«Retrato de Juanito Laguna» (1961) de Antonio Berni
1954
“Ojalá la inundación se lleve las puertas, la fábrica, el barrio entero.”
(Fernanda Mistral en el personaje de “Laura” para el largometraje Barrio Gris.)
1957
“Marcelo dormía. Era un chico movedizo y lleno de curiosidad pero el cansancio lo había rendido. En el trayecto último se había descompuesto y vomitado. Al llegar, bajó medio dormido del ómnibus caminando como sonámbulo. Luego, desde allí, en tren eléctrico, había venido durmiendo con un sueño inquieto, cabeceando a ratos, sobresaltado. No miró ni vio nada en medio de su aturdido sopor. Ni se despertó cuando Paula y Eloísa se acostaron en la misma cama. A la mañana siguiente ya estaba bien. Enseguida salió a explorar el lugar. Una vecina le indicó dónde estaba el baño que necesitaba, una casillita de arpillera deshilachada. Volvió a su vivienda y desde la puerta contempló el amontonamiento de casillas de madera, ranchos y casuchas de lata. Desilusionado, dijo a la madre y a las hermanas, ya despiertas:
“—¿Y esto es Buenos Aires?”
(Bernardo Verbitsky en la novela Villa Miseria también es América.)
1960
“Me llamo Carlos Mendieta, soy albañil, como hoy llovió no trabajamos y me vine para aquí. A veces no se gana nada, a veces 80 centavos, a veces más. Cuando Colón ganó en Rosario tiraban de a 10 pesos.
“«Las monedas se las voy a dar a mi papá, si no, me casca», nos cuenta Rosa Paulina.
“Le preguntamos a Juan Carlos Aguirre qué hace con las monedas: «Se las doy a mi mamá». ¿Y a tu papá? «No tengo papá». ¿Vas a la escuela? «No». ¿Trabajás? «No».
“«A mí me dicen Jacinto, porque soy fino y roñoso.» «Jacinto nos entrega las monedas y con eso se compra el pan —nos dice su madre—. Yo lo acostumbré así, que ahorre para él. Yo no lo dejo malgastar el dinero. No, este todavía no va al tire dié, es demasiado chiquito para ir al tire dié.”
(Testimonios extractados de Tire dié, documental de Fernando Birri.)
1961
“TEMPORADA VERANIEGA
“villas miseria en Argentina
“cantegriles en Uruguay
“favelas en Brasil
“la AMÉRICA que no muestran
“las guías de turismo
visítela”
(Contratapa del primer número de la revista de cultura Eco Contemporáneo.)
Escenas del capítulo anterior. Antonio Berni sufre un infarto que modifica su rutina de trabajo; incorpora por primera vez un ayudante pago por horas y comienza la construcción de un nuevo taller en los fondos de la casa donde vive con su mujer Nélida y su pequeño hijo, José Antonio. Su obra, paradójicamente, se vuelve cada vez más agresiva: embadurna los cuadros de óleo, pinta reses sanguinolentas, discute la hegemonía de la abstracción usurpándole parte de su lenguaje y gradualmente incorpora materiales extrapictóricos en los cuadros.
Una noche, el coleccionista Lawrence lo invita a cenar a su casa. El motivo de la reunión es reencontrarlo con La mujer del sweater rojo comprado a su vez a la colección Watson de Nueva York. Ahí es cuando Berni —un señor calvo, de traje y anteojos, que cruza sus manos por detrás y separa los pies a cuarenta y cinco grados— dice de sí mismo, de él que ha pintado ese cuadro notorio en Rosario, que no existe.
“Ese pintor ya no existe.”
Dispóngase el mismo clima —un living ornamentado, la cena cálida y serena, el coleccionista, el artista, el cuadro— en la intriga de un grand guiñol a la medida de Vincent Price.
La cámara estaría tomando por la espalda al artista con el coleccionista casi cayéndose del foco, apenas incluido en la escena.
“Ese pintor ya no existe”, diría el personaje con fatal gravedad. Ya la cámara cerrada sobre su espalda, anunciando la aparición de algo a la vez nuevo, tremebundo y sobrecogedor como corresponde a toda instancia decisiva del género.
Es un monstruo.
Por ojos lleva dos óvalos irregulares de aluminio con retazos de hojalata verde en forma de trapezoides. Una mitad de la nariz está hecha con papel de lija gastado, inútil; la otra es cartón corrugado roto, despegado, igual de inservible.
La cara, en general, es un rompecabezas de la basura. Maderas quemadas, recortes de hierro oxidado, salpicaduras de brea o alquitrán, planchuelas industriales rotas, placas de loza erosionadas. El cuello se conforma por una estructura en reja de madera y un mordisco de tela arpillera que hace de piel o sweater raído, quién sabe. Lo abriga una bufanda de chapa, rígida, hecha con dos matrices de acero. En el lugar del pelo le han crecido floraciones aisladas de virulana, que se ven como matas de musgo marino ennegrecido por el petróleo.
Todo está zurcido por una línea de clavos; el martillo ha sido convertido en lápiz para dibujar a esta cosa que viene a decir que el pintor Berni, así como se lo conocía, ya no existe más.
Para encontrarlo, a partir de ahora, hay que buscarlo en este Retrato de Juanito Laguna, que luego de haber sido compuesto por partes diversas de detritus metropolitano se fija a un fondo de madera de cajón de frutas y, ya, se cuelga.
Se cuelga, es una obra de arte como cualquier otra porque pertenece a un artista consagrado que accede al circuito y el mercado de la plástica pero al mismo tiempo es una obra distinta que viene para negar todo lo que se ha asimilado como “obra de arte”.
No será difícil apresar al monstruo en el castillo del arte como una cruza bastarda entre los rompecabezas zoobotánicos de Arcimboldo y el ready made de Marcel Duchamp. Pero no es la estrategia —designar como arte fragmentos de lo banal-cotidiano y juntarlos en la figura desfigurada de Juanito— lo que asusta, sino los materiales que ha puesto a orbitar en este collage sin tregua, que se pega a la mirada como una pesadilla infantil recurrente. No es ahí la historia del arte sino la Quema, el basural, las Villa Miseria, es el fantasma que circunvala la ciudad de Buenos Aires como una bruma espesa, es la vida que se vive a espaldas del despegue tecnológico o con lo que las sobras de este permiten vivir.
Todo eso es lo que se cuelga con el Retrato de Juanito Laguna.
Berni: “América pobre, con su pueblo nativo trashumante, llegado del fondo de las provincias interiores y del continente, pulula hoy en los suburbios de las nuevas capitales. Sin nada propio —salvo la fuerza de trabajo—, escarnecido por el saqueo y la explotación, construye sus refugios miserables trasmutando cajones, latas inservibles y toda otra basura arrojada por el consumo de la ciudad burguesa, en viviendas, muebles y utensilios de cocina, como únicos bienes disponibles en su doméstica vida cotidiana. Instintivamente yo represento mi culpa dentro de la gran culpa social que ha provocado ese espectáculo cuyo lodo salpica ya a las otras clases vecinas. Una lata, una madera quemada, vanos y míseros, forman la materia y los colores de mi paleta que, al trasmutarse en la significación del ámbito de Juanito Laguna, logró la equivalencia (al revés) de la otra transmutación de los objetos durante el metabolismo catabólico de su paso por el departamento de lujo o de la fábrica a la tapera del baño. Combino los rezagos por su color y materia en su posible funcionalidad expresiva, y con ellos voy construyendo el cuadro, poblándolo de crueles fantasmas sugeridos por una realidad total, bella y elegante pero llena de llagas infecciosas bajo la pulcritud de su vestido”.
Todo esto pasa de algún modo inadvertido en el taller de Rivadavia. De a poco, el rastrojero va ingresando al elegante petit hotel de los Gerino despojos que se acumulan en el taller del fondo en un secreto y piadoso salvataje de especies en extinción. El taller ha cambiado su fisonomía a una suerte de planta de reciclaje o pyme metalúrgica romántica y sin embargo todo sucede allí de manera subrepticia, al punto que Alejandro Marcos, que ha estado al lado de Berni todo este tiempo, no alcanza a vislumbrar la aparición del Pinoccio extramuros como un evento especial: “Nunca sabías sus motivaciones internas, venía con sus croquis y te decía lo que tenías que hacer ese día. El tema medio empezó con los paisajes, donde metía los materiales en la composición de esos ranchos abstractos como los que hacía Max Ernst. Para hacer esos paisajes íbamos por un basural, no recuerdo bien dónde. Salíamos con la camioneta y nos traíamos las chapas y ahí andaban los pibes; él hacía croquis mientras juntábamos las chapas. Y el Juanito para mí sale de esos chicos que juntaban chapas como nosotros.
“Mientras él los dibujaba, yo juntaba latas y chapas que me parecía que podían dar algo interesante. Y después él seleccionaba. Me acuerdo ahora mismo de que un día nos llevamos una estructura de algo que vendría a ser como una cola de avión y que eso lo reconocí en varios cuadros. Otra cosa: una vez hubo un incendio muy muy grande en Rivadavia, al lado del taller y cuando se apagó fuimos a buscar chapas quemadas que terminaron en el cuadro ese del incendio de Juanito Laguna. Entonces él te hacía ver cómo hasta de un accidente podía salir una obra. El color de esas chapas era único y caía perfecto con el tema”.
Como si hubieran terminado de pescar un tiburón prediluviano Berni y Marcos posan en los fondos de Rivadavia sosteniendo, uno por lado, el collage Juanito va a la ciudad, uno de los más bellos de toda la serie. Es un cuadro enorme que mide tres metros de alto por dos de ancho y el peso lo reclina contra una pared a la que se ha encaramado una enredadera. El Juanito ya va dejando aquí la forma Frankenstein del Retrato… y Berni lo ha ido protegiendo al punto de vestirlo: le puso una mochila y un gorro reales, recuperados de la basura, para darle relieve a su contorno pintado en la madera. El contraste lo da definitivamente el cielo de chapa quemada que se retuerce y ahueca como si fuera papel: una verdadera nube de óxido de la que no puede llover nada bueno.
El cansancio de Marcos es evidente. Vestido de overol, las manchas grasosas en su pantalón denuncian un trabajo industrial; si se filtraran de la imagen el Juanito y Berni quedaría un hombre joven rápidamente asimilable a un mecánico recién salido de la fosa.
Y es que no había sido muy diferente trabajar en ese Juanito va a la ciudad* que la foto celebra casi como una conquista del hombre frente al desperdicio: “Los cuadros eran bravos. Primero se plantaba la escena, y entre los dos veíamos dónde poner las chapas. Después él se iba a hacer otra cosa y mi tarea era fijar todo ese chaperío. Cuando se podía lo clavaba, otras veces hacíamos unas perforaciones y las fijaba con alambre. De eso me ocupaba yo porque a él toda esa parte manual mucho no le iba y fue muy importante mi experiencia como obrero metalúrgico para eso. Él volvía, después, y terminaba de definirlo. Pero estaba totalmente abierto a mis sugerencias, no era nada celoso en ese aspecto”.
De otro collage dantesco como es La pampa tormentosa (tres metros de alto por cuatro de ancho, tres paneles, doscientos kilos de peso, ¡Dios!) Marcos apenas si sobrevivió para contarlo: “Se estaba haciendo la foto más o menos con la misma idea. Teníamos que sostenerlo uno de cada lado y bueno… En un momento estábamos contra la pared y viene un golpe de viento y se me vino una de las placas encima. Por suerte se cayó sobre el brazo porque si me agarra la cabeza de veras que me mata. Me sacaron directamente al hospital, es un milagro que te lo esté contando”.
Sobre el revuelo y las corridas y el yeso en el brazo de Marcos también está hablando José Antonio Berni mientras señala con el dedo la pared que ocupaba el alto del cuadro. Tiene poco más de nueve años cuando están pasando todas estas cosas y si bien hay una criatura fantástica creciendo como una sombra en el fondo de su propia casa, ese mundo, ese otro niño de su misma edad, le es completamente ajeno. Juanito Laguna viene materia pura directo del basural en el rastrojero, pasa por el gran portón para automóviles de la casa, cruza el parque en manos de Marcos y se termina de resolver personaje puertas adentro del taller en el inasible laboratorio mental de Berni. Como en el modélico Príncipe y mendigo de Twain, José Antonio y Juanito no se conectan, viven dos realidades distintas en la misma ciudad, la misma época y hasta la misma casa.
El hijo carnal, en una imagen acaso inmejorable:
—Podría haber sido un perfecto mafioso de esos que no le cuentan nada a la familia. Era como esos personajes que le besan la cabeza al hijo cuando llegan a la casa y después mandan a matar a alguien, solo que él se iba a pintar al fondo, esa era la diferencia. Debe ser una cosa interna a la genética italiana, una cosa generacional. Nunca me iba a contar “estoy preparando una exposición”, te enterabas de casualidad.
—¿Nunca te regaló un dibujo, por ejemplo?
—No. Nada, jamás, nunca.
Es una paradoja profunda para una máquina de pintar que no ha parado de dar chicos conmovedores en los hijos de la pequeña burguesía, carasucias de barrio, changos cañeros y, al fin, un villero que construye con envión dickensiano en el fondo de su casa.
Rafael Squirru: “No hay ningún otro pintor de América que haya pintado la niñez con la elocuente ternura con que lo ha hecho Berni […] Es en los años de la inocencia donde Berni parece encontrar uno de los aspectos más profundos de su espíritu […] La niñez es una dimensión imprescindible de nuestro ser si nos queremos mantener capaces de seguir yendo, que es como decir de seguir viniendo o volviendo […] Todo eso y mucho más en los niños de Berni, o si preferimos en Berni niño, porque todo lo que descubrimos es siempre un reflejo de lo que somos”.
Si Berni, entonces, está recuperando algo de sí mismo en el fondo del petit hotel será porque en algún punto lo ha perdido. No deja de ser apasionante pensar cómo desarrolla el personaje central de su narrativa, este príncipe raído de extramuros, en su momento de mayor bienestar económico. No crea Juanito el Berni que pelea en la mishiadura rosarina del ‘30, ni aquel que se abre paso en la clase media porteña sino este, un hombre de casi cincuenta años que, en la superficie, lo tiene todo resuelto. Aquella necesidad de antagonismo que el visionario Roger Plá ya había detectado en pequeños detalles de sus retratos parece ahora vuelta con todo sobre su vida de todos los días.
Carlos Alonso: “Me parece que tiene raíces muy profundas eso. A mí me pasó con el Proceso, que yo quería pintarlo pero estaba demasiado involucrado para soportarlo, para poder pintarlo, para poder cambiarlo de materia; estaba en la materia que tenía que ser, estaba en el odio, en la bronca, en la necesidad de justicia; no quería de ninguna manera que se transformara en un hecho artístico. Y Berni creó a Juanito Laguna en una situación de opulencia. Digo, estaba liberado de algo que lo pudiera cegar, tenía distancia”.
José Antonio Berni: “Yo creo que en ese momento Berni pudo crear y crecer mucho más que antes porque tenía el respaldo de mi vieja, que era una persona de mucho dinero y por otro lado llevaba una vida sin sobresaltos ni locas ambiciones, eso le daba una seguridad”.
Todo conforma un juego de claroscuros en ese pasaje que atraviesa el jardín donde ahora reina un palto y que lleva a Berni de su vida familiar a la familia de la ficción narrativa que está creando en el taller. A su hijo, nacido con toda la materialidad resuelta, le opone un chico desamparado hecho de una materialidad fracturada. A su vez, dedica a este todo el tiempo que le resta al otro. En ese tránsito, Berni es una máquina de generar escenas para la ficción de Juanito que, en su realización, vienen a borrar postales familiares básicas.
Sin bronca, con aparente frialdad, el otro chico de la casa: “Yo no recuerdo haber salido un sábado a pasear con él. Las únicas salidas que yo recuerdo con mi viejo era cuando íbamos a la casa de Bodo. Bodo era un tipo que tenía unas máquinas de autómatas, muy po- pulares cuando yo era chico. Eso era un paraíso: imaginate, estaban todas las máquinas y podías jugar sin poner la monedita. Este tipo hacía grandes fiestas ahí en la casa en las cuales se juntaban pintores. Tipo doce volvían todos en el auto y mi vieja —porque él manejaba poco— hacía el reparto de los pintores chupados. Todos borrachos menos él, que tomaba muy poco.
“Los cumpleaños no los festejaba nunca, de vacaciones nunca se fue… Mi vieja tampoco festejaba los cumpleaños, los míos sí porque era un chico y no quedaba otra. Pero si yo te digo que no se festejaban los cumpleaños es para darte una idea de que no había «vida familiar». Nunca un aspecto lúdico en mi vida familiar. No existían sábados ni domingos”.
No, era mejor pintarlo.
Y por eso habrá creado a La familia de Juanito Laguna un domingo a la mañana.
***
Según lo encontró la investigadora Cecilia Rabossi en uno de sus tantos cuadernos espiralados, el nombre “Juanito Laguna” aparece escrito en unos apuntes de 1956 presumiblemente relacionados a sus bocetos de chicos en las afueras de Río Hondo, Santiago del Estero. Pero el nombre en sí mismo permanece en la bruma del misterio. En su larga entrevista de 1976, el periodista José Viñals lo ha querido asociar al de Cañadita Vivas, aquel taciturno confidente de Berni en las vías de Roldán. Para terminar de configurar el arquetipo, en esa línea habría que ir aún más al norte, a San Lorenzo, y ligarlo con la vida primitiva de aquel indio Carmen Córdoba, protagonista invisible del cuadro Rancho que se va.
Otra hipótesis sugiere la inspiración poética de Raúl González Tuñón a través de su “Juancito Caminador”, alter ego del escritor para su libro de poemas de 1935. Así no fuera, la estrategia de máscara autobiográfica presente tanto en el personaje de Tuñón como en el de Berni están imantadas de una ternura a prueba de apocalipsis. En ese real mago de un circo patagónico, en ese “Johnny Walker” del que Tuñón traduce literalmente el nombre para su compañero ficcional, viene revuelta, de algún modo, la trama mítica de Pinoccio, que también se adosa a la piel collage de Juanito Laguna.
Y así como es incierto saber si Juanito fue producto de Juancito, a los dos los unirá para siempre esa capacidad de hacer del instante una huella estética profunda. El primer párrafo del poema resulta, ahí, revelador.
JUANCITO CAMINADOR
Traigo la palabra y el sueño, la realidad y el juego de lo inconsciente,
Lo cual quiere decir que yo trabajo con toda la realidad
Y si hay alguna persona que quiere saber lo que me ha ocurrido
Ya se puede ir enterando.
Vamos a girar, por ejemplo, alrededor de La Rioja y de esos rostros y esos paisajes que giraron a mi alrededor
hace algunos años
y que hoy se prolongan en la muerte de tantas fotografías perdidas.
Me había ocurrido el nacer y vagabundear adolescente cuando era chico miraba llover y me gustaban los agrios dulces
—cuando era adolescente me gustaban la cocaína y Victor Hugo
y de pronto me vi corriendo delante de la muerte
—estaba trémulo, solo en la soledad de los Llanos—
la vida me pareció tremendamente deliciosa y tremendamente,
verdaderamente peligrosa.
Me dijeron: “Octavio Portela se murió”, y entonces pensé:
¿Es que uno puede morirse?
Infiel no fui con el amigo querido.
Juro que le rendí el mejor de los homenajes.
Cuando él murió yo sentí un gusto inmenso de la vida y dije:
—Voy a vivir también por lo que quedaba de vivir.
Nunca conocí el arrepentimiento feroz aunque no quise verlo muerto.
Me parecía imposible que alguien se muriera mientras yo, ah,
mientras Juancito Caminador amaba las muchachas del verano,
los vinos ácidos, los versos de Rimbaud,
las bombas, las orejas de las mujeres
tuberculosas, los expresos
y los ventiladores enloquecidos en los ángulos de las muebladas.
Recuerdo que él estaba asomado a una ventana del Hospital
Y en el fondo velaban a una chica muerta del día
Y él decía: “Qué olor tienen los caballos placeros”, y el florero estaba vacío sobre la pila de libros vacíos porque ya habíamos releído los libros y
Estábamos llenos de las ideas
de los libros.
Yo tenía nostalgia de las cosas que iban a sucederme
y pensaba:
¿Qué estará haciendo ahora la reina de Rumania?
¡Después la conocí saliendo de un hotel de lujo en el corazón rencoroso de Europa!
Y después anduve sobre los aeroplanos
Y me metí en estaciones absurdas, escondidas, con vagos aromas de aserraderos y destilerías.
Me gustaba contar: “El día 14 de febrero el señor
(aquí un nombre)
penetró a la casa señalada con el número 1-7-7-4 y fue ladrado por un perro sin cabeza”.
La primera vez que robé un libro, esa otra en que fui preso
por dormir en un hotel de vagos y ladrones
o simplemente, la vez que enamoré a la hija de un guardabarrera,
¡una hija de la distancia, del camino, del horizonte desconocido!
Solía frecuentar las obras en construcción,
Borracho, y recuerdo que una vez
Arturo Santillán me dijo: “Por pasar por abajo nos vamos a quedar solteros”.
Y yo tenía dos queridas y una cajetilla de marfil llena de [opio.
¡Todos los relojes enloquecieron de pronto!
¡Todas las marionetas lloraron en los organitos!
¡Todos los almanaques rodaron degollados sobre las mesas de las oficinas!
¡Todos los miembros de la Liga de las Naciones fallecieron de pulmonía!
Y mi corazón continúa alegre y violento
como el corazón alborotado de un mundo nuevo.
“Juanito Laguna” pudo haber sido cualquiera en la cola del banco como le gusta sugerir a José Antonio Berni pero no habría que descartar en ese plan azaroso la posible influencia de la audición “Hacia un futuro mejor” que, por un año entre 1944 y 1945, se transmitía por Radio Belgrano como vaso comunicante del partido militar que gobernaba el país entonces.
Propalaban: “La revolución de junio se hizo por Juan Laguna, que así volvió a su provincia…”
¿Habrá sido así que Berni capturó el nombre para nombrar a alguien que no era nadie y muchos a la vez?
Berni: “No fue una cosa así, espontánea, surgida de buenas a primeras; fue como la culminación de una trayectoria de búsquedas; Juanito Laguna ya está en las obras que pinté en Santiago del Estero por el ‘50; está en el Team de Fútbol […] Yo, a Juanito Laguna lo veo y lo siento como arquetipo que es; arquetipo de una realidad argentina y latinoamericana […] para mí no es un individuo […] es un personaje […] en él están fundidos muchos chicos y adolescentes que yo he conocido, que han sido mis amigos, con los que he jugado en la calle.
“También es una parte de mí mismo, no me identifico ni puedo identificarme con él, porque yo no fui un niño de las villas miseria; aunque fuera pobre en mi niñez, no pertenezco a su clase […]”.
***
Lo dibujó inconfundiblemente Berni, como un viejo bueno, sabio y noble, con ese ojo emblanquecido o vacío —que no se lo hacía a todos— y que era una metáfora plástica de la visión, de ver más allá o de perderse en algo al punto de diluir la propia mirada en otra cosa. Lo vio así Berni a Bernardo Verbitsky cuando lo retrató para la edición del librito 4 historias de Buenos Aires.
A Verbitsky le había pasado eso que dibujó Berni hacia 1953 cuando quedó inmerso en el paisaje maltrecho de la Villa Maldonado, un asentamiento que relojeaba en su trayecto en tren desde su casa a la redacción del diario Noticias Gráficas. En una serie de notas que publicó a partir de esa visión encontró las palabras perfectas para hablar de lo que no quería hablarse. Verbitsky dijo, escribió, “Villas Miseria” en Noticias Gráficas y así quedó para siempre. Una manera única, que homologaba todos los intentos anteriores por ponerle nombre a la vida bajo paredes y techos fugaces. Se había pasado de la inaugural “Villa Desocupación” de 1931 a la más optimista “Villa Esperanza” de 1932 y a los intentos de adaptación como el “Barrio de los inmigrantes” (Retiro), “Barrio Lacarra” (Bajo Flores). Para mediados de los cincuenta, como explica Eduardo Blaustein, “había que sumar una larga serie de nuevos núcleos villeros, algunos bautizados con nombres picarescos o maliciosos que quedarían incorporados en ciertos lugares ambiguos de la cultura popular: Villa Fátima, Villa Piolín, Villa Medio Caño, Villa Tachito […]”.
Las anotaciones de Verbitsky se hicieron carne en personajes y en Villa Miseria también es América, una novela de relatos cortos, tan fugaces como la materialidad de las villas, que tuvo su primera edición en el ‘57 y se haría best seller ya en la década del sesenta.
El camino inverso, de la ficción a lo documental, del suburbio orillero con aires de sainete noir (el Barrio Gris de Mario Soffici) al documental-testimonio, lo hace el joven cineasta Fernando Birri que con su equipo de la Universidad del Litoral encuentra en las afueras de Santa Fe una voz nueva, revelando la reformulación del idioma a partir de la indigencia.
Su película, un cortometraje de veinte minutos, se llama Tire Dié. El “tire dié” es lo que cincuenta años después se conocerá genéricamente como “luqueo” pero aquí, en el celuloide de Birri, son los chicos y teen roñosos que se lanzan sobre las ventanillas de tren pidiendo diez centavos.
Birri da su versión humana y argentina de los pájaros de Hitchcock en esos contraplanos donde la vía fuga ensordecida por el graznido de la bandada: “Tire dié”, “Tire dié”, “Tire dié”, “Tire dié” y así y así multiplicado para crear el coro de Latinoamérica.
Villa Miseria también es América y Tire Dié arman época junto a la serie de Juanito Laguna. Son lecturas complementarias corridas del optimismo liberal-modernista de la Libertadora y las rajaduras en el posterior pregón desarrollista de Frondizi. Al mismo tiempo, actúan como revisión de las secuelas del movimiento migratorio que se barre bajo la alfombra durante el segundo peronismo.
Siguiendo a Berni, los chicos de Tire Dié son todos potenciales Juanitos y las escenas de Verbitsky funcionan como texto de los collages narrativos y grabados que se suceden desde 1960 hasta fines de los años setenta.
A tal punto que tras las correspondencias precisas entre el libro y los cuadros se funde una nueva saga argentina.
Verbitsky sobre El incendio de Juanito Laguna, por ejemplo: “El fuego seguía avanzando, se apoderaba de cada vivienda, la hacía suya con furor. Las llamas corrían con rabia agresiva. El fuego se alimentaba de sí mismo, se agrandaba, a cada segundo más poderoso, más devastador, volviéndose duro, cortante, irresistible. Por el suelo se extendía como un animal reptante, mordisqueando y mordiendo en ataque múltiple”.
Verbitsky sobre Juanito va a la ciudad: “En su paseo desfilaba ante él la ciudad enana. Las casillas sobresalían aquí irregularmente, hasta cerrar la perspectiva con el amontonamiento de sus aristas, como en un cuadro cubista […]”.
Verbitsky sobre Villa Piolín o cualquiera de los paisajes de Berni en la serie: “Las casillas eran masas de sombra en la oscuridad de la madrugada invernal. Luces encendidas, fuegos ya prendidos en tantas hornallas. Las llamas y los carbones eran un motivo alegre en medio de esa tristeza del barro”.
Y, al fin, en este pasaje casi costumbrista, Verbitsky escribe a Berni la motivación profunda y política de su criatura: “Adela contó que había oído decir en la maternidad que se dio el título de la abuela más joven del mundo a una mujer de 35 años. Ella tenía 34 años cuando nació su primer nieto. Ahora a los 36 ya tenía tres.
“—Claro —dijo sarcástica—, pero la otra es la abuela más joven del mundo. ¿Acaso Villa Miseria está en el mundo?”
Hana Verbitsky: “En general era Bernardo el que lo visitaba a Berni en su casa de la calle Rivadavia. Eran buenos amigos, los dos simpatizantes del partido pero con ideas propias, ¿no? En eso me acuerdo que tomaban distancia de otros como Leónidas Barletta con el que discutían mucho. Berni era una persona muy inteligente, daba gusto oírlo hablar de arte o política. Y sobre todo, era alguien muy muy libre”.
***
Con todo, es Berni y es “Juanito Laguna” el que consigue saltar la época y las regulaciones invisibles de la cultura vigente. Aun cuando revele relaciones hasta el momento ocultas entre las corrientes migratorias y formas de subsistencia corrosivas, Verbitsky escribe una novela y su lenguaje es el de un escritor; los villeros hablan a través de él y él habla a través de la literatura. Del mismo modo, Birri corre el velo del progreso santafecino pero dobla las voces originales con las de los actores Francisco Petrone y María Rosa Gallo, con lo que mediatiza, traduce el problema al lenguaje de la ciudad.
Berni sigue siendo un pintor pero la villa entra de lleno en sus cuadros con sus materiales originales, puros, sin destilar. El óxido es óxido, la madera quemada es madera quemada y hasta la ropa raída de Juanito es pret à porter rabioso, colección desaprensiva del basural. La voz de extramuros aparece en su serie saltando las barreras de la cultura metropolitana, imponiéndose sin los filtros del buen gusto o la sociología.
Su manera de asumir la condición, la materialidad lumpen en la obra está, en ese sentido, más cerca de los textos de Bernardo Kordon, a quien Berni frecuenta como otro compañero de ruta del PC.
Juan José Sebreli: “La casa de Kordon, en Santa Fe y Callao, era un centro de reunión. No solo de argentinos sino latinoamericanos. Pablo Neruda, cuando venía a Buenos Aires, que venía muy seguido, Miguel de Asturias, Rafael Alberti, con su mujer María Teresa de León. Con Kordon, fuimos una tarde a visitarlo a Berni al taller y por lo que recuerdo eran bastante amigos. Kordon es el escritor que se dedicó a hablar sobre el lumpenaje porque los escritores de izquierda solían ser muy puritanos, el mundo del bajo fondo nunca. Mientras los obreros, la gente humilde, la clase media baja eran el ambiente que trataban las novelas de izquierda, él se mete con prostitutas y delincuentes como en Alias Gardelito y Reina del Plata”.
Cierto regodeo indisimulable en el horror conecta Retrato de Juanito Laguna con esta escena del cuento “El aserradero”, 1960:
“—¿Y en la tarde podrá andar la cepilladora? —preguntó.
“—¿Por qué no? Le arrancó los dedos limpitos. Sufrió Nicanor, pero no la máquina —dijo el capataz.
“—No lo digo por la cepilladora, sino por la policía. ¿No tendrá que venir el juez o algo así?
“—No fue un crimen, sino un accidente de trabajo —repuso el capataz con una sonrisa tranquilizadora.
“Al señor Hoffman se le redondearon más los ojos cuando preguntó:
“—¿Y dónde quedaron los dedos? ¿Dentro de la máquina?
“—Por ahí, señor Hoffman.
“—¿Dónde?
“—Aquí cerquita de la cepilladora. Le pusieron aserrín arriba. Por ahí deberían estar”.
Al diseñar una obra narrativa en cuadros para sostener un personaje, “Juanito” lleva a Berni a una apropiación del método de la historieta. Aquí también aplica estrategias del arte alto para sumergirse en las profundidades lacustres (laguna) de la cultura popular. Por extraño que parezca, el mundo de la guerra fría genera una reacción telúrica que empuja a la creación de héroes niños. Así como Berni va dando forma a su criatura, en el otro extremo del mundo, sobre el filo de los años cincuenta, aparece Tetsuwan Atom, el chico atómico que Occidente conoce como “Astroboy”. Es la obra mayor del dibujante japonés Osamu Tezuka, que impone en esos ojos demasiado grandes la agenda estética del manga, la revolucionaria historieta japonesa. Tetsuwan Atom, que debió haberse traducido como “Atom Boy”16 y no como el Astroboy que fue, debía su nombre a los residuos nucleares, a la masacre en vida de las víctimas de Hiroshima. Pero en el ánimo de Tezuka estaba la creación de una utopía tecnológica pacifista, de un neorrealismo para pasado mañana que en el subdesarrollo del desarrollismo que es el pathos de Juanito se vuelve distopía.
La planta nuclear es para Astroboy lo que la villa para Juanito y el mundo los conocerá, en distintos ámbitos, hacia 1963. El programa de la ciencia ficción, la idea de aunar carnalidad y cibernética, que Tezuka hereda de Fritz Lang para llevar a una dimensión Disney, tiene su relato extremo justamente en el personaje villero que pinta o pega Berni.
¿Dónde si no en ese amasijo de chapas oxidadas, desperdicios del capitalismo industrial y niñez abandonada se da esa confluencia? En los collages de Berni sí que hay una yuxtaposición del hombre y la máquina, de los restos de la máquina social y de los hombres que la habitan. La metamorfosis se diría que es ahí terminal.
Y para una enorme parte de Latinoamérica ese será el futuro, mitologema básico de la sci-fi.
De esa culpa social e individual frente al mísero show extramuros pareciera haberse alimentado también otro personaje contemporáneo y argentino como el “Hijitus” de Manuel García Ferré. En el principio, 1952, es un observador secundario en la ficcional Villa Leoncia que luego adquiere vuelo propio. En esencia se trata de un chico de contornos andrajosos redimido a la categoría de héroe por el poder trasmutador de su sombrero. Como a Juanito, al Hijitus de García Ferré le toca vivir en un caño. No es un dato que se escapa del fantasma que captura Berni: durante el gobierno de Frondizi, se impone una línea de casa prefabricada en metal que se conoce con el contundente nombre de “medios caños”.
Juanito, de todos modos, se proyecta más allá del entretenimiento. Es un fetiche andrajoso de barricada: listo para volverse como un borde filoso contra el mundo que lo generó.
Berni: “[…] Él no es una persona real sino un símbolo que yo agito para sacudir la conciencia de la gente. […] Simpatía claro que le tengo; compasión nunca y quererlo sí, lo quiero. Es más que eso, quiero que para nadie sea un pobre chico, sino un chico pobre que rechaza como un agravio el que se lo considere y se lo siga considerando un pobre chico. Juanito Laguna no pide limosna, reclama justicia; en consecuencia pone a la gente ante esa disyuntiva; los cretinos compadecerán y harán beneficencia con los Juanito Laguna; los hombres y mujeres de bien, les harán justicia. De eso se trata”.
El 8 de noviembre del ‘61 es, de algún modo, el día D. Desde el lunes, se han estado llevando los collages y óleos desde los fondos de Rivadavia y Gascón hasta el 760 de la calle Florida, donde aún se encuentra la sede de Witcomb, la galería decana de Buenos Aires. Para el miércoles por la mañana suman doce: Juanito Laguna el niño del bajo de Flores, Juanito Laguna ayuda a su madre, Retrato de Juanito Laguna, Juanito lleva la comida a su padre peón metalúrgico, La conspiración del mundo de Juanito Laguna trastorna el sueño de los injustos, Incendio en el barrio de Juanito Laguna, La familia de Juanito Laguna se salva de la inundación, Navidad de Juanito Laguna, El cosmonauta saluda a Juanito Laguna a su paso por el bañado de Flores, La familia de Juanito Laguna un domingo a la mañana, Carnaval de Juanito Laguna y Juanito Laguna se gana la vida.
El catálogo que reciben los que van llegando por la tarde a la sala está hecho a mano por Berni: es rústico, parece una invitación para una peña folclórica. Sobre un fondo de cartón verdoso se lee en una cursiva naif: “Berni en el tema de Juanito Laguna. Witcomb, Florida 760, del 6 al 18 de noviembre de 1961. Auspicia Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, Secretaría de Cultura de la Municipalidad”.
Se cuelgan, son obras de arte de un artista que ostenta premios nacionales y demás pero nunca antes una galería de arte de Buenos Aires había acumulado tamaña cantidad de basura en sus paredes. No hay otra manera de decirlo: lo que cuelga en Witcomb es arte; lo que cuelga en Witcomb es basura.
Se cuelga, pero: “Había muchos viejos que estaban furiosos porque era lógico, ¿no?, muchos habían sido compañeros de ruta y si se quiere uno asociaba a Berni directamente con Spilimbergo, Urruchúa y demás y no podían entender esos cuadros. Él a través de esa muestra rompe con cierta estética del panorama porteño. Eran todos cuadros gigantes, magníficos. La muestra fue impactante porque rompía con todo lo que uno suponía o había conocido de Berni, aunque él siempre tuvo esa dosis de locura. Lo que yo más recuerdo es ese cuadro que aparecía sobre la izquierda en la pared de la primera sala de Witcomb, el impacto que causaba…”, dice Antonio Seguí.
Y Álvaro Castagnino: “Fue maravilloso eso, a mí me dio vuelta. Muy poderoso. Fue conmovedor, me llegó profundamente. Yo re cuerdo que entrabas a Witcomb, que tenía las paredes forradas en arpillera, una arpillera clara pero que se notaba arpillera y las obras colgaban de ahí, quedaban especialmente bien. La arpillera hacía juego con los cuadros, quedaba bárbaro. Ya me había shockeado en la Bienal de San Pablo donde presentó unas carnicerías, con las reses colgadas, ahí fui con papá, era una cosa poderosa y shockeante, agresiva. Pero esta muestra fue más lejos todavía”.
Y también Carlos Gorriarena: “Juanito conmocionó el ambiente. Hasta ahí, nuestra vanguardia era dependiente, exceptuando a algunos de los concretos, ¿no? Pero Berni producía hechos culturales y políticos para su época. Es el último que lleva adelante el mandato de pintar la vida de los desposeídos. Alguien que lo conocía mucho me dijo: «mirá, será medio hijo de puta, pero solo es capaz de derramar una lágrima ante un chico pobre»”.
Tal vez porque no estaba tan cerca, Oscar Quiñones, un periodista peruano, capta el aparente contraluz entre el creador y el personaje; entre el Gepetto de clase media de Almagro y el Pinoccio residual del Bajo de Flores: “Mira desde atrás de sus lentes que le dan un aspecto antípoda a lo que es. En Humoresque, la Crawford le dice a J. Garfield: «No diga a nadie que es violinista, no se lo van a creer. Usted parece un boxeador endomingado». Berni el pintor parece un banquero que se semiburla de su opulencia: un banquero sui géneris que dilapida a manos llenas el tesoro de su talento, tesoro que ya no le pertenece. Así es él, en su búsqueda desdeña intencionadamente los tics del oficio, mas respeta el decálogo de la estética.
“Dos colores son esenciales en su trabajo: el rojo náusea de las latas y el amarillo postergación de la arpillera vieja […] Juanito Laguna es como la idea de Dios, una creación auténtica del hombre niño que lleva a cuestas sus propias moscas. Subdesarrollado, sin juventud, ya de figura magra, quebrada, cerrada, cuyos todos puntos equidistan de uno fijo y central, salvarse. En ese afán mira al cielo buscando un arcángel para preguntar por qué, y solo alcanza a ver en cambio a Gagarin”.
La escena es como aquella de la película Los dioses deben estar locos en que la caída de una botella de Coca Cola en una tribu sahariana provocaba un interrupción de sentido absoluta. Berni ha instalado al villero en la mismísima Florida y la intelligentsia porteña lo escudriña como a un alien. Las interpretaciones fluyen mientras el señor con aspecto de banquero mira por debajo de sus lentes.
Para Rafael Squirru, director del Museo de Arte Moderno y entusiasta defensor de Berni,* Juanito es wagneriano: “Es un Wagner donde los cobres han sido sustituidos por los tachos, donde el mito lógico Sigfrido se pasea por otros bosques hechos de trapos y de latas pero no por eso dibuja Juanito una estatura menos titánica […]”.
Para La Razón, “brechtiano”: “Si analizamos este cuadro, fuera de la aspiración de la belleza, hemos de encontrar una serie de semejanzas: en el teatro de Brecht, por ejemplo: aquellos personajes que viven en un cubo de basura no le van en zaga a este desvivirse de Juanito en el bañado de Flores”.
Es curioso (o no), pero las palabras que reflejan mayor conmoción por la muestra y el personaje se escriben en Buenos Aires en inglés y en las páginas del Herald del 13 de noviembre, que, sin tanta vuelta, directamente titula “Exhibition of the year”. Una recorrida por la sala Witcomb: “El efecto de las pinturas va desde la compasión sobria en los retratos de Juanito hacia el humor y el pathos como podemos ver en La navidad de Juanito (aun los motivos en los platos cuentan una historia); o escapando dramáticamente de la inundación, salvando la preciada radio. Luego viene su más trágico y simbólico escape del fuego, la fantasía más furiosa en el Carnaval y finalmente el más colosal de todos: El sueño de Juanito trastorna…”
En tanto, en su crítica para el diario Correo de la tarde, Osiris Chiérico parece hacerse eco del runrún equívoco, de la duda que plantean los collages de Berni en el ambiente: “Dos preguntas trae […] la exposición que Antonio Berni realiza en Witcomb. ¿Es válida la utilización de los llamados «materiales extrapictóricos»? ¿Cuál es el límite entre arte y panfleto?”
Y un diario conservador como La Prensa, en tanto, casi casi que lo corre por izquierda: “Un sociólogo, un pintor y un esteta, por ejemplo, interpretarán de modo muy diverso su versión bella de la miserable condición humana realizada de tal modo que los mismos elementos que designan un lugar y una situación inaceptable socialmente han sido elegidos para presentarla como espectáculo atrayente […]”.
Más virulenta, en ese sentido, resulta la reflexión que hace su compañero de ruta Raúl González Tuñón, que firma con iniciales en Clarín: “El Berni más personal, el más auténtico, en nuestra opinión, se impone en los óleos […] aquí hay pintura-pintura, sin nada prestado; unidad de construcción, la jerarquía del lenguaje funcional de los colores, que enaltece la fuerza social del contenido. Esto aparece un tanto desmedrado en los colajes. Aquí la nobleza del tema y el vigor de la intención crítica implícita atenúan solo en parte la presencia de elementos ajenos al cuadro, exteriores; detalles de artesanías reconocibles, ya transitadas por el propio autor. Tampoco cae en el alegato, en la anécdota vulgar, o sensiblera, pero consideramos innecesario el uso de materiales deleznables […]”.
Fuente: Infobae