El Pasaje Roverano, el más antiguo de la Avenida de Mayo, ubicado junto al Cabildo, languidece con sus negocios y kioscos vacíos, entre los que se encuentra el local de la antigua Barbería de Montserrat, donde se cortaba el pelo el Papa Francisco. Inaugurado en 1918 con los mejores materiales de la época, el pasaje mantiene el esplendor en sus vidrieras de cristales curvos, las carpinterías de bronce, los vitrales, las columnas y escaleras de mármol y ónix. Sin embargo, la galería va quedando desierta y el deterioro avanza.
En la entrada de Avenida de Mayo 560, el histórico local donde funcionó la barbería acaba de cerrar sus puertas. En su interior, las sólidas butacas de cuero, los mostradores y vitrinas de madera maciza están vacíos. La fomentera, aquel enorme artefacto en el que se calentaban las toallas para colocar sobre las caras afeitadas de los clientes, aún se exhibe, solitaria, en la vidriera. La barbería fue frecuentada durante siete décadas por políticos, bancarios, oficinistas, empleados de la Legislatura y de Casa de Gobierno.
Durante muchos años se llamó Romano, como uno de los socios fundadores, y luego quedó a cargo de Juan José Ciacero y Mario Sariche En los últimos años había cambiado de nombre a La Barbería de Monserrat. La pandemia cortó la actividad en esta zona del centro porteño y un cambio en la circulación de peatones hizo que el pasaje quedara despoblado.
“La peluquería va a quedar cerrada porque no cierran las cuentas. Bajamos de 900 clientes a 100 por mes. Antes tenía cinco peluqueras y ahora queda solo una que se va conmigo a un local más chico dentro del pasaje. Esta estructura queda así, no sé si volverá a abrir. El movimiento se cortó por la pandemia y porque se cerró la puerta de la Legislatura que está sobre Hipólito Yrigoyen, frente al Pasaje”, se lamenta Roberto Piriz, encargado de la peluquería y la agencia de lotería que funcionaban en el local.
“Va a ser la última vez que la veamos como peluquería”, agrega Omar Ruiz, encargado del edificio desde hace más de cuatro décadas. “Aquí vino el Papa a cortarse el pelo durante 22 años, fíjese cuántos sillones había, siempre estaba repleto y con gente esperando. El bar tampoco pudo soportar la pandemia, también cerraron la entrada al subte. Esto no tiene nada que ver con lo que era antes, al mediodía te chocabas la gente que cruzaba de la Municipalidad a la Legislatura y ahora no se ve a nadie, es un abandono, tampoco viene el turismo, los guías antes traían a los turistas para que vieran la peluquería.”
El acceso al subte, cerrado
Aunque en el silencio del Pasaje aún se escucha el pitido del subte, desde que comenzó la pandemia permanece cerrada la entrada que comunica el edificio con la estación Perú del Subte A. Casi nadie circula por la majestuosa escalera de mármol que baja desde el pasaje hacia el subsuelo. Por una autorización especial otorgada en 1915, este edificio es el único de la ciudad con acceso directo al subte, quienes trabajan en los pisos superiores solían bajar de manera directa por el ascensor, sin padecer las inclemencias del tiempo.
También está cerrado desde hace un año, en el otro extremo del Pasaje, sobre Hipólíto Yrigoyen, el bellísimo bar que había sido reciclado en 2017 con su boiserie perfecta, sus vidrios biselados, los mostradores y mesas de madera. Sobre los cristales curvos de la vidriera, todavía se ven las cortinas con barrales de bronce y las antiguas publicidades de Fernet Branca con los retratos de sombrero, traje y bigotes engominados de los creadores de la bebida: el boticario milanés Bernardino Branca y su colaborador sueco, el Dr. Fernet.
De los cuatro kioscos de madera instalados en el medio del pasaje, tres están cerrados. El único que permanece abierto es una cerrajería. También sobrevivió la antigua relojería que está en la entrada del pasaje, una receptoría de avisos clasificados y un negocio de fotocopias.
Materiales nobles
Desde su escritorio franqueado por una vistosa reja de bronce y hierro, una arcada de vitrales y los carteles con la nómina de las oficinas que funcionan en los ocho pisos del edificio, Omar Ruiz recuerda sus comienzos como empleado del edificio, hace 44 años. “Yo entré aquí cuando era muy joven como ascensorista, el ascensor era manual y tenía piso de parquet. Todo se vino muy abajo, yo entré en el ‘77 y era otra cosa, antes comprábamos muebles para toda la vida, como los sillones de la peluquería, que tienen ya varias décadas. Hoy todo está hecho con plástico, este edificio está hecho con materiales nobles, mármol, bronce, madera. ¿Sabe lo que cuesta hacer estos cristales curvos que se ven en las vidrieras?”
Omar entrega la correspondencia a uno de los ocupantes de las oficinas que siguen funcionando en el edificio. Muchas de ellas son estudios de abogados o pequeñas empresas que volvieron al trabajo presencial. “En la terraza están haciendo un mirador y un bar, eso está encaminado y tal vez ayude a levantar el edificio”, se ilusiona. El pasaje es guardián de una memoria que debería ser resguardada como patrimonio cultural de la ciudad, y de una historia que, lejos de agotarse, deberíamos seguir escribiendo.
Fuente: La Nación