A los 97 años murió Carlitos Balá , el flequillo más famoso de la Argentina. Hasta el último instante fue leal al compromiso que se impuso desde comienzos de la década del 70: hacer reír a los chicos y a sus familias, preferentemente desde los escenarios teatrales y los espectáculos circenses. En verdad, toda la vida de Balá fue un muestrario de comicidad, desde que con 10 años armaba improvisados tinglados teatrales con los cajones de fruta del negocio de su padre. El juego predilecto del pequeño consistía en improvisar escenas con figuritas humanas recortadas de las revistas infantiles de la época.
Fue la primera demostración de precoz talento artístico de Carlos Salim Baláa, que había nacido el 13 de agosto de 1925 en el barrio de Chacarita, en el hogar de un inmigrante libanés y una argentina descendiente de croatas. Con el tiempo, la mención oficial del documento de identidad quedó en segundo plano frente a la elección artística. Balá quiso hasta el final que todos lo reconocieran a partir de su nombre en diminutivo. “Me hace más joven, más simpático, más amigo del público”, explicó en una de sus charlas con LA NACION.
No muy lejos del hogar, en el antiguo teatro Argos de Federico Lacroze y Alvarez Thomas (hoy Vorterix), el joven Balá no se animó a salir al escenario y encontró modesta compensación en el manejo del telón de la sala. Con el tiempo fue superando aquellos primeros temores: primero como integrante de la murga Los Pecosos de Chacarita y más tarde subido a los coches de la línea 39, donde entretenía a los pasajeros contando chistes. También trabajó como repartidor, empleado administrativo y peón de imprenta. Hasta que en 1955 cumplió el primer paso genuino de su larguísima carrera artística sumándose al elenco de La revista dislocada, el gran éxito radiofónico de Délfor. “Estuve 30 años haciendo reír a la gente gratis, hasta que empecé a trabajar en La revista dislocada”, confesó muchos años después.
Desde allí, se valió de una estampa inconfundible (con el flequillo en primer plano) para pulir un estilo de comicidad que muy pronto lo convertiría en estrella.
Antes de lograr la consagración individual, Balá fue ganando reconocimiento en compañía de Jorge Marchesini y Alberto Locati, con quienes formó un trío de enorme popularidad durante los años 50. Junto a ellos Balá llegó por primera vez a la televisión en 1958, como integrantes del elenco de El show de IKA, el primero en la historia del medio en colocar cámaras en lugares elevados del estudio, según recuerda Carlos Ulanovsky en el libro Estamos en el aire. Poco después el trío se disolvió tras un par de experiencias fallidas con programas propios: La vuelta al mundo en 80 años y Los Tres en apuros.
La década del 60 fue el mejor momento artístico de toda la carrera de Balá. La comenzó como heredero del Joe Bazooka que dejó vacante Alberto Olmedo y la cerró en 1970 con uno de sus mejores ciclos de sketches, Balabasadas. Allí supo enriquecer su estilo con el valioso aporte de Juan Carlos Calabró en los libros y la actuación. Esa colaboración, que se extendió a otros ciclos, no fue casual. Ambos siempre levantaron la bandera del humor blanco y familiar como resultado de un trabajo minucioso, obsesivo y perfeccionista, en el que había mucho ensayo y muy poco de improvisación. “Cuando hago un sumbudrule, el actor tiene que darse vuelta cuando pronuncio la “e”. Porque en la “e” yo saco la mano y me rasco la cabeza y miro para otro lado. Es una cuestión de segundos”, ejemplificó. El famoso chiste de la “aneda” que ambos compartían fue siempre visto como un ejemplo de sketch elaborado hasta el mínimo detalle.
Los éxitos se sucedieron uno tras otro. Primero brilló en Telecómicos como un desopilante pescador de merluzas y poco después arrancaron sus exitosos ciclos con nombre propio: Balamicina (con producción de los hermanos Sofovich), El soldado Balá, El clan Balá y Balabasadas. Y casi en paralelo, protagonizó en el cine entre 1963 y 1965 tres películas con un personaje hecho a la medida de su comicidad: Canuto Cañete.
Había alcanzado en ese momento la cumbre de su estilo y sentía que estaba cumpliendo una suerte de mandato del destino. Decía que llegó al mundo para hacer feliz a la gente, un desafío que en su caso adquiría connotaciones trascendentes. “Es un asunto medio religioso -dijo a LA NACION-. Donde voy siempre cuento un chiste o una anécdota para hacer reír. El que trae tranquilidad a la gente, el que le da una alegría, el que sirve a la gente creo que es religioso”.
Al reconocimiento indiscutido como una de las grandes figuras del humor en los medios audiovisuales, Balá le sumó la popularidad nunca alcanzada antes de sus programas circenses. Heredero a partir de esa década de una fórmula impuesta por José Marrone, alcanzó con esa fórmula televisiva y programas como el Circus Show cifras de rating y de convocatoria sin precedentes en su trayectoria. En esos ciclos le sumaba a los números habituales del circo apariciones musicales y coreográficas pensadas para atraer al público adulto.
También procuró no abandonar su perfil de comediante. “La gente me encasilló como artista de niños, pero yo hago el trabajo de un actor -reconoció-. El Indeciso, Petronilo y Miserio son personajes que trabaja un actor. Yo soy más adulto para los chicos, no soy actor de cuentito. Angueto quedate quieto es un sketch con actores”. Los 70 fueron años de éxito masivo en la tele, en los shows circenses para las vacaciones (veranos marplatenses, inviernos en la Capital), en la venta de discos (el “Aquí llegó Balá”) y en el cine, aunque en los últimos años llegó a ser recriminado con fuerza desde algunos sectores por el tenor de su participación en un par de películas junto a Palito Ortega (Dos locos en el aire y Brigada en acción) realizadas entre 1976 y 1977. “¿Qué tenían que ver las películas con las dictaduras? Hay tanto que reflexionar en la Argentina. ¿Por qué no se unen para tratar de solucionar el tema del desempleo, de la inseguridad. Pero no el oficialismo, todos. Todos juntos. Sin banderías políticas. Seamos un poco más nacionalistas. Yo no creo en los partidos políticos. Sí creo en los hombres”, reaccionó una vez frente a una consulta sobre un tema del que no quería hablar.
El circo y el cine siguieron para Balá, de allí en adelante, con algunos altibajos y cerraron sus ciclos casi al unísono, para fines de la década del 80. En 1988 filmó su última película como protagonista (Tres alegres fugitivos) y ese mismo año se vio por Teledós la última temporada de El circo de Carlitos Balá. Pero aquella presencia constante que iba apagándose de a poco en las pantallas creció sin pausas fuera de ellas: a través de muñecos, máscaras, recuerdos y toda clase de memorabilia compartida por fans de todo el país, junto a la ayuda de fervorosos seguidores como el productor de TV Esteban Farfán, Balá fue adquiriendo en todo el país la condición de figura de culto y el reconocimiento a su trayectoria no hizo más que crecer a pesar de un silencio televisivo muy pocas veces interrumpido por alguna aparición especial. También vivió con felicidad el rescate que Julián Weich hizo del Chupetómetro, una ocurrencia de Balá para alentar a los chicos a dejar el chupete.
Aquellos reproches que recibía de parte de quienes opinaban que deformaba el idioma jugando con algunas palabras (fórmula que en México también llegó a desarrollar Roberto Gómez Bolaños en El Chavo) se transformaron en consignas utilizadas por los devotos de la obra de Balá para reconocerse y compartir códigos comunes. También se revalorizó su prédica contra el mal gusto y las palabrotas, así como sus apariciones en reuniones y convocatorias de homenaje y recuerdo de los viejos tiempos. Así fue encontrando en algunos artistas que lo admiraban el espacio para volver a los escenarios. Primero, como coequiper de Piñón Fijo y más tarde, hasta el final de sus días, como invitado de Panam.
“Yo pude haber sido multimillonario si hubiese sido como Carlos Rottemberg o Adrián Suar, que son ambiciosos. Pero sigo trabajando porque me encanta y para vivir también… Lo poco que tengo lo hice por mis propios medios. Si tuviera mucha guita haría obras de bien. Tendría una fundación y lo primero sería que nadie tuviera que salir del país para hacer un trasplante”, confesó en los años 90. Coqueto, reservado, metódico con su salud y de bajísimo perfil fuera de sus apariciones televisivas, siempre se enorgullecía del matrimonio “de toda la vida” con su esposa Martha, a la que conoció muy joven en una fiesta, y con quien tuvo dos hijos, Martín y Laura. Los chicos siempre fueron su debilidad y nada disfrutaba más que verlos cuando lanzaba un chiste o un gesto con su sello. “Angueto va a ser para toda la vida -dijo una vez-. Siempre va a estar el asombro de ver un perro invisible”.
Fuente: Marcelo Stiletano, La Nación