La reciente novela de Silvia Hopenhayn reflexiona sobre la muerte y aborda la figura de la mujer y el cruce cultural con los pueblos originarios
En su última novela Vengo a buscar las herramientas, Silvia Hopenhayn reflexiona sobre la muerte y su vínculo con el destino y el descanso de los cuerpos, a partir de dos historias que transcurren en tiempos y territorios diferentes: una en la década del 60 en la Patagonia y otra en 2019 en la ciudad de Buenos Aires.
La obra se inicia en un paraje fronterizo del sur argentino al que llega un matrimonio, con su hijo Lucio, y descubre que los habitantes del lugar entierran a sus muertos en la montaña, lo que provoca la contaminación del agua que consumen, mientras que el otro relato sucede en el barrio porteño de Villa Crespo, donde una mujer se dispone a enterrar al gato de su hija que ha muerto pocas horas antes, y para lo que necesitará la asistencia de un voluntario.
Con un marcado discurso poético, la autora va entrelazando las historias en las que además aborda la figura de la mujer en uno y otro tiempo, y el cruce cultural en ese árido paisaje de la Patagonia, habitado por descendientes de los pueblos originarios.
Traductora, periodista cultural y autora de las novelas Elecciones primarias y Ginebra, Hopenhayn explicó los hechos que dieron origen a esta obra, editada por Corregidor, y las instancias de escritura.
«Vengo a buscar las herramientas», la última novela de Silvia Hopenhayn
– El tema de la muerte atraviesa la novela tanto en un tiempo pasado, en un territorio árido de la Patagonia, y en otro tiempo más actual, en la ciudad de Buenos Aires. ¿Cómo o a raíz de qué surgió la obra?
– No sabemos muy bien si la muerte es un punto de llegada o de partida, en todo caso, me interesaba la muerte como puntuación, la posibilidad de contar lo que ya pasó (como tan bien lo hizo Rulfo en Pedro Páramo). Quizá por eso en esta novela, a diferencia de las anteriores, siempre supe cómo terminaría, incluso la última palabra. Poner un punto (final) se asemejaba a una tarea apremiante de mi realidad: cavar un pozo para enterrar al gato. Mi hija me había pedido que fuese en el jardín y el veterinario me recomendó, por cuestiones higiénicas, que lo hiciera de ochenta centímetros. No sé si alguna vez probaste hacerlo, es difícil, cuesta muchísimo. El cálculo de la profundidad me resultó enigmático, hasta dónde hay que enterrar… La cuestión es que no pude, acudí entonces al vecindario (que luego se convertiría en escenario de la novela) y un encargado, viéndome recorrer la cuadra, pala al hombro, se ofreció a ayudarme. Vino conmigo a casa y, mientras cavaba, me fue contando la historia de su infancia en un paraje aislado de la Patagonia donde dejaban a los muertos en la montaña, hasta que un deshielo prematuro los desacomodó y las aguas empezaron a bajar contaminadas. Al advertirlo, su padre –director de la escuela rural de frontera-, para evitar enfermedades, les enseñó a los pobladores, que eran tan escasos como las palabras con las que contaban, a hacer cajones y enterrar a los muertos. Y su hijo, el hombre que estaba haciendo el pozo más hermoso del mundo en mi jardín al tiempo que me contaba su historia, solía escuchar de niño estas cinco palabras, cuando golpeaban a la puerta de su casa de adobe: “Vengo a buscar las herramientas”. Su padre solía contestar: “¿Quién ha muerto?”.
Yo estaba triste por la muerte del gato, culminación de otras pérdidas mayores, y hubiera querido enterrar a la mismísima muerte, pero en ese momento, al escuchar esa frase, sentí un tirón en algún lugar de mí. En pocos meses pasé de la pala a la pluma, de la muerte real, al punto final de novela.
– Las mujeres tienen una presencia fundamental en la obra, el caso de la madre de Lucio, por un lado, una mujer entregada a su familia, casada con un hombre rudo, poco comunicativo, en un vínculo mediado por silencios. En la otra historia, una mujer que busca calmar el dolor de una hija a partir de la muerte de su gato que, como dice, se llevó parte de su alma. En ambos casos hay entregas muy fuertes de estas mujeres. ¿Cómo creés que se fue reconfigurando el rol de la maternidad a lo largo del tiempo, o por el contrario, considerás que hay cosas que no cambian en el rol de “ser madre”?
– Sí, hay cambios culturales en relación a la maternidad, por lo general bienvenidos. Pero al escribir me interesan las respuestas singulares de todos los tiempos. Las mujeres en Don Quijote, por ejemplo (salvo la fantaseada Dulcinea) son super independientes. En el caso de los dos personajes femeninos de mi novela, se trata de una entrega, como bien decís, que implica una decisión. Son mujeres de herramientas tomar, en un sentido muy amplio: desde un cuchillo para defender a los suyos en las zonas inhóspitas de la Patagonia, una pala para enterrar un gato en Villa Crespo o un cucharón para revolver el queso en las bateas. Llamar a estos personajes “madre de” me permitía ubicar esta fuerza, el empuje del cuidado, el cariño vuelto resolutivo. Así como me resulta disonante la expresión “mujer de”, me parecía que “madre de” las convertía en heroínas paradojalmente sin nombre propio.
– Por otra parte, en ambas mujeres se da el abandono por parte de un hombre, en un caso, y el recuerdo del amor que no fue, como en caso de la madre de Lucio. ¿Por qué te interesaron estos personajes femeninos?
– Si bien estos dos personajes son muy diferentes, incluso desde el punto de vista estilístico, ya que trabajé en distintos tonos los tiempos de la novela (Patagonia 1960 y Villa Crespo 2019), son madres también porque están solas. Una soltera, la otra solitaria.
– La novela está escrita con un lenguaje muy poético. ¿Cómo fue escribir y encontrar ese estilo?
– Suelo ingresar en estados de escritura cuando siento la impronta de una historia. En esos momentos me zambullo en la lengua en busca de frases que revelen algún sentido. Confío en lo que las palabras pueden llegar a decirnos. Además para esta novela, la frase escuchada me sirvió de diapasón. Encontré el tono de entrada. Por supuesto que una vez escrita, como suelo hacer, busqué liberarla de los excesos provocados por la misma escritura. Fueron largos meses de poda y relecturas, sobre todo en voz alta.
– La presencia de la lengua y cultura indígenas también forma parte de esta historia. ¿Por qué te interesó dar testimonio o trabajar sobre esta cuestión, tan propia de la historia de nuestro país?
– Cuando se escucha una vivencia relatada con palabras que te despiertan el apetito de vivir, parece que testimoniaran alguna verdad. Y es lo que me pasó al recibir el relato de José, su infancia en Los Molles. Como si la historia de nuestro país, llena de agujeros como todas las historias, pudiera despuntar de la mirada de aquel niño entre mapuches, chamanes, caminantes nómades, la llegada reveladora de las golondrinas o el terciopelo de las amapolas. Más que dar cuenta de su vida, intenté “dar cuento” a la historia.
– ¿Qué simbolismo tienen las herramientas? Pensaba en las herramientas más allá de elementos de hierro y madera de gran tosquedad, pensaba en las herramientas internas, en las habilidades internas que a veces se tienen y otras no. ¿Buscaste un juego con ese significante en el marco de la historia?
– Así es. Quise jugar con las habilidades de la misma palabra. Las herramientas siempre me gustaron, de chica un tío abuelo me llevaba de paseo por las ferreterías, me parecían juguetes increíbles, poderosos, la aventura de lo práctico. La idea de poder hacer, tener que hacerlo, querer y lograrlo. Otra vez, cavar un pozo, escribir una novela. Por otra parte, la frase “Vengo a buscar las herramientas” se me presentó como un mantra, ¡y me llevó a buscar las narrativas!
– El mundo animal y humano aparece con gran fuerza a lo largo de la obra. ¿En qué lugar considerás que estos universos se complementan o unen?
– Los considero uno solo, lamentablemente separados. Admiro las distintas capacidades de los animales, sus manifestaciones, la belleza de sus rasgos. Incluyo también la flora, tan “inteligente” como la describe Maurice Maeterlinck, un autor que siento muy cercano. Me gusta relacionar literariamente esos mundos mediante la frase de Felisberto Hernández cuando intenta explicar cómo surgen sus cuentos. Mejor lo cito: “En un momento dado pienso que en un rincón de mí nacerá una planta. La empiezo a acechar creyendo que en ese rincón se ha producido algo raro, pero que podría tener porvenir artístico… No sé cómo hacer germinar la planta, sólo presiento o deseo que tenga hojas de poesía o algo que se transforme en poesía si la miran ciertos ojos”. Ahí está todo, el relato sembrado y su cosecha: la lectura.
Fuente: Infobae