Parece mentira, sin embargo muchas personas ejercen el maltrato con toda naturalidad y hasta lo disfrutan. Al punto de que ni siquiera se lo plantean como una pésima conducta. Me refiero, en especial, a quienes tienen personal a su cargo. Cuántos mandamás, equivocadamente, confunden autoridad con autoritarismo y en vez de inspirar respeto producen miedo, antipatía, bronca.
En el universo laboral a casi nadie le faltó (le falta) un maldito/a de turno. Ese típico personaje que fomenta la obsecuencia y los chismes, es incapaz de reconocer un logro y sólo pone la lupa en los errores.
El respeto se construye, se demuestra con hechos, con conductas. Hay gente que vive declamándolo y nunca lo pone en práctica. Quienes me siguen ya conocen mi pensamiento: Sin respeto no hay comunicación. Se trata de una conducta básica, imprescindible.
“Pude formar un equipo de trabajo fantástico, de oro. Eso sí, jamás se lo digo. No vaya a ser que me pida aumento o se agrande”. Este comentario tan mediocre y bastante común, responde a un prejuicio que atrasa. Hoy se sabe que estimular y agradecer funcionan como un beneficio importante, porque alientan el esfuerzo, la voluntad y las ganas de superarse.
Se equivocan, también, quienes confunden buen modo con carácter débil. Como si para demostrar vocación de mando haya que disfrazarse de loba o lobo feroz.
Firmeza y buenos modales no se oponen a la capacidad de liderar. Es más, si quien detenta el poder acumula experiencia, la seguridad fluirá sin esfuerzo para desempeñarse en la función que sea. Por lo tanto, no necesitará alzar la voz, fruncir el entrecejo ni enojarse, conductas que revelan flaquezas, dudas, falta te confianza.
Los prejuicios no desaparecen así nomás. A menudo nos privamos de elogiar o de empatizar con el personal jerárquico que nos cae bien, que admiramos y nos gusta imitar. Actuamos así por las dudas, para que no se interprete como una actitud ventajera o acomodaticia.
Estas conductas revelan carencia de inteligencia emocional. De lo contrario, no temeríamos confundir los tantos. La inteligencia emocional es un factor positivo, aliada de nuestros actos, impide avanzar más allá del límite y no teme las manifestaciones afectuosas dirigidas a los que tienen la sartén por el mango.
Por estar en contacto con las emociones, esta inteligencia nos torna más perceptivos y espontáneos. Como si tuviéramos un radar que orienta el camino a seguir, físico o espiritual. La intuición se desarrolla con fuerza e influye, cada vez más, en lo que decidiremos.
Persuadir no es lo mismo que presionar. Todo lo contrario. Se equivoca quien en vez de persuadirte con argumentos válidos para, por ejemplo, que te sumes a un proyecto prometedor, te presiona cosa de que lo aceptes sí o sí. Como si intentara llevar agua para su molino. Con prepotencia y sin importarle tu decisión.
Unos más, otras menos, todos tenemos confusiones, prejuicios y equivocaciones. Aunque forman parte de la vida (que es ensayo y error), no significa que deban permanecer. Si se instalan ponen en evidencia hábitos poco saludables. Cuando se enciende la luz conviene poner manos a la obra y dedicarse a mejorar. De lo contrario sería igual que ceder, que tirar la toalla.
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Dionisia Fontán, periodista y coach en comunicación.
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