Rodrigo Abd, fotógrafo argentino, regresa a Buenos Aires tras un mes de trabajo en Ucrania. Todavía no ha desarmado su bolso cuando se sienta en un café a mirar los retratos de la gente que conoció y a contar sus historias de tristeza y de muerte.
“Esta imagen es el dolor de una madre y su búsqueda incansable por enterrar con dignidad a su hijo”, dice Abd. El 13 de abril retrató a Nadiya Trubchaninova, de 70 años, en la habitación de su hijo Vadym, de 48, asesinado por soldados rusos el 30 de marzo cuando volvió a su pueblo a buscar leña. Lo enterraron al costado de una ruta. Más tarde, el gobierno ordenó desenterrar todos los cuerpos y llevarlos a la morgue de Kiev para juntar evidencias de crímenes de guerra. Nadiya lo encontró ahí, después de diez días de reclamarlo sin descanso.
“En un momento ella le hizo un nudo a la bolsa con el cuerpo de su hijo para identificarlo entre todos los cuerpos y acelerar la entrega”, recuerda. Abd pudo pasar tiempo con ella, la acompañó en el funeral definitivo, estuvo en su casa y conversó con su otro hijo. Tomó un retrato que es la imagen viva de la desazón: la mirada caída, los brazos cruzados, el pañuelo en la cabeza. “A veces te hablan aunque saben que no los podés entender. Se ponen a llorar y te abrazan”, cuenta. Sergiy Dovhyi, el profesor de matemáticas que ofició de traductor, fue fundamental para crear este tipo de lazos que se refleja en las miradas: esa confianza.
Una calle se vuelve cementerio de tanques de guerra incendiados, aplastados, deshechos, mezcla de hollín, barro y óxido, pedazos de cañones y pavimento levantado. No hay un metro cuadrado en esa avenida que esté limpio. Todo es destrucción y llovizna en esa cuadra de Bucha. Y por el medio, pasa una mujer de peinado prolijo y suéter blanco, cargando una caja de cartón donde puede haber una torta o un kilo de masas. La vida es atroz y absurda, y todo acto banal se vuelve una resistencia.
Lo mismo ocurre con la mujer rubia de labios rojos vestida a la moda, Irina Zubchenko, que con su perrito Max de la correa se acerca al shopping que no es más que una montaña de escombros y hierros retorcidos. Una resistencia. Unos días más tarde, en esa postal desoladora, Abd se topará con dos técnicos trabajando en una mesa para reconectar internet en una comunidad en la que no debe funcionar ni una computadora. Captar esos pequeños triunfos es un mérito. Al fin y al cabo, fotografiar es poner la cabeza, el ojo y el corazón en un mismo eje, según la máxima del maestro Henri Cartier-Bresson.
¿Qué es la fotografía? ¿Para qué sirve en tiempos de guerra? El fotógrafo se lo pregunta desde hace tiempo. Trabaja para la prestigiosa agencia norteamericana Associated Press desde 2003. Fue parte del equipo ganador del Premio Pulitzer en 2013 por su cobertura de la Guerra Civil siria y de un tercer premio World Press Photo por un ensayo sobre la violencia de las maras de Guatemala. También estuvo en Afganistán, Haití, Libia.
“Acá en Ucrania es todo muy intenso –desliza al final de un audio de Whatsapp trasnochado–. Vamos al día, son como chispazos de cosas que pasan, sensaciones, no puedo amasar los temas cuando corremos tanto por la publicación”, dice cuando todavía está allá. “Es difícil esto. Falta ese llanto típico de los latinoamericanos: el dolor es más silencioso”. No son estos los primeros cadáveres que fotografía, pero en Ucrania son demasiados, todo el tiempo, todos los días. Y detrás de cada uno hay una historia, una familia en duelo que quiere contársela.
Mariya Ol’hovs’ka llora la muerte de su padre Valerii Ol’hovs’kyi, de 72 años, asesinado por un misil ruso el 30 de marzo, cerca de su casa, en un pueblo rural en las afueras de Kiev. Al día siguiente, Abd la retrata cuando ella y su familia acaban de enterrarlo de emergencia en el jardín de su casa, porque no hay manera de llegar al cementerio en medio de los combates. “Mi traductor la abraza, y ella llora y le cuenta que no podían salir de la casa, pero el padre salió y le cayó una bomba encima”, dice.
Una imagen se repite: los retratos de mujeres campesinas ante boquetes abiertos en la tierra por bombas y misiles. Halyna Falko, 52 años, da una especie de conferencia de prensa debajo del agujero que dejó en el techo de su casa el impacto de un misil. Esa foto la tienen todos. En otro pueblo, Malaya Alexandrovka, Abd ve otra cosa: una casa solitaria cuyo techo fue pintado con los colores de la bandera ucraniana. Un cielo gris, plomizo. Un perro se para delante de su lente y mira desconcertado hacia atrás. La imagen es la soledad, el nacionalismo y la inexplicable tendencia a la autodestrucción de la raza humana (irracional para el perro, según se adivina en su expresión). La realidad esencial de experiencias tan atroces como esta solo se puede transmitir mediante el artificio del arte que esta última foto filtra. Eso dice Jorge Semprún, sobreviviente del campo de concentración nazi de Buchenwald, en el libro La escritura o la vida, que es una novela. Una creación estética, a veces, puede contar una realidad profunda mejor que los puros datos que la componen.
En el gesto de Julia, de 34 años, está todo dicho. En la mueca de espanto que su hija Veronika, de 6, mira dibujada en su cara. Están en Brovary, en las afueras de Kiev, y acaba de llegar en un ómnibus que la sacó de su pueblo, el 29 de marzo. “Los soldados rusos exterminan a la gente de Shevchenkove: matan a civiles, violan a mujeres y nos roban todo”, dice a la prensa.
No tiene sentido la foto de una persona que sale a correr en medio del cataclismo, como si la vida continuara tal y como era en Kiev. Cruza un auto acribillado a balazos y un edificio con todos los vidrios rotos. Adentro, Volodymyr, de 80 años, mira la ruina en la que se convirtió su departamento, que se resistió a dejar. “Mi madre fue evacuada durante la Segunda Guerra Mundial mientras estaba embarazada de mí, y ahora necesito que me evacúen de Kiev para estar a salvo, no puedo creerlo”, se lamenta. Todo se repite. Tampoco podría entender a la impávida corredora de ese apocalipsis.
“Si bien es cierto que el horror de la guerra es total, nos cuesta contar que hay gente que tiene o quiere aparentar que tiene una vida en medio de todo eso. Hay una idea de que hay que contar las guerras de una determinada manera que está en discusión. En Kiev empezaban a abrir cafés y por las calles se veían autos eléctricos. Hay muchas capas en el conflicto y hay que aceptar contradicciones”, analiza Abd. Un periodista se pone una máscara de Vladímir Putin delante de un tanque de guerra, y de nuevo, irrumpe el absurdo. El humor es una carcajada seca, que deja al borde del llanto.
“Estoy un poco cansado ya. Demasiada muerte toda junta”, dice una de sus últimas noches en Ucrania, y su voz llega en jirones, más rasposa que nunca. “Los frentes en las afueras de Kiev están cerrados para la prensa después de la muerte de dos periodistas. Solo cubrimos cuando las bombas cruzan el frente y caen de nuestro lado. Una vez que los rusos se fueron, se corrió el telón y apareció el terror como el que vimos en Bucha. Muertos diseminados por todos lados, en las veredas, en los jardines, en los sótanos, atados. Soldados rusos calcinados al lado de sus tanques. Muchos tenemos las mismas fotos. Somos un enjambre de periodistas, una manada… hordas. Hay tours de prensa. Ocho buses llenos de periodistas que van a los lugares. Eso que me encanta hacer a mí, amasar historias, me costó mucho”, cuenta.
Hay una que sí logró contarla como nadie. La de Vlad Tanyuk, un chico de seis años que a través de la cámara de Abd saldrá en la tapa de diarios de todo el mundo. Pasó más de un mes en un sótano mientras los rusos ocupaban su ciudad, Bucha (donde está su casa, su perro, su escuela, la plaza donde suele jugar). En ese mes de frío y oscuridad, perdió a su mamá, que murió de hambre, estrés o tristeza, quién puede saberlo. Marina, de 33 años, era asistente en un jardín de infantes y tenía tres hijos. Abd visita el sótano, observa sus juegos, y muestra a Vlad junto a la tumba que improvisaron en un patio de una casa cuando pudieron emerger a la superficie. Organiza con Oleg, un ucraniano residente en Washington, una colecta y logra que lleguen a Iván, su padre, de oficio mecánico, 5000 dólares para recomenzar. Han perdido todo.
Llegan audios en su último día en Kiev. A Abd le esperan tres días de viaje: seis horas en auto, un tren a Polonia, un avión a Nueva York y después otro a Buenos Aires. Treinta días en el infierno, pero no tanto. Los fotorreporteros de las grandes ligas se hospedan en hoteles de lujo y cenan con glorias de la profesión como James Nachtwey, fotógrafo de guerra estadounidense. Es el lugar donde hay que estar, pero ¿para qué? “Me pregunto qué puedo aportar yo en este lugar. Donde voy, hay veinte fotógrafos, todos con excelentes equipos, grandes profesionales. ¿Qué sumo acá, cuando estando en otro lugar podría contar una historia que no cuente nadie?”, se pregunta. Cada foto es una toma de posición. “Gran parte de la destrucción era producida por ucranianos queriendo retomar el control de su ciudad. Estoy convencido de que muchos soldados rusos no sabían por qué estaban ahí. Cualquier escenario caótico donde se juega la vida y la muerte hace aparecer esa cuestión animal de la lucha por la supervivencia”, cuenta Abd.
¿A qué le es funcional cada foto? ¿Qué versión de la realidad apoya? ¿La de qué bando? Ningún fotógrafo se equivoca cuando, como él, cierra el foco sobre una persona común: un prójimo cercano. Cuando lo que se cuenta es la vida de una persona común. “Los más vulnerables son los mismos siempre, los que pagan el precio más alto: los soldados rasos, los abuelos que no se pudieron ir, los chicos, los que menos tienen”, dice Abd. La belleza de una imagen mete la historia de esta gente directo en el alma de quien la ve. Dice John Berger en el libro Cuaderno de Bento que no se dibuja (o se toman fotos) solo para hacer visible algo a lo demás, sino para acompañar algo invisible a su insondable destino. Hay verdades que solamente así, en ese vehículo sensible, se pueden contar.
Fuente: María Paula Zacharías, La Nación