La chica rubia con el uniforme rosado de ¿enfermera? presiona Play. Por los parlantes menores del aparato retro empieza a sonar “My Hero”, de Foo Fighters, magnificada rápidamente por la magia del cine hasta convertirse en banda de sonido ideal para la escena que sigue:
El actor Johnny Marco [Stephen Dorff], una estrella de Hollywood en su apogeo, mira a la rubia –y a su gemela idéntica– desde la cama, con una sonrisa. Tiene el antebrazo izquierdo enyesado después de un accidente, globos metalizados que dicen Get Well (que te mejores) y la mesa de luz atiborrada de porquerías de un convaleciente –una botella de vino aún cerrada, un vaso con restos de whisky, algunos libros, un envase plástico de calmantes–. Las gemelas rubias se despliegan en una rutina de pole dancing: piernas en alto, stilettos rojos, microuniformes de enfermeritas que se deslizan por las barras metálicas mientras Dave Grohl canta algo que se traduce como “ahí está mi héroe, es un tipo corriente”.Ads by
Johnny, vestido sobre las sábanas, se ladea contra el terciopelo color café del respaldo, dispuesto a disfrutar del espectáculo. La música sigue, las chicas se contonean, pero la cámara se detiene en él. En cómo ese entusiasmo anticipatorio se desdibuja y se cae, en un segundo, al vacío. Lo que ve le encanta, pero está tan solo, lo tiene todo y le falta todo –a excepción de su hija Cloe, de 11 años–, que la abulia le cierra los ojos.
Las chicas terminan el show privado y se miran, desconcertadas, como diciendo “sí, el tipo se quedó dormido”. Sin más trabajo que hacer, pliegan las barras metálicas que habían instalado, desconectan el grabador, toman sus bolsos rojos también idénticos y salen de la suite de Johnny en el Chateau Marmont, probablemente el único lugar en Los Ángeles donde una estrella puede refugiarse una noche o vivir meses, desbarrancar por completo y pasar totalmente inadvertida.
La película se llama Somewhere, es de 2010 y la dirigió alguien que alguna vez fue una nena perdida en ese hotel, testigo de las consecuencias emocionales de Hollywood: Sofia Coppola. “No lo dudé ni por un segundo. Ahí es donde estaría un tipo como Johnny. Para un actor, vivir en el Chateau Marmont es como un rito de pasaje. Significa que lo lograste, pero que todavía conservás los pies en la tierra”, dijo ella el día del estreno.
Lo de los pies en la tierra es, digamos, una figura retórica. Porque nada más alejado de ese castillo blanco que desde 1929 mira de reojo a Sunset Boulevard que cualquier espíritu de sensatez.
Dicen que Greta Garbo fue una de las propietarias (no es cierto), que el magnate Howard Hughes alquilaba una suite solo para espiar a la gente en la piscina (verdadero), que Vivien Leigh dueló el fin de su matrimonio con Laurence Olivier en un cuarto totalmente empapelado con fotos de su ex (cierto), que F. Scott Fitzgerald tuvo un ataque cardíaco durante un acaloradísimo encuentro amoroso (falso), que Jim Morrison trepaba drogado al techo escalando siete pisos por los balcones (verdad), que John Bonham, el baterista de Led Zeppelin, andaba en moto por el lobby (sí y no: la anécdota es cierta pero ocurrió en otro hotel), que Johnny Depp y la supermodelo Kate Moss tuvieron sexo en todas las habitaciones (¿cómo saberlo?), que a Desi Arnaz –que no solo amaba a Lucy– le gustaba hacer sus cosas con las cortinas abiertas para que los empleados lo vieran en acción desde las copas de los árboles (verdadero) y que la actriz Shelley Winters tiró por las escaleras a su colega Anna Magnani después de enterarse del amorío que la italiana estaba teniendo con su esposo, Vittorio Gassman (también cierto).
En Los Ángeles hay hoteles más elegantes. Hay hoteles mejor equipados, más lujosos, mucho más amplios, definitivamente más modernos. Pero solo en uno los secretos están a salvo. En Hollywood hay una broma recurrente sobre el Chateau Marmont: “Podés morirte ahí adentro y nunca nadie se va a dar cuenta”, suele decirse. Algunos lo pusieron a prueba.
Reserva absoluta
Hasta el mediodía del 5 de marzo de 1982, cuando la policía sacó del bungaló 3 el cuerpo del actor John Belushi envuelto en una sábana blanca, relativamente pocos sabían qué era o dónde estaba exactamente el Chateau Marmont. Así de anónimo se había mantenido el lugar en esos primeros 50 años de su existencia, al menos para quienes eran ajenos al show business.
En una urbe donde realidad y ficción siempre estuvieron tomadas de la mano, el hotel que en 1929 había abierto sus puertas originalmente, pensado como un complejo de departamentos, permanecía para la mayoría de los angelinos como un misterio, una curiosidad arquitectónica como tantas otras –¿era la mansión de un millonario? ¿Un edificio vinculado con la industria del cine?–. Sin carteles ni anuncios publicitarios, solamente una construcción blanca de cuento de hadas, escondida 50 metros hacia adentro de la avenida más famosa de la ciudad.
La estrategia de discreción había dado resultado. Todo lo ocurrido entre sus paredes hasta ese momento había eludido en gran medida el ojo público, y por eso el hotel se había vuelto un imán para los famosos que buscaban una casa lejos de casa, con todas las libertades a las que estaban acostumbrados y el velo de secretismo necesario para consumarlas.
Sin embargo, el abogado Fred Horowitz no había pensado en crear la guarida insuperable al comprar esa parcela vacía que había sido un campo de cebollas a principios de siglo, cuando Sunset Boulevard todavía era una calle polvorienta. Solo consideró la oportunidad de un buen negocio: eran terrenos fiscales bien ubicados entre la ciudad de Los Ángeles y la de Beverly Hills (en lo que hoy se conoce como West Hollywood, pero en ese momento era la nada) y tuvo la sensación de que la gente influyente pagaría un buen dinero por tener un segundo departamento de lujo en el área. Así que, allí donde no había un solo edificio de más de un piso, Horowitz le encomendó al arquitecto Arnold Weitzman –su cuñado– levantar una ambiciosa construcción de siete, con garaje subterráneo, insonorizada y con sistema antisísmico, inspirada en la grandeza del valle francés del Loira.
Los trabajos duraron un par de años y el castillo apareció, finamente, dibujado en la colina al costado del bulevar, sobre una callecita diminuta de la cual terminó de tomar su nombre, Marmont Lane. En 1929 el emprendedor inauguró el establecimiento con tanta pompa como mala suerte: siete meses después, el Jueves Negro marcó el principio de la Gran Depresión; absolutamente nadie iba pensar en comprarse un pied–à–terre en un barrio que ni en los mapas aparecía. Tapado de deudas, Horowitz terminó vendiendo la construcción en 1932.
Sin embargo, y pese a la estrepitosa crisis financiera, en la nueva década la zona comenzó a llenarse de restaurantes, clubes nocturnos y otros comercios que querían brindar servicios a la única industria que seguía floreciendo: el cine. Más necesaria que nunca para subir los ánimos del gran público, la máquina de sueños funcionaba a toda marcha, los estudios encargaban cada vez más producciones y así los 43 departamentos amueblados y con cocina privada del Chateau Marmont se volvieron un hospedaje temporal perfecto para las estrellas que tenían que pasar varias semanas de rodaje en Tinseltown. Porque nadie vivía en Hollywood en ese momento.
Ahí fue donde la casualidad se convirtió en aliada. El edificio no era un hotel. No tenía piscina (recién se construyó en 1948), no había lobby ni bar, pero lejos de ser falencias, los rasgos negligentes se consagraron como una ventaja: sin espacios públicos donde ser visto, el Chateau permanecía, misteriosamente, siempre libre de curiosos y periodistas. Estaba justo en el medio de todo y, a la vez, ofrecía la comodidad y la intimidad de un alojamiento privado.
Al nuevo dueño, el empresario cinematográfico Albert Smith, la incipiente predilección de las celebridades no le importaba nada. No eran tiempos de sensiblerías; para él también la compra había sido una inversión. Pero otra vez la magia se impuso. Desentendido de todo, el segundo propietario contrató como encargada a alguien que carecía de experiencia en el mundo de la hotelería, Ann Little, una exactriz que había tenido relativa trayectoria en el cine mudo. La elección, aunque fortuita, no pudo haber sido más conveniente. Little estaba divorciada, tenía a su madre anciana a cargo y se tomó el trabajo muy en serio porque lo necesitaba. La mujer se instaló en una de las suites para entender el funcionamiento desde adentro y enseguida exigió presupuesto para el recambio del mobiliario, que le parecía vulgar para el alto nivel de clientes que pretendía consolidar. A regañadientes, Smith accedió, con fondos limitadísimos. Ella se las ingenió: empezó a recorrer mansiones del sur de California cuyos dueños, caídos en desgracia, vendían todo por unos pocos dólares. Así, sin buscarlo –de nuevo, una casualidad–, le imprimieron al hotel otra característica que lo distingue hasta hoy: su originalidad; ninguna habitación del Chateau es igual a otra. Los visitantes amaron el detalle. “¿A quién no le gusta sentirse único?”, le dijo Little a su jefe, para explicar el éxito que estaban teniendo. La bonanza fue tal que en 1937 Smith compró el terreno aledaño y reconvirtió las casas en bungalows. Billy Wilder, Hedy Lamarr y Stan Laurel estuvieron entre los primeros huéspedes.
La era de la indulgencia
En el Chateau Marmont hay una máxima: “Don’t ask, don’t tell” (no preguntes, no cuentes nada). La frase se le atribuye a la actriz Jean Harlow, que eligió el hotel para pasar su luna de miel con el cinematógrafo Harold Rosson pero, ante la perplejidad de los empleados, empezó a recibir cada noche la visita de Clark Gable en una segunda suite que tenía reservada. Cada vez que llamaba para que tendieran la cama en la habitación paralela, despedía al personal de limpieza con esas célebres cuatro palabras. “Don’t ask, don’t tell…”.
La política de silencio comenzó entonces en los años 30 y, lejos de desaparecer, se volvió un reglamento de puertas adentro, que cada nuevo propietario de ahí en más respetó con rigor y que, en los años 50, Erwin Brettauer, un hombre de negocios severo que había escapado de la Alemania nazi, profundizó con otro aforismo apenas puso un pie en el Chateau: “Mientras que paguen la cuenta…”.
El nuevo precepto –una especie de el cliente siempre tiene la razón en grado superlativo– inauguró una temporada tan indómita como memorable. Nicholas Ray –que pagó la cuenta durante nada menos que seis años– creó en su bungaló Rebelde sin causa y sedujo a dos de las jóvenes estrellas de su película, Sal Mineo y Natalie Wood. En 1958, Bette Davis hizo evacuar todo el hotel después de prender fuego su habitación accidentalmente –se quedó dormida con un cigarrillo en la mano–; Marilyn Monroe casi mata de un ataque cardíaco a un joven periodista de la revista Time que la estaba entrevistando y al que la diva le pidió “continuar con las preguntas en la cama” porque estaba un poco cansada. Frustrado por no haberse llevado el Oscar al Mejor Guion por Easy Rider, Peter Fonda volvió de la ceremonia borracho y bailó tap arriba de las mesas. Bob Dylan destrozó su bungaló en un ataque de severa falta de inspiración; Alice Cooper y sus plomos jugaron un partido de fútbol desnudos en la entrada contra el elenco de Hair; el productor musical Phil Spector se instaló con una jaula llena de gatos; Graham Nash se mudó con su piano, tras su separación de Joni Mitchell, y James Taylor obligó a Carly Simon, de quien estaba enamorado, a mirarlo mientras se inyectaba heroína. Fue su confesión. “No puedo tenerte a vos y mantener este hábito a la vez”, le dijo. Se casaron ese mismo año.
Otros jóvenes artistas que pasaron ahí sus primeros meses como marido y mujer fueron Roman Polanski y Sharon Tate. La dupla vivió en una suite hasta que la actriz quedó embarazada. “Este no es un lugar para tener un bebé”, le dijo al director, y se mudaron a la fatídica casa de Cielo Drive, en Benedict Canyon.
Después de los asesinatos del clan Manson (1969), el Chateau Marmont –y todo Hollywood– palideció de terror. Al hotel, particularmente, le tomó años recuperar su atmósfera de seguridad, y justo cuando los 80 asomaban como la promesa de una nueva fiesta, la sobredosis de Belushi en el apogeo de su carrera volvió a imponer aires de luto (mucho después hubo otra muerte famosa, la del fotógrafo Helmut Newton, que se infartó en 2004 justo cuando sacaba su auto del garaje).
Otra década, la apertura de un lobby bar –¡cuyo primer cantinero fue el después actor Mark Ruffalo!– y una renovación arquitectónica profunda fueron necesarias para atraer a toda una nueva generación de estrellas –Keanu Reeves, Madonna, Scarlet Johansson, Leonardo DiCaprio, Benicio del Toro, Bono, los Red Hot Chili Peppers, Anthony Bourdain, James Franco y otros– a las instalaciones. El responsable fue el empresario André Balazs –educado en universidades de elite; expareja de la actriz Uma Thurman–, que imprimió al icónico castillo el aire más chic y hedonista del presente. ¿Una curiosidad? Para la transformación que emprendió a mediados de los 90, el hotelero convocó a diseñadores estadounidenses del cine y el teatro, pero se quedó finalmente con un uruguayo: Fernando Santangelo, que había ambientado varios de sus clubes neoyorquinos favoritos con su sello clásico de modernismo romántico.
En la nueva era, más decorosa, tres celebridades fueron puestas de patitas en la calle: Heath Ledger, que irrumpió en el bar completamente borracho y comenzó a insultar a todos los clientes; Lindsay Lohan, por no pagar una cuenta de más de 46 mil dólares en cigarrillos, cargadores de iPhone y revistas, y Britney Spears, por untarse la cara con comida en pleno restaurante (la delató Victoria Beckham, asqueada con la escena grotesca).
En los años 30, el por entonces presidente de Columbia Pictures, Harry Cohn, les daba este consejo a sus estrellas jóvenes: “Si te vas a meter en problemas, hacelo en el Marmont”. 90 años, unos cuantos excesos, tragedias y varios dueños después, el hotel-castillo al costado de Sunset Boulevard sigue siendo el mejor cofre de secretos que Hollywood creó para sí mismo. Always a safe heaven, es hoy su lema. “Siempre un refugio seguro”.
Fuente: Valeria Agis, La Nación