¿Cómo hacer para que futuras generaciones reciban los mismos paisajes que nosotros? La pregunta, hasta hace siete meses atrás, estaba echada a la suerte. Como una moneda cuyo recorrido se vuelve incierto, mientras no se tome una decisión antes de que llegue a destino.
Parte de esto ocurrió en Santa Fe 3951, uno de los puntos turísticos destacado en las guías de atracciones para recorrer Buenos Aires. Sentada en su escritorio vidriado y rodeado de naturaleza, Graciela Barreiro, directora del Jardín Botánico de la Ciudad “Carlos Thays”, comenzó a diseñar “muy a pulmón” una solución a pequeña escala para contrarrestar algunos de los efectos del cambio climático en la vida cotidiana de los porteños y poder “inmortalizar” así esa postal urbana tan familiar para ella.
Hurgó en registros de datos históricos, recuperó trabajos realizados por la Facultad de Agronomía de la Universidad de Buenos Aires -con 50 años de antigüedad para poder compararlos con la actualidad-, y formó un equipo chico, integrado por un ingeniero agrónomo, Fernando Cano, y un meteorólogo, Adrián Irurzun, con el fin de ver si era viable la idea que tenía en mente.
Con esa base científica como respaldo y la experiencia de otros jardines con desarrollos similares, crearon en conjunto una app que permite estudiar índices extremos climáticos, es decir, aquellos cambios que afectan a las especies vegetales con el paso del tiempo, y que ayuda a hacer proyecciones a futuro. Las primeras ya empezaron a darse internamente.
“Nuestra app compara series de datos con las dos estaciones meteorológicas cercanas al Botánico: la Estación Meteorológica OCBA (Observatorio Central) y la Estación Meteorológica AEP (Aeroparque). Relacionamos la información de la serie 1981-2010 contra la de 2011-2020 y ahí evaluamos qué aspectos se modificaron”, explica a LA NACION Barreiro sobre el alcance de la herramienta.
Los trabajos de campo, basados en doce indicadores previamente definidos por el equipo y calculados según los criterios del The Intergovernmental Panel on Climate Change (IPCC) –un cuerpo de asesores sobre cambio climático que depende de Naciones Unidas-, arrojaron resultados interesantes que luego profundizarán en estudios posteriores.
“Ahora sabemos, por ejemplo, que hay muchos más días de verano y menos con heladas, y que la temperatura media anual aumentó 2.5% (+0,4°C)”, señala la directora del Botánico al repasar las conclusiones. Y completa: “Nueve de los doce indicadores analizados tuvieron variación hacia el calentamiento. En ocho de ellos, incluso, fue mayor al 10% respecto de la normal climática 1981-2010″.
Elogios internacionales
El proyecto, que se encuentra aún en etapa de desarrollo e implementación, ya recibió elogios de colegas internacionales y también solicitudes de otros países, miembros de la Red Sudamericana de Jardines Botánicos, como el de Brasil, seducidos por las posibilidades que encierra la iniciativa. Durante estas semanas buscarán capacitarse en su uso y metodología, adelantaron a este medio.
“Los usuarios tienen libertad tanto para modificar los umbrales como los períodos, pueden representar realidades locales, visualizar los cambios para otros períodos diferentes del anual y sumar datos de otras localidades para usarlos en cualquier jardín botánico del mundo”, especifica Barreiro sobre el potencial de la herramienta. Y remarca: “Los datos surgidos del análisis son fundamentales para la evaluación de los cambios en las especies vegetales”.
Único en América del Sur
La propuesta que impulsa el Jardín Botánico no nació en forma aislada, aunque se potenció durante la pandemia de coronavirus, que sumió al mundo en modalidades poco conocidas para contrarrestar la distancia y la imposibilidad de viajar que trajo consigo.
Desde el 6 de diciembre de 2018, el espacio de Carlos Thays, único participante de América del Sur, forma parte de una alianza nacida en Melbourne, Australia, con otros jardines del mundo (entre ellos, el Botanic Gardens Conservation International y la Klorane Botanical Foundation), comprometida en la conservación de las especies y los paisajes. Sus miembros, diseminados estratégicamente en el mapa, solían encontrarse regularmente, pero el virus los llevó a tener que encontrar alternativas.
Así comenzaron a reunirse vía Zoom, cada tres meses, para mantenerse conectados y poder compartir entre sí los avances de las acciones que cada integrante de la red iba tomando vinculadas al cambio climático.
“Fue muy inspirador esto porque nos obligó a prestar más atención a la problemática y a ir viendo cómo afecta a nuestras plantas en la ciudad. Es nuestra obligación ver qué pasa con las especies de Buenos Aires, pero también, como trabajamos a nivel nacional, tratar de ver cómo podría afectar al país”, reconoce la directora del Botánico, tras haber sido anfitriona en los encuentros de mediados de diciembre, en los que presentó el diseño y uso de la app para evaluar datos climáticos, y un proyecto de restauración del “Monte Blanco” en el Delta del Paraná, degradado por el efecto del calentamiento.
En marzo próximo será el turno de oficiar estos encuentros de la Red de Jardines Botánicos de Australia y Nueva Zelanda, pionera en trabajos enfocados en la fenología, o la ciencia que trata la observación y el estudio de los fenómenos biológicos relacionados con los cambios estacionales del ambiente físico.
RESTAURACION EN EL DELTA
Además del día a día, el Botánico focaliza su misión en la promoción de otros proyectos ligados al calentamiento y que muchas veces cuentan con socios estratégicos, como Botanic Gardens Conservation International, Pierre Fabre, Klorane Botanical Foundation y la Fundación Félix de Azara, para poder encaminarlos. Es el caso de la reforestación de un pequeño sector del “Monte Blanco”, una eco-región del Delta del Paraná, ubicada sobre los albardones de las islas, que se caracteriza por los colores blanquecinos de las cortezas y que hoy se encuentra completamente degradado.
Según explicaron a LA NACION desde la Secretaría de Ambiente porteña, la acción humana junto con la presencia de especies exóticas, como el lirio amarillo, el ligustro y la mora, ahogaron el crecimiento de plantas nativas, entre ellas el sen de campo, el canelón, el ceibo, la murta y otras especies que daban nombre al lugar.
Esta situación disparó una minuciosa investigación botánica mediante la cual se pudieron recuperar semillas nativas que crecieron en el Botánico de la Ciudad y que luego, una vez que los 900 ejemplares ganaron en altura, comenzaron a plantarse en el Delta con el fin de devolverle su antiguo paisaje y biodiversidad.
“Es un trabajo delicado, manual, que requiere de mucha paciencia y esfuerzo. Se trata de caminar, seleccionar frutos, cuidar que las aves no se los coman, desmalezar y al mismo tiempo mantener la armonía en el lugar”, cierra Barreiro sobre el desafío que implicó dicha restauración ecológica y que se integra a la tarea central de preservar el medio ambiente.
Fuente: La Nación