“Lo que te queda son las fotos, y las fotos son recuerdos”, reflexiona una joven, celular en mano, mientras se saca una selfie en la entrada de la Galería Güemes. Mucho más que fotos, la galería, junto con los pasajes peatonales Barolo y Roverano, son testigos de la época de gloria del centro porteño, cuando los edificios empezaban a competir en lujo y en altura. Cada pasaje cuenta sus historias: la barbería en la que el Papa Francisco se cortaba el pelo cuando todavía era Arzobispo de Buenos Aires, el subsuelo en el que cantó Carlos Gardel, el departamento en el que Antoine de Saint-Exupéry habría alojado a un lobo marino, la estatua que escondería las cenizas del mismísimo Dante Alighieri. La pandemia golpeó el microcentro porteño y puso muchos de sus atractivos en jaque, pero estos edificios siguen en pie con su patrimonio y sus historias.
Las cúpulas de la Galería Guemes
Bajo una de las cúpulas de hierro y vidrio, frente a la puerta de uno de los ascensores coronados con estatuas de bronce de la Galería Güemes, se escucha el ritmo estridente de un videojuego. Un joven atiende un local de electrónica que proyecta en una pantalla figuras del siglo XXI, en este pasaje que tiene más de cien años y fue el primer rascacielos de la ciudad. Aunque se nota el impacto de la pandemia en algunos locales vacíos, la galería mantiene el lujo art nouveau que la convirtió en uno de los paseos preferidos de los porteños.
El edificio, ubicado en Florida 165, se inauguró en 1915 con toda la pompa ya que, con sus 14 pisos y 87 metros de altura, era el más alto construido hasta entonces en el país. El arquitecto italiano Francisco Gianotti –el mismo de la Confitería del Molino–, incluyó detalles de lujo nunca antes vistos: techos abovedados, dos majestuosas cúpulas, bronces, mármoles, refrigeración, calefacción, 14 ascensores, un sofisticado sistema contra incendios, distribución de correo interno en base a un sistema de tubos neumáticos y hasta un tablero luminoso que indicaba si las oficinas estaban ocupadas. La nave central une las calles Florida y San Martín, en el subsuelo todavía funciona una lujosa sala de teatro, y por encima del piso 14 un mirador aún balconea sobre toda la ciudad.
La construcción comenzó cuando la calle Florida estaba en plena metamorfosis: las viviendas de familias aristocráticas se iban corriendo hacia el Norte, mientras avanzaban las grandes galerías y centros comerciales. Los salteños Emilio San Miguel y David Ovejero tenían una enorme casona sobre Florida que había pertenecido a su familia desde 1830, y decidieron construir allí un pasaje comercial al estilo de las ciudades europeas. Pero la obra tuvo varios contratiempos: sus impulsores gastaron mucho más de lo previsto y cayeron en bancarrota y durante la Primera Guerra Mundial un submarino alemán hundió el barco que traía los mármoles para la fachada de Florida. Pese a todo, pudo ser inaugurado en 1915, con la presencia del entonces presidente Victorino de la Plaza y descendientes del prócer Martín Miguel de Güemes, a quien los impulsores salteños decidieron homenajear.
En 1929, el escritor francés Antoine de Saint-Exupéry se mudó al edificio. Contratado como piloto por la Compagnie Générale Aéropostale, repartía correspondencia en avión por distintos puntos del país. En su departamento escribió el manuscrito de “Vuelo Nocturno” y aquí también encontró el amor junto a su futura esposa, la salvadoreña Consuelo Suncín. Cuenta la anécdota que instaló en la bañera un cachorro de lobo marino que había adoptado en uno de sus tantos viajes por la Patagonia.
En el cuento “El otro cielo”, Julio Cortázar retrata el ambiente de la época: “Hacia el año veintiocho, el Pasaje Güemes era la caverna del tesoro en que deliciosamente se mezclaban la entrevisión del pecado y las pastillas de menta, donde se voceaban las ediciones vespertinas con crímenes a toda página y ardían las luces de la sala del subsuelo donde pasaban inalcanzables películas realistas”.
En el teatro del subsuelo cantó Carlos Gardel el 27 de febrero de 1917. Por allí también pasó Pepe Biondi, en sus comienzos, cuando actuaba como payaso y malabarista. Con butacas de terciopelo y palcos dorados a la hoja hoy funciona allí el complejo Palacio Tango, con espectáculos de tango, teatro, jazz y folklore.
Aunque el edificio está perfectamente mantenido, la pandemia dejó su huella con algunos locales vacíos y pocos transeúntes. La entrada aún huele a free shop con su perfumería de artículos importados y del otro lado se mantiene el despliegue de bebidas espirituosas de una licorería. En el interior convive la ropa de marca con antiguos oficios como la impresión de tarjetas y sellos personales de la Casa Policella, instalada en 1932, la reparación y venta de cámaras y rollos fotográficos, o la tabaquería que exhibe pipas, encendedores y productos importados entre tenebrosas advertencias contra el uso del tabaco.
Los materiales nobles del Pasaje Roverano
A pesar de los locales cerrados a causa de la pandemia, el esplendor del Pasaje Roverano todavía se aprecia en los bronces, vitrales, vidrieras curvas, mármoles y maderas. Inaugurado por segunda vez en 1918 en Avenida de Mayo 560, es el primero de los tres pasajes construidos sobre la avenida. Luego se sumaron el Palacio Urquiza Anchorena (Avda. de Mayo 747, que data de 1921) y el Palacio Barolo (Avda. de Mayo 1370, inaugurado en 1923).
Los hermanos Angel y Pascual Roverano eran descendientes de una acaudalada familia italiana, y habían creado la Confitería del Gas. En 1878 construyeron un edificio de dos plantas junto al Cabildo, donde por entonces funcionaban los tribunales. En la planta baja se instalaron oficinas de abogados y en el primer piso habitaciones para vivienda. Con la apertura de la Avenida de Mayo, la antigua construcción fue desalojada y perdió parte de su frente.
La Avenida de Mayo fue un ambicioso proyecto que impulsó el primer intendente Torcuato de Alvear, a imagen y semejanza de las grandes capitales europeas. Su construcción llevó varios años y trajo mucha resistencia porque implicaba expropiaciones y demoliciones varias. Finalmente, pudo ser inaugurada el 9 de julio de 1894 y aquel día histórico Federico Pinedo, el nuevo intendente, entregó una medalla a los hermanos Roverano. La distinción fue un reconocimiento por haber cedido gratuitamente 135 m2 del edificio a cambio de que se indemnizara a los inquilinos que habitaban los cuartos que serían demolidos.
En 1912 iniciaron la reconstrucción a cargo del arquitecto francés Eugenio Gantner, que tardó seis años en remodelar el edificio con materiales de lujo importados de Europa. En 1915 los constructores lograron un privilegio único: un permiso para acceder desde el pasaje a la estación Perú del Subte A. La entrada estuvo abierta hasta el comienzo de la pandemia, en marzo de 2020.
El Roverano se inauguró en 1918, y desde entonces se convirtió, por su posición estratégica, en protagonista de momentos históricos. Cuentan que Antoine de Saint-Exupéry –que como se ha dicho, vivía muy cerca, en la Galería Güemes– trabajó para la Compañía Aérea Nacional que tenía su sede en el segundo piso, y que solía pasar a buscar las sacas de correo para repartir.
Otro de los hechos destacados tuvo lugar en 1970, cuando en una de las oficinas se concretó el encuentro entre los dirigentes políticos más importantes del país para acordar la alianza bautizada La Hora del Pueblo, en la que participaron Ricardo Balbín, por entonces líder de la Unión Cívica Radical del Pueblo, y Jorge Daniel Paladino, delegado personal de Juan Domingo Perón, que estaba exiliado en España.
Durante 22 años el Papa Francisco, entonces Arzobispo de Buenos Aires, se cortó el pelo en La Barbería de Montserrat, el local histórico que durante más de medio siglo ocupó la entrada de la galería y que acaba de cerrar como consecuencia de la pandemia.
El pasaje fue también escenario de varias películas por su atmósfera detenida en el tiempo. Entre ellas está La Señal, dirigida y protagonizada por Ricardo Darín, y el film Los Dos Papas que aborda parte de la vida del Papa Francisco.
Los fantasmas del Barolo
En 1919, cuando Europa salía de la Primera Guerra Mundial y miraba hacia América como una tierra de promesas, Luigi Barolo, un inmigrante italiano de clase acomodada que se dedicaba al negocio textil, contrató al arquitecto italiano Mario Palanti para construir un suntuoso palacio sobre la Avenida de Mayo. Inaugurado en 1923, el Palacio Barolo superaría a la Galería Güemes en altura y se convertiría en el edificio más alto de América Latina. Sus cien metros de altura no fueron levantados al azar: cien son los cantos de la Divina Comedia, la obra de Dante Alighieri que inspiraría toda la construcción. El empresario Barolo, sin embargo, nunca vio el edificio terminado, murió pocos meses antes de la inauguración, a los 53 años.
Una de las leyendas que rodean al Palacio cuenta que la escultura La Ascensión, diseñada por el arquitecto Mario Palanti para decorar el hall central del edificio, llevaría en su interior las cenizas del mismísimo Dante Alighieri. La escultura representaba la figura de un águila que llevaba sobre su lomo el cuerpo de un hombre. Para algunos representaría a los heridos de la Primera Guerra Mundial; para otros, a Dante Alighieri en su ascenso al Paraíso. Los más audaces aventuran que en su interior se habrían depositado los restos del poeta para traerlos a la Argentina y salvarlos de otra eventual guerra.
Lo cierto es que la escultura que se exhibe en el hall es una réplica porque la original nunca llegó a destino. Hace cien años desembarcó en el puerto de Mar del Plata y luego se perdió su rastro, hasta que en la década del ‘90 fue ubicada en un chalet de esa ciudad, de donde volvió a desaparecer. El 22 de noviembre de 2021 los hermanos Miqueas y Tomas Thärigen, organizadores de las visitas guiadas al Palacio y descendientes de uno de los primeros propietarios de oficinas, presentaron la base de la escultura original con la firma de Palanti, que lograron recuperar tras años de pesquisa, aunque todavía se ilusionan con encontrar la parte superior que dio origen a la leyenda.
El edificio también cuenta sus historias. Los guías relatan que de noche los grandes rosetones que decoran el piso de la nave central se iluminaban desde el subsuelo para que la representación de las llamas del infierno de Dante fuera más realista. Si a eso le sumamos las nueve arcadas, las inscripciones en latín sobre los techos y las máscaras endiabladas de bronce que decoran las paredes, la sensación nocturna debe haber sido espeluznante.
Entre los pisos 1 y 14 está representado el Purgatorio, con un pecado capital cada dos pisos y un centro hueco desde el que todo parece girar hasta la planta baja. A partir del piso 14 comienza el Paraíso, con una decoración más despojada, ambientes luminosos y líneas puras. En el piso 20 se accede a la torre de formas sinuosas inspirada en el templo indio Rajarani Bhubaneshvar, con sus balcones semicirculares con vistas a la ciudad. Pero para llegar a la versión definitiva del Paraíso es necesario subir dos pisos más por una escalera circular tan angosta que las paredes envuelven el cuerpo.
De esa oscuridad y estrechez se sale a un recinto circular enteramente vidriado que parece suspendido sobre la ciudad. Sentados sobre una saliente de cristal, Buenos Aires se extiende como una alfombra bajo los pies mientras los ojos no saben cuál de los horizontes elegir. En el centro de este pequeño recinto está el faro que comienza a girar con sus 300.000 bujías encendidas. Ninguna imagen podría representar mejor el Paraíso.
Fuente: La Nación