“Sólo podemos hacer que sean nuestros cuadros los que hablen”, decía la última carta dirigida a su hermano Théo. Este último la encontró aún sin terminar junto al cuerpo agonizante de Vincent van Gogh en la pensión Ravoux, en Auvers-sur-Oise, a treinta quilómetros de París. Allí murió el pintor holandés el 29 de julio de 1890, dos días después de haber recibido un disparo en el pecho, en circunstancias no esclarecidas: si bien la versión oficial indica un suicidio, otras investigaciones sugieren un disparo accidental efectuado por dos adolescentes.
La frágil salud mental de Vincent abona la primera hipótesis. Tras discutir con Gauguin y cortarse una oreja a fines de 1888, por voluntad propia se internó en un psiquiátrico de Saint Rémy. “Parece que hubiera dos personas en él –advirtió Théo, su gran protector, a la hermana de ambos-, una maravillosamente dotada, delicada y tierna, y la otra egocéntrica y despiadada […] Es una pena que sea su propio enemigo, porque de este modo no sólo les hace la vida imposible a los demás, sino que también se la hace a sí mismo”.
Así se asegura en Cartas a Théo, libro que revela lo que los cuadros no dicen. La trastienda de cómo se crearon algunas de las pinturas más famosas de la historia del arte, que ahora protagonizanImagine Van Goghen La Rural. Una muestra inmersiva enfocada en esos “años excepcionales”, desde su internación hasta su muerte, durante los cuales produjo obras icónicas comoLos girasoles,La noche estrellada y elRetrato del Dr. Gachet, rematado en 1990 en Christie’s por la cifra récord de 82,5 millones de dólares.
También, claro, su célebre habitación de Arlés. “Te envío un pequeño croquis para darte una idea del giro que toma el trabajo”, le escribió a su hermano en octubre de 1888, cuando se disponía a pintar la primera de las tres versiones. “Esta vez es simplemente mi dormitorio”, señaló sobre la obra, en la que buscó “sugerir el reposo o el sueño en general”. Un “descanso para la imaginación” que él nunca encontró.
“Cuando se ha empezado a considerar las cosas con una mirada libre y confiada no se puede volver atrás ni claudicar –había opinado una década antes, en otra de sus cartas-. […] No hay que hacerse la vida demasiado fácil. Hasta en los ambientes cultivados y en las mejores sociedades y en las circunstancias más favorables, hay que conservar algo del carácter original de un Robinson Crusoe o de un hombre de la naturaleza, jamás dejar apagar el fuego de su alma, sino avivarlo”.
Fuente: Celina Chatruc, La Nación