El follaje, que rodea toda la manzana, lo esconde de las miradas aunque aquellas más curiosas intentan llegar hacia su interior. Allí aparece una fortaleza sostenida por toneladas de piezas de hierro, placas de fundición y millones de remaches que llegaron desde Gran Bretaña a comienzos del siglo pasado cuando Buenos Aires era otra ciudad.
Por fuera es una carcaza de ladrillos y revestimiento; por dentro una malla metálica compuesta por 180 columnas de hierro que sostiene 12 tanques de agua que pueden soportar más de 72 millones de litros de agua a 30 metros de altura. Se trata del depósito de Gravitación de Caballito, el primero que se construyó a continuación del Palacio de Agua ubicado sobre la avenida Córdoba, que fue utilizado durante décadas como reservorio de agua potable para consumo de los porteños.
La fachada podría hacer pensar que se trata de una vieja dependencia oficial sin actividad o hasta un depósito aduanero transportado desde el puerto, pero es uno de los tres depósitos que se construyeron entre 1912 y 1957 para atender la demanda creciente de agua potable en una ciudad que se expandía con rapidez. Al de Caballito, ubicado entre las avenidas Goyena, José María Moreno y las calles Beauchef y Valle, le siguieron el de Villa Devoto (simétricos entre sí) y el de San Cristóbal (depósito Paitoví).
Algunos vecinos del lugar saben la historia, pero en general la mayoría de las personas que caminan por sus veredas la desconocen, como cuentan los operarios del depósito que suelen ser testigos de la curiosidad. El edificio fue proyectado por el Departamento Técnico de Obras Sanitarias de la Nación y construido por la firma Lavenás, Poli y Cía. a partir de 1912 para ser habilitado e inaugurado en octubre de 1915. Actualmente se encuentra operativo, aunque sin reserva de agua, pero listo para ser utilizado en caso de ser necesario.
El lugar no está abierto al público y solo pueden ingresar operarios de la empresa Agua y Saneamientos Argentinos (AYSA), que tiene la operación del lugar y de toda la red de agua potable de la ciudad. LA NACION pudo recorrer los tres pisos de este edificio palaciego que ellos mismos denominan la “Catedral gótica”.
El estilo arquitectónico del edificio se inscribe en el neorrenacimiento francés. Al pasar por las pesadas y viejas puertas de roble, que tienen talladas las letras O y S de Obras Sanitarias, aparecen las 180 columnas de hierro que se multiplican hacia arriba hasta llegar a los tanques ubicados en los pisos superiores. La planta baja es una telaraña de esas columnas traídas desde Europa y ensambladas en esa parte de la ciudad que, en 1912, aparecía como un descampado y era una de las zonas más altas, en la cota 37.
Cada una de las columnas están cruzadas por tensores metálicos macizos, pero flexibles, que le dan un aporte valioso a la arquitectura del edificio. “Las diagonales de acero que cruzan las columnas descomponen la fuerza de los vientos. Aunque el edificio siempre fue cerrado, el viento pampero era tremendo para controlar. La estructura es antisísmica, con las vigas que cruzan las columnas independientes de los muros. Cuando las vigas llegan a los muros unos cilindros le permiten el movimiento que se genera cuando el agua está en los tanques”, explica con precisión Celina Noya, arquitecta del Palacio de las Aguas Corrientes de AySA, organismo hoy a cargo de Malena Galmarini.
Construcción y usos
El gigante del agua fue construido con ladrillos macizos y los revestimientos de terracota se sustituyeron por revoque símil piedra París “conservando un ordenamiento de vanos en sus cuatro fachadas similar a su antecesor, pero de menor impacto ambiental”, según se describe en su ficha técnica. Todo el edificio es una planta cuadrada de 8100 con un pulmón en el medio y cuatro “patios de aire en forma de cruz con paños vidriados en la altura”. Las columnas se van espigando en la altura hasta llegar a los tanques.
En los tres pisos superiores se encuentran los 12 depósitos (tres por plantas) construidos de placas de fundición y contenidos por millones de remaches. En su interior están revestidos por ladrillos y deben ser limpiados periódicamente. La capacidad total es de 72.300.000 millones de litros, similar a las del Palacio del Agua y el depósito de Devoto (Paitoví, inaugurado en 1957, tiene una capacidad de 70.000.000 de litros).
“Se utilizaba como tanque de agua, por eso están altos, para que ganen presión. Servían cuando la ciudad no era tan grande, pero cuando Buenos Aires creció en altura comenzó a perder su capacidad”, explica Noya.
El depósito de gravitación funcionó a su máxima capacidad hasta la década del 40. El agua provenía del Río de la Plata y llegaba a las estaciones elevadoras. Mediante bombas a vapor (que luego fueron eléctricas) subía a la superficie y luego a los tanques a través de conductos maestros de gran diámetro. Los depósitos siempre debían estar llenos para mantener la presión en el servicio hogareño y asegurar la distribución que se realizaba por toda la red.
Así ocurrió hasta la construcción de los ríos subterráneos cuando se consideró que subir el agua a los tanques significaba malgastar la energía por lo que la técnica de la gravitación quedó obsoleta. Sin embargo, el depósito de Caballito y Villa Devoto se encuentran operativos, listos para ser usados si hay necesidad, aunque no forman parte de la distribución habitual. Antes de la pandemia de coronavirus seguían siendo reservorios de agua potable.
La limpieza periódica de los tanques se fue adaptando a la época. Los buzos que se sumergían en sus profundidades ya no se utilizan y ahora una empresa tercerizada se ocupa de realizar la desinfección y mantenimiento. También cambiaron las herramientas para evitar que rebalsen: de los sistemas de flotantes hasta detectores infrarrojos. Actualmente en desuso, pero operativos para cuando se necesiten, las 12 moles de hierro descansan en la altura del gigante del agua. Escondidos y desconocidos, como un viejo secreto de Caballito.
Fuente: Mauricio Giambartolomei, La Nación