consecuencias que saca de ella, es lo que explica, por lo menos en parte, la magnitud artística de Barenboim. Dicho de otra manera: “El tempo no se oye; lo que se oye es el contenido. Los músicos que empiezan decidiendo la velocidad son como un ciudadano que no toma ninguna responsabilidad”.
La forma, que es otra manera de decir “el contenido”, se explica a sí misma. Pero antes alguien tiene que volver a modelarla. El artista sabio sabe que la forma moldea también a quien la moldea. Barenboim es ese artista, y el discernimiento de esa configuración mutua es evidencia de inteligencia y de responsabilidad.
Dijo Barenboim acerca de Furtwängler: “Son muchos los músicos que hacen música igual que viven. Furtwängler trató de vivir igual que hizo música. No es precisamente cómodo. Hay que querer y poder hacerlo. Pero únicamente entonces las cosas resultan de manera diferente de aquella a la que estamos acostumbrados”. Así pasa con él mismo. Hay un hilo de acero que une sus decisiones estrictamente musicales con sus posiciones humanas: la inteligencia del oído y la inteligencia a secas; la música y su relación con el mundo. Eso explica su integridad. Barenboim es un hombre valiente, pero lo es (y lo es antes que nada) porque es un músico valiente. Es decir, nuevamente: lo primero es siempre la música. El coraje para acumular un crescendo hasta el punto inmediatamente anterior, inconmensurable, en que esa tensión se hunde en un piano subito o en el silencio no pertenece al simple orden técnico, sino al ético.
Tiempos difíciles
El 80º cumpleaños de Barenboim es hoy muy diferente de cualquier otro cumpleaños. Probablemente nunca había estado él, como ahora, tanto tiempo sin subirse a un escenario. El 4 de octubre último, el maestro difundió una breve nota con su firma en la que decía lo siguiente: “Mi salud se deterioró en los últimos meses y fui diagnosticado con una enfermedad neurológica grave. Tengo ahora que ocuparme todo el tiempo que pueda de mi bienestar físico”. Ya antes de ese comunicado, había desistido de dirigir el Ring wagneriano en octubre, en la Staatsoper de Berlín, pero fue la inminencia de una gira asiática lo que precipitó la decisión de tomarse un descanso. No hubo información acerca de si el problema neurológico guarda relación con la vasculitis que se había mencionado en las primeras cancelaciones. Las cancelaciones llegan hasta Navidad, pero sigue por ahora programado en concierto de fin de año, también en la Staatsoper, en la que tendría que dirigir la Novena sinfonía, de Beethoven.
Si ese concierto se realizara, no podría imaginarse una rentrée, y si no se realizara pueden verse en la página de la Pierre Boulez una nueva serie de clases magistrales de Barenboim sobre las sonatas para piano de Beethoven. La serie anterior de masterclasses, a mediados de los 2000, junto con el registro completo de las sonatas, tuvo efectos imprevistos. El compositor argentino Gerardo Gandini, por ejemplo, decía que se había reconciliado con Beethoven gracias a ellas: “Me impresionaron mucho las versiones de Barenboim de las sonatas que pasaron por televisión. Me parecieron realmente magistrales. Y yo descubrí la etapa intermedia de Beethoven. Las sonatas intermedias, que las tenía un poco relegadas y son obras absolutamente geniales”.
Este testimonio de Gandini es importante porque no cuesta nada generalizarlo a otros oyentes (músicos o no) y a otros repertorios. El testimonio se agiganta porque Gandini fue un compositor y pianista mayúsculo, y no parece sencillo impresionar a quien tiene semejante intimidad con la música, la intimidad de quien puede imaginarla y la de quien puede tocarla. En cada ejecución de Barenboim (al maestro no le gusta la palabra “interpretación”, aunque difícilmente pueda haber ejecución justificada sin una interpretación que la preceda) hay algo de la pieza ejecutada, o la pieza entera, que parece recién nacido: lo que parece recién nacido es la pieza misma, que se revela diferente, felizmente desconocida.
A Gandini le pasó con las sonatas de Beethoven, pero a otros podría pasarles con la Sonata para piano de Alban Berg, con las sinfonías de Bruckner (Barenboim es nuestro bruckneriano mayor, y no hay que olvidarse de que si el maestro se dedicó a la dirección fue porque escuchó a Rafael Kubelik dirigir la Novena) o con sur Incises, de su amigo Pierre Boulez. Pero con Beethoven pasa otra cosa: las sucesivas versiones que Barenboim dejó de sus 32 sonatas pueden escucharse como un diario personal.
Barenboim tocó por primera vez una sonata de Beethoven (fue la opus 14 n° 2) a los 10 años, e hizo en público su primer ciclo completo de las 32 sonatas a los 17, en Tel Aviv. El propio maestro suele contar con una naturalidad que terminaba los deberes de la escuela y estudiaba las sonatas que tocaría ese fin de semana. Desde entonces, tocó el ciclo en público un número de veces que él sabrá pero que es difícil de precisar (en Buenos Aires, pudimos escucharlo en el Teatro Colón en 2002) y las registró cinco veces: entre 1966 y 1969, entre 1981 y 1984, la tercera (superpuesta con la segunda) entre 1983 y 1984, la cuarta en 2005 (primero en DVD y posteriormente en CD) y la quinta durante la pandemia, en una grabación publicada hacían fines de 2020 por Deutsche Grammophon, que incluye también las Variaciones Diabelli. Nadie hizo nunca algo así. Además, ningún músico vivo, y muy pocos en la historia, tuvieron la intimidad que tiene Barenboim con la música de Beethoven. No es solamente su affaire episódico con las sonatas: tocó y grabó los conciertos para piano, los tríos, las sonatas para cello y para violín, el triple concierto, las nueve sinfonías y la ópera Fidelio. Los repertorios se iluminan mutuamente. Cuando uno revisa con atención las diversas ejecuciones de las sonatas, advierte que Barenboim no rectifica lo hecho antes; es decir, cada grabación no busca corregir la anterior. En ese caso, habría un efecto impugnatorio, como si la nueva versión produjera la anulación de las anteriores. No es eso. Cada una tiene una existencia propia, y lo que hay es en todo caso una profundización, como quien cava en el mismo lugar.
Volvamos a la cuestión de la forma. Para Barenboim, la forma no es un mero término técnico: es “la esencia” de la experiencia de la música porque en la forma está contenida, o mejor dicho configurada, la lógica interna. Su tarea, de pianista en este caso, es la revelación paulatina de esa forma. Esto no ocurre de una sola vez ni de un modo definitivo. No es una cuestión que una vez resuelta pierda interés. Si así fuera, no harían falta más lecturas de cualquier de las sonatas. Dice Barenboim cuando habla de la Sonata opus 111, la última de Beethoven: “Creo que lo más importante para nosotros los ejecutantes, y para el público también, es darnos cuenta de que la comprensión y la apreciación de la música son en sí mismas un proceso de creación, porque la música pide una respuesta activa”. Esa demanda se revela indefinida.
El barítono Dietrich Fischer-Dieskau, con quien el maestro argentino tuvo actuaciones y discos inolvidables, dijo de él en su Nachklang: Ansichten und Erinnerungen (1990): “Daniel Barenboim tiene rasgos de genio múltiple. Y si hoy se tratara de seguir componiendo con la naturalidad de Mozart, también en este campo tendría asegurado un lugar en lo más alto”. Todo aquel que haya tratado a Barenboim podría presentar una prueba de primera mano de su genialidad. Pero sigamos con la glosa de una que alega Fischer-Dieskau. Estaban los dos ensayando en Nueva York los Mörike-Lieder de Hugo Wolf que iban a tocar en el Carnegie Hall. En mitad del pasaje en octavas de “Feuerreiter”, que estaba tocando a primera vista, Barenboim se levantó del piano y le dijo a Fischer-Dieskau que lo disculpara un momento. Corrió a un escritorio en el que estaba abierta la partitura del colosal Concierto para piano de Furtwängler, que iba a tocar en Los Ángeles con Zubin Mehta. Observó la partitura en silencio unos segundos y volvió como un rayo a sentarse al piano. “De modo que –concluye Fischer-Dieskau– al mismo tiempo que la pieza de Wolf, nada sencilla, tenía también en la cabeza toda otra obra”.
Aunque el barítono no aclara la causa por la que Barenboim saltó del piano (¿una asociación entre el lied de Wolf y el concierto de Furtwängler?, ¿una duda mientras leía mentalmente la partitura?), la anécdota tiene otro interés. El repertorio de Barenboim es apenas menos vasto que su memoria, pero nada enciclopédico hay en él. No es información; es conocimiento. Tal vez esto explique que encontremos en Beethoven reflejos anticipados, imposibles de Debussy, y en su Bach a Schumann. La música conversa consigo misma, aunque hay que saber escuchar esa conversación.
Si se piensan cosas como estas es porque Barenboim alentó -por lo que tocó y por lo que dirigió- ese pensamiento. Hasta que vuelva al escenario y al disco, y también después, podemos servirnos de la fecha simbólica y dar las gracias de ser contemporáneos suyos.
Fuente: Pablo Gianera, La Nación