“Este disco nuevo de Rosalía es fukking grandioso”, tuitea Flea, y la comunidad reacciona al elogio a Motomami con una alegría que aun para los más abiertos de mente tiene una cuota de sorpresa. “Me encanta todo. ‘Bulerías’ y ‘Sakura’ me llegaron al corazón. Y, por supuesto, ‘Chicken Teriyaki’, porque soy un gran bailarín”, profundiza el bajista de los Red Hot Chili Peppers, y uno puede interpretar el gesto -según su marco mental- de dos maneras diferentes: se trata de un capítulo más de la eterna fascinación de los anglosajones con cualquier cosa que suene más o menos exótica (la caprichosa etiqueta “world music” que se le pega sin culpa a Fela Kuti, José Larralde o una banda de ska filipina) o la trinchera rockera frente al pop y la música urbana ya sólo existe en la mente de los más conservadores porque la obra de artistas como Rosalía se encargó de sacarle a su métier el estigma de producto.
Distinta fue la reacción a otro tuit elogioso para con la Motomami: el de su compatriota Carlos Jean. “Creo que Rosalía va a ser o ya es la artista más importante que ha dado nuestro país… ever. ¿Qué pensáis?”, opinó el músico, DJ, productor (trabajó con Alejandro Sanz, Miguel Bosé, Enrique Bunbury, Carlos Baute, Estopa y un largo etcétera) y -no es un dato menor- publicista. Lo que sus seguidores pensaron es que lo suyo era una valoración de calidad cuando en realidad se refería a su “importancia y repercusión en tan poco tiempo” (lo aclaró después respondiendo a un follower que le recordaba la existencia de Montserrat Caballé, Plácido Domingo, Raphael y Julio Iglesias). A diferencia de lo que pasó con Flea, a Jean lo criticaron porque no expresaba un gusto personal sino que establecía una jerarquía, cosa que -sabemos- no se debe hacer en Twitter. Pero al final lo importante es la mención: probablemente Rosalía no sea la artista española más importante de todos los tiempos, pero alguien de peso la ubica en el pelotón.
Todos estos factores -su “rareza” para los mercados anglo, su crossover con la música urbana, la supuesta comercialidad del pop que tanto le pica a la intelligentzia rockera- son los ladrillos de los que está construido el fenómeno Rosalía y más puntualmente el de Motomami, un disco que salió hace poco más de un mes y cumplió con creces su objetivo de no pasar desapercibido.
La Rosalía Vila Tobella de 2022 es una evolución -no una negación- de la que cantaba flamenco a los seis años por influencia de su papá, de la que se presentó al reality de talentos Tú sí que Vales cuando tenía 16 (no la eligieron), de la que formaba parte del grupo Kejaleo a los veinte y hasta de la que grabó Los Ángeles, su primer disco, en 2017. Instalada en California desde el año anterior, eligió para su debut el traje de cantaora tradicional en un trabajo purista y despojado: poco más que su ancho rango vocal y una guitarra con cuerdas de nylon se escuchaba en aquellas doce canciones. También eligió un nombre que miraba hacia atrás y hacia adelante al mismo tiempo: un homenaje a la ciudad en la que se estaba radicando, pero en su idioma de origen (nótese la tilde en la a).
Igual de fundamental para entender el presente de la artista es su relación sentimental y artística con C. Tangana, quien en 2016 -cuando Rosalía todavía era una cantante de flamenco que vivía en España- la invitó a colaborar en su tema “Antes de morirme”. Así, Tangana agregó a su canción un color de voz que ciertamente él no podía darle y que la convirtió en un arma de destrucción masiva (fue hit a partir de su inclusión en la banda de sonido de la serie Élite) y ella descubrió que podía moverse con soltura (“¡con altura!”, cantaría en 2019 en su feat con J Balvin) dentro de los géneros periféricos al hip hop (paradojas de la vida: Tangana desembarcó en el formato casero Tiny Desk de la cadena estadounidense NPR mandando la vena flamenca bien al frente con sus versiones de “Me maten” y “Los tontos”, en compañía de Antonio Carmona y Kiko Veneno).
Esa revelación de que el R&B, el trap, el reggaeton y distintas variantes del rap no le eran ajenos fue lo que motivó a Rosalía a hacer el disco con el que se terminó de consagrar en el mundo: El mal querer (2018), un álbum que se contó entre los mejores de aquel año para medios especializados en rock y pop internacional como Pitchfork y The Guardian (más todavía: en 2020 la edición estadounidense de la revista Rolling Stone lo eligió como el 315° mejor disco de todos los tiempos, en todos los géneros y de todas las procedencias). La fusión entre las formas del género de raíz andaluz (el concepto del elepé lo aporta Flamenca, una novela occitana del siglo XIII) y las de los ritmos bailables estadounidenses y centroamericanos fue lo que disparó la fiebre.
El mal querer fue su tesis de graduación en la Escuela Superior de Música de Cataluña. No es una forma de decir: de verdad Rosalía lo grabó a modo de trabajo final en el conservatorio. Aprobó, desde ya, y de paso se ganó un Latin Grammy a Mejor disco del Año y un Grammy a Mejor Disco de Rock, Urbano o Alternativo Latino (la arbitrariedad del Grammy otra vez: todo da lo mismo mientras canten en español). Sin presupuesto, la artista invirtió su plata al punto de quedar casi en bancarrota. Su “estudio” fue la casa de El Guincho (productor del disco) en Barcelona y su equipo, un micrófono, una computadora y una consola. Una de las mejores relaciones costo-beneficio de la historia de la música universal.
Claro que todavía había un pero: que su (ya entonces) ex novio C. Tangana firmara ocho de las once canciones de El mal querer la convertía ante los prejuiciosos en el mencionado producto comercial pop prefabricado que apenas ponía la voz y las curvas. Alguien le había hecho el disco. Un hombre -o dos, si contamos a El Guincho en la producción- la había convertido en estrella. Aunque conquistaba el mundo (o porque lo hacía), a Rosalía todavía le reclamaban que se probara.
Así llegamos a Motomami, un disco al que aquellos que se relamían ante la posibilidad de que Rosalía patinara esperaron con la burla en la punta de la lengua. Los argumentos para ningunearlo sin darle play eran un par de featurings muy exitosos pero no tan logrados en la previa (una decepción “Lo vas a olvidar” con Billie Eilish; un terremoto “La noche de anoche” con Bad Bunny) y dos adelantos, “Saoko” y “Chicken Teriyaki”, fáciles de malinterpretar si no se los escucha con atención.
El quid de la cuestión era un puñado de versos (“pa’ ti naki, chicken teriyaki, pa’ ti naki, chicken teriyaki, pa’ ti naki, chicken teriyaki, tu gata quiere maki, mi gata en Kawasaki”, por ejemplo) a las que no se le encontraba el vuelo literario que se supone que tiene que tener la música “auténtica”. Lo que no se estaba viendo era que el interés de Rosalía no era armar un relato sino justamente desmontarlo, despojando de sentido lo que se decía para que se convirtiera en un sonido percusivo más.
Lo que reformula la supuesta precariedad como experimentación es la publicación y la escucha del disco completo, que -a años luz de agotarse en un racimo de singles discotequeros- también ofrece baladas etéreas como “Hentai”, donde la parte vocal parece sonar como un arreglo de sintetizador que se enrosca con el piano ultraminimalista que le sirve de base (no por nada Lorde está versionando esta canción en sus últimos shows). Todo está deconstruido y resignificado en Motomami, como quien desarma un mueble y arma otro con las mismas piezas, y no por eso se niega el baile ni el gancho: “La fama” (una bachata con The Weeknd) tiene 170 millones de reproducciones en Spotify y el disco llegó al puesto 33 del ranking de Billboard en Estados Unidos. Así las cosas, aún con una lista eterna de productores y co-compositores (entre los que se cuenta Pharrell Williams), casi nadie se atrevió a considerar al álbum como un “producto” que alguien le fabricó a Rosalía para que se luciera. Habría que ponerle mucho esfuerzo a la valoración negativa e ignorar con mucha saña el camino creativo de la autora para entender como un invento tercerizado a un trabajo con semejante nivel de exposición de la artista que lo firma. Eso es justamente lo que vieron y celebraron Flea y Carlos Jean: una obra personal, compleja y seductora que tiene bien ganado todo el ruido que genera.
Rosalía se presentará el 25 de agosto en el Movistar Arena
Fuente: Diego Mancusi, La Nación