Catástrofes naturales, hambruna, pestes, vicisitudes climáticas, guerras, desde el principio de los tiempos, el ser humano se ha visto forzado a estar en movimiento, tras la búsqueda de tierras más fértiles y prósperas para su clan.
En un comienzo, los desplazamientos solían ser grupales y el territorio se hallaba acotado a las posibilidades físicas de traslado, limitado a su vez por la cosmovisión del mundo de aquellas sociedades: el mapa del planeta aún no se había desplegado.
Entonces llegaron las conquistas y luego las revoluciones industriales, junto a las grandes oleadas de migración en masa. El desafío a las fronteras fue monumental y las distancias entre las raíces y el nuevo destino se ampliaron.
Con el mapa desplegado en su potencial, a partir de entonces el ser humano se propuso la tarea casi mágica de acercar los territorios, acortar las distancias, desafiar al tiempo. Barcos perfeccionados, la conquista de los cielos, aviones comerciales, teléfono, internet, un mundo conectado que permitió trascender las motivaciones tribales de supervivencia iniciales, para perseguir también metas individuales, que pusieron y ponen en jaque la identidad del migrante que no es forzado a dejar su tierra, su comunidad, su familia, sino que procede por voluntad propia.
En los tiempos inéditos comenzaron a resonar con fuerza términos como exilio económico, exilio político, soledad. Pero también otros, como sueños, individualidad, autonomía e identidad esencial, dejando en claro que emigrar no solo significa escapar, sino que en ciertos casos denota ir hacia un encuentro con el propio ser, impulsado por razones personales, cuestiones del corazón o el deseo de hallar “mi lugar en el mundo”, una porción de tierra que no siempre se corresponde con el lugar de crianza.
En este cuadro de circunstancias dispares, el camino solitario (o de grupos reducidos) ha crecido exponencialmente, al igual que la búsqueda de algún tipo de apoyo terapéutico para sobrellevar el impacto que, sin importar la causa de la migración, es inevitable.
Para Daniela Caparroz y Karina Vogel, psicólogas clínicas residentes en Argentina, en la actualidad es fundamental brindar otro tipo de apoyo para los emigrantes. En una era donde prima el individuo, hoy entienden que es necesario volver al grupo. Porque, aunque las circunstancias cambien de persona a persona y el camino parezca solitario, las emociones son universales y es posible (y necesario) generar la propia tribu.
En este campo hay mucho por explorar. Hoy los invitamos a leer algunas apreciaciones de Daniela Caparroz, entrevistada para LA NACIÓN.
Muchos emigrados atraviesan procesos muy vulnerables y sienten la necesidad de buscar ayuda, ¿por qué consideran que compartir la experiencia en grupo es especialmente enriquecedor?
D C: Hay algo en la particular vulnerabilidad de los que migran que nos sensibiliza especialmente: ya no estás donde estabas y aún no pertenecés a donde llegaste. Es un espacio liminal, un umbral, una zona fronteriza entre etapas viejas y nuevas. Es una fragilidad potencialmente fecunda. Requiere de mirada, cuidado y asistencia para que no se malogre y, más aún, para capitalizarla. En algún sentido todo cambio es una migración desde un estado a otro a través de los ciclos vitales. Es bueno preguntarse, de tanto en tanto, qué migraciones están operativas en uno en un momento dado.
Es también muy interesante la perspectiva histórica, y ver que en nosotros mismos portamos experiencias muy próximas de ancestros cercanos que tuvieron que abrir camino tras muchas generaciones de arraigo… y yendo atrás en el tiempo y más profundo en el imaginario, los mitos fundacionales de la humanidad se basan en otra migración, la expulsión de un paraíso remoto.
Junto a mi compañera de equipo, Karina Vogel, somos dos psicólogas clínicas, por lo que acompañamos los tiempos vulnerables de transiciones de diferente tipo. También experimentamos nosotras mismas procesos migratorios y eso nos ha sensibilizado particularmente respecto de este tema.
Hoy en día apostamos a la modalidad de encuentro grupal, porque creemos en la riqueza que reside en el encuentro con el otro, en todo lo que se produce en ese espacio vincular, donde se puede despertar la empatía, la resonancia y el verse reflejado en el otro. Es un lugar de producción y creación. Compartir las experiencias permite muchas veces salir de un ensimismamiento y hasta obtener información de índole práctica. Si hay condiciones favorables el encuentro con el otro puede traer toda su riqueza. Para eso es necesario trascender la crítica y el juicio. El encuentro puede beneficiarnos en la diversidad y permitirnos ganar perspectiva y superar mi propia mirada. Puede espejarme y ser portador de alivio y belleza. Al mismo tiempo se produce una apertura al hallazgo de lo sincrónico, del azar y del misterio.
No todos dejan su país por los mismos motivos, ¿qué tipo de emigrante creen que padece más el choque cultural?
DC: Creo que los emigrados que más padecen el choque cultural son quienes no desean emigrar, todo aquel que es desplazado por la miseria, las guerras o por persecuciones políticas o de otro tipo. Aquellos que emigran a lugares en los que no son bienvenidos o que le son directamente hostiles. Migrantes que parten con estado psíquico, económico o social vulnerable. Es decisivo disponer de condiciones de flexibilidad y estructura de adaptación, así como trabajar sobre la propia persona previo al movimiento.
¿Cuáles son las instancias emocionales que consideran que suele atravesar un emigrado?
DC: Las expectativas con que se parte cumplen un rol central antes y durante la migración y suele venir acompañada de una dosis considerable de ansiedad y angustia. Si las expectativas son elevadas pueden conducir a fuertes desilusiones.
Es muy frecuente el miedo a no ser aceptado o el miedo al fracaso. En esta línea, la ansiedad suele verse aumentada. Puede ponerse a prueba la capacidad de estar solos y es normal que haya sentimientos de soledad, desamparo, orfandad. Frente a la multiplicidad de factores que requieren de adaptación, la disponibilidad de tiempo de dedicación y energía remanente son limitados.
Con el tiempo se van llevando a cabo los distintos duelos desencadenados en cada quien en función de sus condiciones y lo que haya dejado atrás (perder el ser parte, el idioma, el terruño, la cultura). Muchas veces hay sentimientos de culpa por no poder participar de los eventos de la familia de origen y hasta culpa por triunfar.
Hay que tener en cuenta que, a veces, son las crisis las que motorizan las migraciones, pero en general hay algún tipo de crisis como consecuencia de un proceso migratorio.
Puede haber distintas instancias emocionales en las fases de un proceso migratorio según la singular conjunción entre razones y condiciones de la migración. También depende mucho de la sensibilidad, la capacidad de adaptación y el contexto de acogida.
Si nos ponemos más técnicos, diría que varía según el grado de disociación que pudiera haberse desplegado, por ejemplo, subestimando lo que se pierde o sobreestimando lo nuevo.
Más allá de las instancias emocionales típicas que atraviesa el emigrado, ¿qué otras problemáticas se han presentado en los grupos?
DC: Diría que están los que emigran llevando consigo un concepto de identidad cultural demasiado férrea y estática, que no permite una buena integración. Algunos autores hablan de empecinamiento identitario, con el consiguiente confinamiento sobre sí mismos.
También hay otras circunstancias interesantes en las cuales una nueva tierra ofrece condiciones de “barajar y dar de nuevo” respecto de situaciones penosas u hostiles que quedan atrás. Se abre la ocasión para que una persona pueda refundarse a sí misma.
Por ejemplo, la psicoanalista Maud Manoni afirmaba que en el caso de alguien que enferma en su lengua materna -desde esta mirada-, un cambio de idioma podría ser portador de nuevas condiciones de oportunidad para habilitar un proceso sanador.
Ante las diversas problemáticas, ¿qué herramientas son útiles para atravesar el desarraigo?
DC: Un árbol no puede desplegar su potencial si no están dadas las condiciones ambientales adecuadas. Diría que un emigrado debería evaluar en primera medida sus apoyos. Sugeriría fortalecerlos: ver cómo es su descanso, cómo se está alimentando, si practica actividad física, su contacto con la naturaleza, su salud en general y su vida vincular. En ese mismo sentido indagaría en si hay una red social que lo acompaña. Es fundamental que haya por lo menos alguna persona a quien recurrir en caso de necesidad.
Idealmente, el objetivo es que se vayan generando grupos de pertenencia que colaboren con el fortalecimiento personal y también con la asimilación al nuevo lugar. Son útiles las prácticas que propician un recentramiento. Para algunos puede ser caminar, para otros meditar, hacer yoga, tai-chi, algunas lecturas oportunas.
El modo en que cada quien se acompaña a sí mismo, qué se dice, cómo se trata, es un arte que queda en primer plano ante las situaciones desafiantes de la vida. Este es el eje principal y se puede fortalecer.
Es también primordial amigarse con el sentido de esa migración para cada quien. A decir de Viktor Frankl, el que entiende el por qué, puede soportar casi cualquier cómo. De ahí la importancia de poder reconocer que se trata de un tiempo de transición singular y poderoso.
Fuente: Carina Durn, La Nación