«En general en mis novelas la referencia a lugares exóticos vienen acompañados con la idea de que este mundo no es tan hostil en cuanto a los extraños que uno encuentra. En general hay mucha gente generosa, solidaria, y lo que ocurra dependerá de la actitud de respeto que uno tenga hacia una cultura extraña a la nuestra. Eso me ha pasado en todos mis viajes, inclusive en muchos que se consideraban peligrosos», había dicho en entrevista con Télam en 2016 por la publicación de su novela «El secreto de Irina», editada por Tusquets.
Kociancich había nacido en Buenos Aires en 1941, fue estudiante de Letras en la Universidad de Buenos Aires, donde conoció a Jorge Luis Borges, con el que mantuvo una amistad y estudió inglés antiguo.
Más tarde, en septiembre de 1978 escribió los textos biográficos sobre el autor de «El Apeph» leídos en off en la obra «Borges para millones», con dirección de Ricardo Wullicher y guión del director y Ricardo Monti.
Antes entre 1972 y 1979, tuvo a su cargo la dirección de una revista especializada en turismo y en 1971 publicó su su libro de cuentos «Coraje», por la editorial Galerna. Mientras que su primera novela «La octava maravilla» fue publicada en España, 10 años más tarde, en 1982, iniciando un camino que incluye otros libros: «Últimos días de William Shakespeare» (1984) y «Abisinia» (1985).
En 1988 recibió el Premio Jorge Luis Borges, otorgado por el Fondo Nacional de las Artes, y el Konex y en 1990 el Premio Gonzalo Torrente Ballester (España) por el libro de cuentos «Todos los caminos».
Por su novela «El templo de las mujeres» fue finalista del Premio Rómulo Gallegos en 1996. Kociancich también escribió ensayos como «La raza de los nerviosos».
En sus ficciones, la autora ubicaba a los personajes en viajes que no solo implicaban un desplazamiento físico sino una introspección y al respecto, en la charla por «El secreto de Irina», explicaba: «Mis historias surgen a partir de un detalle o por una frase escuchada o algo que me llama la atención. En este caso estaba en una playa cerca de Cancún y se hablaba de cenotes para hacer una excursión, y de gente que por imprudencia muchas veces se ahoga porque se sumerge en los que no están dentro de la ruta turística segura. Nunca estuve en un cenote, hay unos 2500 cenotes en México.
En esa charla, un buceador dijo ‘yo ahí no me meto ni loco’, y se me ocurrió pensar qué sucedería si una persona queda olvidada en un cenote, y a partir de ahí empecé a armar el argumento y la aventura de la novela».
Vlady Kociancich nació en Buenos Aires en 1941. Estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires, allí conoció a Jorge Luis Borges con quien estudió inglés antiguo y trabó amistad. En 1971 la editorial Galerna, de Buenos Aires, publicó su libro de cuentos Coraje.
Su primera novela La octava maravilla fue publicada en España en 1982. En 1984 le siguió Últimos días de William Shakespeare y Abisinia al año siguiente. En 1988 recibió el Premio Jorge Luis Borges, otorgado por el Fondo Nacional de las Artes y en 1990 el Premio Gonzalo Torrente Ballester en España por el libro de cuentos Todos los caminos. Su novela El templo de las mujeres, fue finalista del Premio Rómulo Gallegos en 1996.
En 2016, en ocasión de la publicación de El secreto de Irina” (Tusquets), brindó una entrevista para hablar de cómo concibió aquella historia, de la importancia que tienen los viajes y, por supuesto, de sus amigos Borges y Bioy. Contó que de ellos heredó un modelo de escritor, describió el particular humor del autor de “El Aleph” y reveló que era lo que lo divertía de ese cuento y que durante “muchísimos” años nunca habló de su obra. Por qué dice que Borges fue la “la persona más civilizada” que conoció.
—¿Por qué los viajes son tan importantes en su obra?
—Tal vez porque siempre sentí que los viajes no eran solamente una aventura, y no me refiero a viajes turísticos, me refiero a viajes de exploración a lugares desconocidos. Los viajes eran como una metáfora de la vida, uno viaja a través de su propia edad, uno ha tenido una infancia y eso fue un viaje, pasamos a otro viajes que es el de la madurez, luego hay otro: siempre son etapas diferentes donde cambian los tiempos, cambia el lenguaje, cambian las impresiones, cambian los deseos.
—Permitame invitarla a uno de los viajes: el de las amistades y preguntarle por sus dos grandes amigos, Borges y Bioy Casares. ¿Cómo recuerda a Borges en este año en que lo estamos celebrando?
—El mundo de Borges en su obra es universal e inagotable, como si el genio de Borges hubiera encontrado un yacimiento que no se acaba nunca para los lectores. Estuve en Egipto dando una conferencia sobre la obra de Borges y había gente de la universidad de El Cairo que estaba fascinada, en lugares así que uno los imagina distantes, por ejemplo a mi me llamó la atención el fervor de dos personas que estaban en el público, eran dos mujeres que tenían la cabeza cubierta y la pasión y la avidez por saber sobre Borges y leerlo era muy importante.
—¿Cómo era él como profesor?
—Lo tuve poco porque rápidamente fui convocada por él para estudiar inglés antiguo. No era profesor, era un transmisor de conocimiento literario, un escritor que trataba de llevar a gente muy joven a lo mejor de la literatura. Era modesto.
—¿Era humilde?
—Humilde no, era modesto, he conocido a muchos escritores consagrados, no sólo a Borges, Bioy y Cortázar, que han sido personas verdaderamente modestas y que no se pasaban todo el tiempo hablando de su propia obra, por el contrario. Pero además conocí a otros, que después de haber escrito un par de libros buenos, no pueden hablar más que de su obra. Borges nunca hablaba de su obra, hablaba, a veces emocionándose mucho, de otros autores o de sus autores favoritos. Tenía una memoria extraordinaria pero también era una memoria estimulada día por día, se hacía leer y cuándo daba una conferencia la preparaba, quería que le recordaran y volvía a escuchar que le leyeran. Tenía una enorme curiosidad, seguía a los 70 de años asombrado por el misterio del mundo.
—Él mismo decía que esas eran sus virtudes: la curiosidad y ser un gran lector…
—Sí, y tardó muchísimos años en hablar y recordar sus propios libros o sus poemas. Lo conocí muy temprano, en los años 60 y creo que recién en los 80 empezó a aparecer en reportajes y, claro, le preguntaban sobre su obra y ahí, de algún modo citaba sus poemas, pero recuerdo que los dos primeros años en los que estábamos estudiando inglés antiguo, solamente una vez comentó «El Aleph» conmigo. Nada más que para reírse.
Adolfo Bioy Casarez y Jorge Luis Borges
—¿Tanto Borges como Bioy eran muy divertidos?
—Muy divertidos. Tenían un sentido del humor enorme, pero algo de lo que Borges estaba orugullosisimo no era de la famosa enumeración poética que aparece en «El Aleph», era de los versos de Argentino Daneri. Esos me los recitaba cuándo íbamos caminando, se divertía mucho con eso.
—¿Cómo la influyeron ellos en su obra?
—En realidad, fueron proveedores de libros para mí. Pude usar la biblioteca de Borges y de Bioy Casares. Más allá de mi interés por la literatura inglesa, que fue gracias a eso que conocí a Borges y empezamos una amistad, fue que siempre que los veía cuándo almorzábamos o cenábamos, aparecían con libros para mi y la verdad tenían una biblioteca fascinante. Algunas cosas me las revelaron, Borges me fue regalando libro por libro una colección sobre Kipling, en cuánto supo que me gustaba. Creo que le gustaba que yo se la comentara y creo que lo mejor para mí fue la herencia de un modelo de escritor: curiosos, la literatura como un gran juego inteligente, sin vanidad personal, siempre trabajando, siempre escribiendo, siempre con un proyecto y, al mismo tiempo, encantados y amantes de los grandes libros y de los grandes autores. No tenían envidia, no pensaban en la literatura como una carrera, pero siempre estaban pensando un argumento…como Borges que decía «creo que tengo un poema, creo que tengo un cuento», así empezaban las idea y la conversación. La conversación era para él la civilización y la impresión que dejó en mi fue que Borges fue la persona más civilizada, en el mejor sentido de la palabra, que conocí. Sin arrogancia, muy cortés, sabía enojarse obviamente, pero con mucha tolerancia.
Fuentes: Télam e Infobae.