El Teatro Colón termina su temporada lírica con un título de ópera. Podría parecer obvio tener que señalarlo, pero efectivamente, después de los experimentos escénicos sobre músicas de Monteverdi y la mutilación del oratorio Theodora, de Handel, la puesta en escena de La finta giardiniera (La jardinera fingida), de Wolfgang Amadeus Mozart, es la primera ópera que se pone en escena en esta breve temporada que termina.
Los rigores de la pandemia seguramente tuvieron que ver con esta brevedad, aunque quedan dando vueltas algunos interrogantes acerca de las elecciones artísticas y la agilidad paquidérmica del gran teatro ante lo que plantea este tiempo inédito.
Lo cierto es que este martes a las 20 Mozart regresó a la sala mayor del Colón, esta vez con una ópera bufa en tres actos que supo ser motivo de orgullo de la casa, cuando la Ópera de Cámara, dirigida por Juan Emilio Martini, la grabó en disco a principios de los ’70 y la llevó de gira por Europa, para actuar en la Ópera de Viena y en el Festival de Salzburgo.
Esta nueva producción, que se repite miércoles, jueves, viernes y sábado a las 20, y domingo a las 17, cuenta con la dirección musical de Marcelo Ayub, al frente de la Orquesta Estable y la dirección de escena, escenografía, vestuario e iluminación a cargo de Hugo de Ana. Con ellos están dos elencos de cantantes nacionales.
El primero, que actúa martes, miércoles, viernes y domingo, presenta a la notable soprano Verónica Cangemi, como Sandrina, junto a Darío Schmunck (don Anchise), Marina Silva (Arminda), Florencia Machado (Ramiro), Santiago Ballerini (condesito Belfiore), María Virginia Savastano (Serpetta) y Fabián Veloz (Nardo). El segundo, que actúa jueves y sábado, distribuye los roles entre Laura Pisani, Sergio Spina, Florencia Burgardt, María Luisa Merino Ronda, Emmanuel Faraldo, Romina Jofré y Alejandro Spies.
Mozart compuso La finta giardiniera por encargo de la corte de Munich, para el carnaval de 1775 sobre un libreto atribuido, todavía hoy con poca certeza, a Giuseppe Petrosellini, basado en un tema de Ranieri de’ Calzabigi. Sin pena ni gloria, el mismo texto había sido musicalizado dos años antes por el napolitano Pietro Anfossi para los carnavales romanos. Sin mayores fulgores, la trama apela a los recursos dramáticos del travestismo y a la calesita de los amores no correspondidos propios de la comedia del arte, en una estructura que resume su carácter cómico-sentimental en los siete personajes habituales: las dos parejas de enamorados, la pareja de sirvientes y la figura cómica.
La marquesa Violante Onesti disfrazada como la jardinera Sandrina entra al servicio de Don Anchise, podestá de Lagonegro. En tanto, en la casa del podestá se prepara la boda de Arminda, su sobrina, con el “condesito” Belfiore, noble milanés y un antiguo amor de la “jardinera” cuando esta era marquesa, a quien además creía haber matado en un ataque de celos. Al ver a su ex amorosa vivita y coleando, al condesito le sube la testosterona y quiere recuperarla a toda costa. A todo esto, también el podestá Don Anchise jugaba su fichita a la jardinera Sandrina, mientras la pobre Armida quiere todavía casarse, pero su ex amante Ramiro le complica los planes. Será Serpetta, enamorada y sirvienta de Don Anchise, la que hará lo posible para eliminar a la falsa jardinera Sandrina, pero intervendrá Roberto, criado de la marquesa y enamorado de Serpetta, que había llegado a lo de Don Anchise como el jardinero Nardo, primo de la jardinera Sandrina.
Sin objetar los intríngulis convencionales del género bufo, entre ellos el triunfo del amor cualquiera sea su naturaleza, de la galera del mago salen recursos originales que potencian el espesor dramático de un libreto de otro modo destinado a la rutina operística. Mozart desafía las convenciones extendiendo los recursos expresivos de la ópera seria para jugar sobre la porosidad emocional de los personajes, más allá de los estereotipos musicales reservados a cada nivel social. Significativa en este sentido es la intensidad emotiva que logra en el segundo acto, en el aria de Arminda “Vorrei punirti indegno”, un Allegro agitato que más tarde encuentra su contraparte en Ramiro, que le responde con “Va’ pure ad altri in braccio”.
Hay otros momentos de encantado asombro, como en el aria del condesito Belfiore “Care pupille”, también en el segundo acto, en la que la orquestación se mete en el relato. O el dúo del último acto entre Belfiore y Sandrina, al despertar en lo que imaginan como los jardines del Edén, cuando la música subraya la dócil y evocadora evolución de los sentimientos hacia la reconciliación definitiva de los dos bizarros amantes. También la vis cómica y el oficio del joven Mozart quedan evidenciados, por ejemplo, en la pomposa aria del condesito Belfiore en el primer acto: “De Scirocco a Tramontana”.
Mozart tenía 19 años cuando compuso La finta giardiniera. Por entonces trabajaba en su Salzburgo natal bajo las severas órdenes del Cardenal Colloredo, a las que poquísimas veces pudo sustraerse por esos años. Una de ellas fue para componer este título, que no fue un éxito ni mucho menos. En una carta a su madre, Mozart habla del estreno de Munich en términos de “calurosa acogida y aplausos interminables”.
Sin embargo, la puesta tuvo solo tres réplicas, aunque podría haber sido por la indisposición de la primadonna Rosa Manservirsi. En 1780 Mozart la adaptó a singspiel con el título Die verstellte Gärtnerin y en 1796, tras la muerte del compositor, se estrenó en Praga una revisión del original, con una orquestación más elaborada que nunca sabremos si fue de Mozart. Entre lo que ya se anunciaba en Lucio Silla e Il sogno di Scipione, ambas de 1772, y lo que a partir de Idomeneo re di Creta, de 1780, resulta una realidad luminosa e incontrastable que dará algunos de los títulos más importantes de la ópera de todos los tiempos, La finta giardiniera es ni más ni menos un golpe de genio, que hace de un libreto común una ópera perdurable.
Fuente: Página12