“Espero poder confiártelo todo como hasta ahora no he podido hacerlo con nadie. Confío, también, en que serás mi gran sostén”, escribe Ana Frank en la primera página de su diario: uno de los regalos que Otto y Edith, sus padres, le hicieron por su decimotercer cumpleaños, el 12 de junio de 1942.
Las páginas en blanco de ese y otros cuadernos fueron el soporte en el que Ana contó su vida. Empezó por aquella fiesta infantil, ya condicionada por las leyes de segregación hacia los judíos que la Alemania Nazi impuso al ocupar los Países Bajos, y continuó después del 6 de julio de 1942, cuando tuvo que abandonarlo todo y ocultarse, junto a sus padres, su hermana Margot y otras cuatro personas, en un anexo secreto, ubicado detrás de una pared del inmueble comercial de Otto, para escapar de la persecución y el exterminio racial.
Ana pasaría 25 meses oculta, tiempo que buscó atravesar de la mejor manera; en su diario, dice que lo pensaría como “unas vacaciones en una pensión muy extraña”. Durante ese tiempo, aprendió francés, continuó sus estudios junto a su padre y nunca dejó de escribir. Hasta la última página del 4 de agosto de 1944, día de su detención, expresó sus inquietudes sobre el mundo, las personas y el amor, algunas de las cuales decidió tapar por pudor y pudieron ser leídas a través de la tecnología recién en 2018.
Antes de tener que esconderse, Ana y su familia vivían en el barrio Singel de Ámsterdam, adonde los Frank se habían mudado desde su Alemania natal en 1934 tras el ascenso de Adolf Hitler. Pero el comienzo de la Segunda Guerra Mundial demostró que la amenaza podía traspasar fronteras.
Con la ocupación de los Países Bajos llegaron al país las consecuentes leyes antijudías. Por eso, desde 1941, los judíos tenían que inscribirse como tales, portar una estrella de David amarilla tejida a su ropa, comprar en horarios reducidos y solamente en negocios registrados como judíos, y acatar un toque de queda que comenzaba a las ocho de la noche. Además, no podían reunirse con cristianos ni practicar deportes en canchas públicas, y estaban obligados a enviar a sus hijos a escuelas judías.
Ana, una adolescente que los testigos de su vida describen como muy madura para su edad, había sufrido el rigor de estas medidas. “En 1934, empecé la escuela en el Kinder Montessori y, al terminar el sexto B, tuve que despedirme de la Señora K. Nos despedimos llorando. Fue un adiós muy triste. En 1941, mi hermana Margot y yo entramos a la escuela judía”, relata en una presentación que hizo de su vida para el diario.
En otra entrada del cuaderno, cuenta: “Hace un calor abrasador. Nos estamos derritiendo. Pensar que con este calor debo ir a pie a todos lados… Empiezo a entender lo maravilloso de un tranvía, pero a nosotros, los judíos, ese placer nos está vedado. Las piernas deben bastarnos”.
Cómo fue el cumpleaños en el que Ana Frank recibió su diario
Aún en ese entorno asfixiante, la familia Frank buscó que la menor de sus hijas tuviera un cumpleaños lo más normal posible. Así lo recrea ella en la primera entrada del diario, escrita dos días después de que se lo regalaran: “El viernes 12 de junio me desperté a las seis de la mañana, cosa nada sorprendente porque era el día de mi cumpleaños. Poco después de las siete, junto con mamá y papá, desenvolví mis regalos en la sala, y el primero en saludarme fuiste ‘vos’, probablemente el más hermoso de todos mis regalos”.
El cuaderno había sido visto por ella en la vidriera de la librería Jimmink, un local que todavía existe y que está cerca de la que fue su casa holandesa. En ese domicilio de la calle Merwedeplein 37-2 fue donde Ana celebró que cumplió 13 años. Este evento, del que todavía quedan algunos sobrevivientes, ocupa la segunda entrada de su diario, escrita el lunes 15 de junio de 1942: “El domingo por la tarde tuve mi fiesta de cumpleaños. La proyección de El guardián del Faro, con Rin-Tin-Tin, agradó mucho a mis compañeros. Nos divertimos en grande. Éramos muchas muchachas y muchachos”.
Al conversar con LA NACION, Héctor Shalom, director del Centro Ana Frank de la Argentina -ubicado en la calle Superí al 2647-, señaló que incluso en esa ocasión feliz se veían las costuras de la opresión nazi. “Los chicos judíos no podían ir al cine y, entonces, Otto Frank alquiló un proyector para que igualmente pudieran ver una película”.
Además, según explicó el responsable del único centro reconocido por la Fundación Ana Frank fuera de Ámsterdam, “por las leyes que regían en Holanda desde 1941, tampoco pudieron invitar a ningún chico cristiano” y todos los niños traían la Estrella de David amarilla cosida a su ropa.
Albert Gomes de Mesquita, un compañero de la secundaria de Ana que fue invitado al cumpleaños, visitó el Centro Ana Frank de la Argentina en 2019 y allí dejó su recuerdo de la fiesta: “Ella nos invitó a su casa y recuerdo que, cuando entré, vi todos los regalos de cumpleaños sobre la mesa, entre los que estaba su diario, todavía en blancoporque recién se lo habían regalado”.
Del mismo modo, tal como dijo Shalom, en una charla que brindó Gomes de Mesquita para jóvenes guías del Centro, este hombre que hoy tiene 92 años recordó una anécdota que vivió con Ana en la escuela, la cual muestra la picardía y el carácter irreverente de la joven. “Albert contó que la maestra estaba hablando de los asnos y cómo surgen cuando se juntan una mula y un caballo, a lo que él preguntó qué quiere decir que ‘se juntan’. Entonces, Ana se paró y le dijo: ‘Si querés, después te explico cómo se hacen esas cosas’”. Un comentario que hizo reír a toda la clase.
Las páginas ocultas del diario de Ana Frank
Tener dos padres considerados modernos para entonces y una hermana mayor hizo de Ana una joven madura para su edad, y aún más para los cánones de la época: “Ana había tenido acceso a libros de contenido sexual que había tomado de su hermana Margot”, contó Shalom al respecto. Y añadió: “La curiosidad sexual es un rasgo de esa edad, pero no tanto en ese entonces, hay que recordar que hablamos de principios de los años 40. Jacqueline Van Marsen [una amiga de ella del colegio, que aún vive] cuenta que Ana era una chica muy diferente al resto. Su propia lectura la hizo más madura que sus amigas”.
Esa personalidad siguió desarrollándose en el escondite de la calle Prinsengracht 263, donde tuvo que recluirse junto a los suyos, la familia Van Pels (formada por Hermann y Auguste, y su hijo Peter) y el dentista Fritz Pfeffer, que se les unió poco después.
El anexo, o “La Casa de Atrás” -como Ana lo llamaba-, constaba de dos pisos y un altillo. La construcción, ubicada detrás del inmueble donde Otto Frank tenía un almacén y oficinas, era típicamente holandesa: una manera de crear más espacio para vivir, trabajar o almacenar cosas en la parte trasera de las casas ya existentes. La parte delantera del edificio daba a un canal y la entrada al anexo estaba oculta tras una biblioteca.
El escondite se convirtió en el hogar de los ocho, y Ana pasó dos cumpleaños dentro de él. En ese tiempo, continuó la escritura del diario, obligada a guardar silencio para no llamar la atención de los empleados que trabajaban en la parte comercial del inmueble bajo las órdenes de los socios cristianos de Otto. Hasta las seis de la tarde, las familias ocultas no podían hacer sonidos fuertes: su existencia estaba marcada por la tensión de ser descubiertos y arrestados.
Su única interlocutora era Kitty, la amiga imaginaria a la que le dedica las “cartas” que escribía en su diario. Muy diferente en personalidad a su madre y su hermana, Ana se abría con ella para expresarle sus inquietudes, curiosidades y pensamientos más íntimos: “En el diario, había dos páginas que tenían papel madera pegado para evitar su lectura”, señaló Héctor Shalom. Y profundizó: “En esas dos páginas, hace chistes ‘verdes’, habla de anticonceptivos y de contactos sexuales y, también, hace referencia a la homosexualidad de su tío materno”.
Esto no se supo en el momento en que se encontraron los diarios, conservados por Miep Gies, una mujer que tenía mucha relación con Ana y que fue una de las protectoras de los Frank durante su encierro. Esta sobreviviente de la Segunda Guerra fue quien -tras su arresto- recogió los cuadernos entre el desorden del piso. Las páginas adheridas al papel madera no podían leerse; recién en 2018, la tecnología permitió dilucidar el contenido detrás de la cobertura que Ana colocó para evitar que sus compañeros del escondite conozcan sus pensamientos más íntimos.
Estas páginas, escritas con vergüenza, son las únicas que tienen un tono muy explícito, algo que también puede deberse a la labor editorial que la propia Ana Frank realizó sobre su propia obra a partir de noviembre de 1943, cuando decidió reescribir el diario para que pudiera leerse como la base de una novela que se llamaría La Casa de Atrás. Para esa versión, la joven cambió los nombres originales de sus compañeros por pseudónimos y descartó numerosos fragmentos que había escrito cuando no consideraba que el diario sería leído por alguien más que ella misma.
En diálogo con este medio, Héctor Shalom recordó que una parte de su diario “espontáneo” se perdió. Este escrito cuenta sus vivencias durante 11 meses del año 1943 y, en el mundo editorial, se conoce como “la versión A”. De todos modos, como el destino de ese extracto es un misterio, en el libro está cubierto por la parte reescrita -es decir, de ”la versión B”- que abarca ese período.
El esfuerzo que Ana Frank puso en reescribir su diario muestra cuán grande era su deseo por contar su experiencia de vida, y el contenido mismo de las páginas refleja la mente de una joven, inteligente y esperanzada, que nunca dejó de creer en la bondad de las personas, aunque su propio fin pone en duda esta premisa: tras el fallecimiento de su madre y de su hermana, Ana Frank murió de tifus a los 15 años en el campo de concentración de Bergen Belsen.
El único miembro de su familia que sobrevivió al holocausto fue su padre, Otto, quien -hasta que murió en 1980- dedicó su vida a editar El Diario de Ana Frank y a concientizar, a partir de esas palabras, acerca de los peligros del odio. También creó la Fundación Ana Frank y abrió un museo en su antiguo escondite, como un intento por honrar la memoria de su familia y de su hija, quien dejó un mensaje para la posteridad: “Es difícil en tiempos como estos pensar en ideales, sueños y esperanzas, solo para ser aplastados por la cruda realidad. Es un milagro que no abandonase todos mis ideales. Sin embargo, me aferro a ellos porque sigo creyendo, a pesar de todo, que la gente es buena de verdad en el fondo de su corazón”.
Fuente: Franco Roth, La Nación