Naomi Campbell se pasea entre creadores, innovadores, jóvenes talentos y diseñadores de moda multipremiados. En la exposición, ubicada en un distrito cultural iluminado por los reflectores de las fastuosas galerías Lafayette, se contemplan cuadros, esculturas, cerámicas, diseños y fotografías. Un retrato al óleo firmado por el artista Kehinde Wiley cotiza a un cuarto de millón de dólares. Hay una silla a 50.000. Alcanza con completar una ficha con nombre, número de teléfono y correo electrónico para mostrar interés como comprador.
En el otro extremo de la ciudad, Pierpaolo Piccioli, director creativo de Valentino, es el alma de una fiesta en un salón con vista a la bahía. Es la gala previa a la inauguración de Forever Valentino, una gran retrospectiva de diseños que ocupa varios pisos del centro cultural M7. El skyline perfecto es el marco definitivo, en un evento en el que no faltan qataríes vestidos en modo occidental. En la tierra sin alcohol en la vía pública (el exceso puede costar caro, desde una multa hasta la cárcel), el alcohol y la música electrónica aparecen puertas adentro. Una cerveza en la terraza del hotel Intercontinental se paga 15 dólares, mientras en la televisión hay fútbol europeo y tres neerlandeses gritan un gol desde las mesas de un bar de ambientación americana.
El calor es agobiante. El sol hace imposible la vida al aire libre entre el alba y el atardecer. La noche da algo de vida, y mucha previsibilidad: siempre habrá calor y nunca lloverá -la temporada alta de precipitaciones puede tener apenas 15 milímetros al mes-. Es un Truman Show constante. Es la historia sin fin. El aire se torna irrespirable por momentos, entre la humedad, los perfumes, las especias y el vapor de las shishas. La sombra es un oasis. Las calles climatizadas hacen lo suyo. El verde importado y los viveros que trabajan a ritmo industrial están transformando el desierto en una gran extensión de césped y palmeras.
El moderno parque automotor convive con las carreras de camellos; los cientos de miles de expatriados hacen cálculos para no sobrepasar su límite mensual de compra de alcohol, ni excederse con las muestras de afecto en público; el último grito de la moda se mueve entre las recomendaciones de vestimentas modestas y pantalones, vestidos o faldas por debajo de las rodillas, sin margen para hombros y espaldas al descubierto; el inglés se impone sobre el árabe, producto de una población mayoritariamente extranjera; un chofer iraní se interna en el desierto de Zekreet bajo el ritmo de una radio latina. En la camioneta suena Aitana, y él asiente. A 18 días para el inicio del Mundial, Qatar no deja de sorprender por sus extrañas combinaciones. Es el destino indescifrable.
La jornada empieza con el rezo del amanecer, en una alarma que se activa desde las mezquitas entre las cuatro y media y las cinco. El instante en el que también se da inicio al día laboral. El ritmo de la ciudad está algo acelerado: las obras no detienen su marcha. Emergen edificios residenciales, se acondicionan plazas, se ultiman detalles, el asfalto crece donde había arena. Un reloj rojo en plena costanera marca la cuenta atrás para la Copa del Mundo. Es la postal que señala lo que vendrá. Lo anticipan los carteles en la vía pública, también. Aunque el calor y una pasión que no coincide con la de otras latitudes atenten contra un clima mundialista, que todavía no domina la escena. Es una pasión controlada; una expectativa medida. Algo remarcan en Doha, el centro de todas las miradas y la principal ciudad del país: Qatar se prepara para lo que viene, pero también para el después. Para cautivar cuando el principal anzuelo se haya marchado.
Mientras, un joven saudí grita en un pasillo del laberíntico Souq Waqif, el renovado mercado antiguo. Un lugar donde ahora brotan souvenirs mundialistas, entre comidas, cafés, perfumes, alfombras y helados turcos, el de los heladeros virales que se lucen con una serie de ágiles movimientos. El joven de Arabia Saudita reconoce respeto por Lionel Messi. Poco importa que sea el primer rival en la próxima gran cita del fútbol. Pero es parte de un idioma universal que ya se habla por estas tierras. El pequeño Qatar, con sus dos millones y medio de habitantes y una superficie que equivale a la mitad de la provincia de Tucumán, espera por una invasión sin precedentes.
“Catalizador de cambios”
La torre Al Bidda es uno de los techos de Doha. Un icónico edificio, de apariencia torcida y parecida a un tornado, que se luce de cara al golfo, a metros de la serpenteante Corniche, la costanera local. Desde allí se gestiona la Copa del Mundo. En uno de sus últimos pisos funcionan las oficinas del Comité Supremo para la Organización y el Legado, el organismo del país anfitrión responsable de las sedes, la planificación y las operaciones. Una casa central que incluye un tour por el paso a paso del certamen. De cómo se llegó hasta aquí, de qué piensan para el después. Todo con la firma de la palabra oficial. “El Mundial resultó un catalizador de cambios para el país. Fueron diez años de cambios necesarios para nuestra sociedad”, destaca Khaled Al-Suwaidi, relaciones públicas del Comité, en un contacto con la prensa en el que participa LA NACION. Lo hace frente a una marquesina en la que se subraya “el bienestar de los trabajadores”. Mano de obra a la que califican de “héroes sobre el terreno”.
La ley laboral no es un tema menor. Y surge en cada encuentro con representantes locales. Durante años, la prensa internacional le apuntó a la “kafala”, el sistema que obliga a los trabajadores inmigrantes a tener un responsable de su condición jurídica, a quien le entregan el documento. Un sistema propio de los países de la región que fue cediendo terreno en los últimos tiempos. Hasta no hace tanto, Amnistía Internacional hablaba de “explotación corporativa”, mientras se filtraban informes sindicales que calculaban miles de muertos en obras. Varios supuestamente relacionados a la construcción de estadios. Una auditoría laboral a la que tuvo acceso el New York Times en 2018 encontró trabajadores con 72 horas semanales de ocupación y 124 días consecutivos sin descanso. Los “héroes” llegan desde Nepal, Bangladesh, Irán, Pakistán, India, Sri Lanka, Kenia o Filipinas. Y el Mundial -”el catalizador”-, significó el principal motor para desmantelar la “kafala”, limitar las horas de trabajo, establecer un salario mínimo y derogar viejas prácticas. Ahora, desde organismos sindicales internacionales valoran los “avances sustanciales”. Un optimismo cauteloso bajo un clima abrasador.
“Qatar se vio sometido a una campaña sin precedentes que ningún país anfitrión había enfrentado nunca. La campaña tiende a continuar y expandirse con mensajes tan agresivos que por desgracia hicieron que mucha gente se preguntara los motivos y razones reales”, arremete el jeque Tamim bin Hamad Al Thani en un discurso televisado. Lo dice por las versiones sobre el día a día de los jornaleros. Pero también por las protestas de activistas que acusan a Qatar de encarcelar a miembros de la comunidad LGBTIQ+. Desde el emirato sostienen que las puertas están abiertas y que solo se debe respetar la cultura local, donde las muestras públicas de cariño -incluso entre heterosexuales- no son moneda corriente.
Son horas en las que la pausa que exigen las altas temperaturas no va de la mano del ritmo frenético que se ve en las calles de Doha: en las obras se trabaja contrarreloj. Con los estadios terminados en tiempo y forma, la capital qatarí ajusta detalles para poder recibir un inusitado caudal de público. No alcanzan los hoteles, se construyen. No hay departamentos, florecen edificios. El transporte público, inexistente apenas cinco años atrás, ahora cuenta con tres líneas de Metro y 37 estaciones. Hay una línea costera (conecta la bahía con Lusail, la sede de la final), otra de Educación (pasa por la biblioteca nacional y la Ciudad de la Educación) y una histórica (en dirección este-oeste, entre museos y distritos culturales). La inagotable billetera de la familia Al Thani no conoce de límites.
La construcción de los estadios -bajo la lupa internacional desde el día uno- es otra muestra. Sin un fuerte patrimonio deportivo previo, gran parte de la infraestructura se levantó desde cero. Y ahora el foco está en el legado. En qué pasará cuando el fútbol baje las revoluciones. La historia reciente marca que la Barcelona olímpica fue el modelo a seguir, que los Juegos de Pekín resultaron un intermedio –mejoras en infraestructura y transporte público, pero con varios “elefantes blancos”– y que Londres redescubrió Stratford en 2012, transformando un barrio industrial en un sector que es el paradigma del boom inmobiliario. Un vecindario obrero que ahora huele a Starbucks. En ese aspecto, Londres triunfó donde otros Juegos, como los de Río de Janeiro, fallaron. Una señal de alarma brasileña que ya tenía el expediente del Mundial 2014 sobre la mesa: por entonces, varios recintos costaron el doble de lo estipulado, los clubes locales rechazaron utilizarlos, fueron calificados como “monumentos a la corrupción” y hasta recomendaron destruirlos. El icónico Maracaná llegó a estar abandonado por una disputa judicial.
A su manera, Tokio reinventó la fórmula: no solo dejó obras y espacios multiusos, sino que también aprovechó el legado de los Juegos de 1964. Un inédito reciclado cinco décadas después. Un concepto único en el que dos zonas de la capital japonesa fueron los círculos que formaron el signo del infinito, y en el cual la Villa Olímpica estuvo emplazada en la intersección. Una zona del “patrimonio” (o la “herencia”), aprovechando los Juegos del pasado. La otra, en la bahía, modernizando la infraestructura. La enésima muestra de la planificación a conciencia en la sede del caos organizado.
En Qatar, el Mundial “más compacto de la historia” tuvo que salir a encontrar soluciones para una inversión que después excederá la demanda. Y por mucho. Todo sucederá en un radio de poco más de 40 kilómetros desde Doha, y con una actividad futbolística posterior que no necesitará de semejantes estructuras. El estadio 974 -sede del Argentina-Polonia del 30 de noviembre- le debe su nombre a los 974 contenedores portuarios que son parte de su estructura modular (y, en un guiño local, al prefijo internacional qatarí). Es el escenario efímero y la primera sede temporal en una Copa del Mundo: se desmantelará el día después del Mundial. El desarme incluye el compromiso de que los materiales serán donados a naciones en desarrollo. Un futuro que también aguardan para fragmentos de otros estadios: se sacarán tribunas tubulares y reconfigurarán su capacidad. Un plan que también promete que varios de los sitios sean reutilizados como clínicas deportivas, centros comunitarios, hoteles o parques. El proyecto de legado y sostenibilidad está sobre la mesa. El tiempo dirá.
El día después de mañana
Las proyecciones más conservadoras estimaban un millón de visitantes. Pero las 1,7 millones de solicitudes de la Hayya Card prometen dar por tierra con las primeras versiones. La tarjeta es un requisito indispensable de ingreso, y se otorga bajo dos requisitos: la presentación de una entrada de partido y de una reserva de alojamiento. Una vez aprobada la solicitud, los titulares podrán utilizar este Fan ID para acceder a los estadios y usar de forma gratuita toda la red de transporte público. De confirmarse el número final de arribos, implicaría un plus de visitantes igual a más de la mitad de la población estable.
Muchos todavía buscan dónde dormir. Otros investigan qué hacer. Qué puede ofrecer un rincón de Medio Oriente que hasta no hace mucho era desierto y ahora es una metrópoli en la que conviven los edificios de autor y las urbanizaciones históricas. El menú de la casa es variado: va desde las dunas hasta el mar; desde los spots del casco antiguo, como el Souq, hasta los impactantes malls, como el Villaggio, el centro comercial que recrea Venecia; desde las exposiciones puertas adentro que ofrecen el Museo Nacional o el del Arte Islámico, hasta las esculturas públicas que aparecen en diferentes rincones, con más de 100 obras de vanguardia que gritan que el arte no se limita a las galerías. Experiencias a las que se aferran en Qatar para pensar en el día después de mañana. En cómo captar la atención global tras el Mundial.
Un “cómo” que está marcado en rojo en la libreta de apuntes de la sheikha Al-Mayassa, la hermana del emir. Considerada una de las mujeres más poderosas del arte, la presidenta de Qatar Museums piensa en ese después y aspira a convertir a su país en la capital mundial del arte. Es la mecenas detrás de varias de las propuestas, desde las más tradicionales hasta las alternativas. Es la responsable de las principales instituciones culturales, pero también la impulsora de varias creaciones, como las imponentes esculturas de acero laminado en el desierto que llevan la firma del estadounidense Richard Serra.
Por eso no sorprenden las propuestas que se fueron presentando en los últimos días, con el objetivo de llegar a la cita ecuménica con diferentes opciones culturales, pero también para encadenar un intenso calendario de muestras, congresos y exhibiciones para cuando pase el temblor. Con la reapertura del Museo del Arte Islámico (MIA, por sus siglas en inglés), como la joya de la corona. Con una colección impactante que llega hasta el siglo XIX, evitando así polémicas modernas, y un rediseño que ofrece mayores espacios en las galerías, sonidos y contenido multimedia. “Documentar”, “preservar” y “conectar” brotan como palabras clave en directores y curadores. “Honrar el pasado para celebrar el futuro”, se lee en Liwan, un hub creativo emplazado en lo que alguna vez fue la primera escuela exclusiva para niñas. Y el mantra se repite en cada rincón artístico de Doha. Incluso con planificaciones a un plazo aún mayor: como el Art Mill Museum, que se levantará en un viejo depósito portuario, y que abrirá sus puertas recién en 2030. Un museo de arte moderno y contemporáneo que surgirá en plena zona portuaria de la mano del arquitecto chileno Alejandro Aravena, ganador del Pritzker Prize de arquitectura en 2016.
Propuestas que también tienen un costado deportivo. El 3-2-1 Olympic & Sports Museum, ubicado en las afueras del estadio Khalifa, es la tentación perfecta del visitante mundialista. Ya sea por su sector de historia del deporte, como por las reliquias olímpicas que se encuentran a cada paso. Están todas las medallas, todas las antorchas, todos los programas. Y todas las mascotas. Están los guantes de Muhammad Ali, la pelota firmada por el Dream Team de Barcelona 1992, la equipación de Nadia Comaneci, las remeras de los grandes campeones del tenis, los recuerdos de Usain Bolt.
Una exhibición olímpica y deportiva -en general- que funciona como prólogo para una muestra que presenta la FIFA en el mismo edificio, con foco en los Mundiales y con un objeto que se lleva todas las miradas: la camiseta azul de Diego Maradona del duelo ante Inglaterra en México 1986, adquirida en mayo por un comprador anónimo por 9,2 millones de dólares en un remate organizado por Sotheby’s. La pieza que llama la atención y arrastra todos los flashes. La enésima excusa para cautivar al local, seducir al visitante y subir la temperatura en el desierto que será Mundial.
Fuente: Javier Saúl, La Nación