En 1975, el realizador Nagisa Oshima conoció en París al productor Anatole Dauman, quien financió algunos de los títulos más importantes de la renovación del cine francés de los años 60como El año pasado en Marienbad, de Alain Resnais, y Dos o tres cosas que sé de ella, de Jean-Luc Godard. Dauman había sido el distribuidor de varios de los films de Oshima en Francia y, tras ese encuentro, le propuso respaldar una película. Oshima preguntó qué tipo de película tenía en mente y Bauman respondió “¡Hagamos una porno!”.
La “porno” terminaría siendo El imperio de los sentidos (1976), una de las películas de arte más sistemáticamente censuradas en la historia del cine, que nunca pudo ser exhibida íntegramente en su país de origen y hasta le valió a su realizador un juicio por obscenidad. A la vez, el film convirtió a Nagisa Oshima en una figura de renombre internacional.
A principios de la década del 70, la pornografía aún no era una maquinaria de depredación alimentada mayormente de chicas frágiles que imaginaban que una porno podía ser el primer paso para volverse una estrella de cine, sino que fue por un rato vista como una continuación por otros medios del movimiento de liberación sexual de los 60, una expresión de libertad y de oposición a las fuerzas represivas de la censura y de la moral conservadora que debían ser desmanteladas.
La obra cinematográfica de Oshima hasta ese momento respondía a coordenadas similares. Sus películas de los años 60 dieron forma a la llamada Nueva Ola del cine japonés, una reinvención del séptimo arte comparable a la Nouvelle Vague en Francia. Si bien su trabajo no mostraba el mismo grado de disrrupción formal que las primeras obras de Godard (con el que de todos modos era ocasionalmente comparado), sí compartía un proyecto político en su búsqueda de transformación del cine y en su interés por los marginales, los pequeños delincuentes, los outsiders, cuya forma de vida era entendida como un modo de activismo, una rebelión contra el comportamiento normativo impuesto por un modelo social que consideraba agotado. En todas las películas del realizador, desde la primera, en la que un joven organiza una estafa con palomas mensajeras, hasta una de las últimas –en la que Charlotte Rampling mantiene una relación amorosa con un chimpancé– los protagonistas de las historias de Oshima siempre eligen confrontar con la ley.
El realizador hizo un movimiento similar en su vida personal. Estudió derecho en la Universidad de Kyoto pero nunca ejerció como abogado. No solo se alejó de la ley en este sentido, sino que durante su período estudiantil fue un dedicado activista en contra el gobierno japonés y del llamado Tratado de Seguridad Mutua firmado con los Estados Unidos en 1951, cuando concluyó oficialmente la ocupación del país, que aseguraba la continuidad de la presencia militar norteamericana en Japón. La izquierda japonesa, a la que Oshima adhería desde que empezó a leer a los seis años la bibliografía socialista de la biblioteca de su padre, veía este tratado y a la violenta represión del gobierno de las masivas manifestaciones en su contra, como una ratificación del autoritarismo y el militarismo que había llevado a la guerra y exigía su revocación.
En una economía en crisis e identificado como un líder de las revueltas estudiantiles. Oshima ni intentó encontrar trabajo como abogado. De todos modos, había perdido todo interés en ejercer el derecho. Aunque nunca había sido cinéfilo, la necesidad de ganarse la vida lo llevó a enrolarse en un programa de aprendizaje en los estudios Shochiku. Rápidamente ascendió en los rangos iniciales hasta convertirse en asistente de dirección. Tras una serie de fracasos comerciales, la gerencia de la compañía decidió promover a los asistentes más promisorios a la silla de director. El éxito de la segunda película de Oshima en este rol, Cruel historia de juventud (1960), disparó un ímpetu creativo godardiano que lo llevó a estrenar dos o tres films por año durante el resto de la década del 60 y más allá. Si bien algunos de ellos, como La ceremonia (1971), desfilaron por festivales internacionales, fue recién El imperio de los sentidos el que, a causa de sus imágenes transgresoras, alcanzó relevancia global.
La bomba de Oshima
Tras la sugerencia de Dauman de hacer una película pornográfica, el realizador propuso retomar la historia real de Sada Abe, una prostituta y sirvienta que fue detenida en las calles de Tokio en 1936 tras asesinar a su amante y con su miembro amputado aun oculto en su kimono. La justicia determinó que el asesinato fue accidental (la amputación fue realizada posmortem) de modo que Sada fue condenada solo a seis años de prisión y cuando quedó en libertad se convirtió en una figura popular que llegó a escribir una autobiografía, luego llevada al cine.
A pesar de su entusiasmo, Oshima no tenía idea de cómo encarar una película porno. Su primer paso fue contactar a Koji Wakamatsu, el más renombrado director y productor del llamado “pinku eiga” o “cine rosa”, un eufemismo para referirse a las películas de explotación, violentas y eróticas, que comenzaron a abundar en la cartelera japonesa desde la década del 70. Wakamatsu usó su experiencia para ensamblar un equipo técnico competente para un film sexual. El problema mayor, desde luego, consistía en encontrar a los actores ¿Qué intérpretes serios o de renombre iban a estar dispuestos a mantener sexo en pantalla?
“Contrariamente a mis expectativas”, recuerda Oshima en una entrevista publicada con la edición del sello Criterion de El imperio de los sentidos, “encontrar actrices para el casting fue relativamente sencillo. Incluso mi esposa (la actriz Akiko Koyama) me dijo que si nadie más estaba dispuesto, ella lo haría”.
Aunque Oshima les tomó pruebas a más de cincuenta intérpretes, fue Eiko Matsuda, la primera que audicionó para el rol, quien terminaría interpretando a Sada Abe. “En una de las primeras pruebas de cámara le pedimos que corriera de un lugar a otro. Luego, le preguntamos si podía hacer lo mismo pero desnuda. Sin pestañar, delante de todo el equipo técnico, se quitó la ropa y repitió la escena, como si no fuera nada del otro mundo. Cuando la vi, le grite a Wakamatsu: “¡Estamos en camino!”
Encontrar al protagonista masculino que interpretaría a Kichizo, el amante de Sada, fue mucho más dificultoso. Según Oshima, ocho de cada diez actores ponían la misma excusa: “Soy más grande que la mayoría cuando estoy en acción, pero creo que el resto del tiempo se me ve un poco pequeño”, repetían con algunas variaciones los intérpretes a la hora de rechazar el papel. “Me impresionó lo importante que era para estos hombres el tamaño de su pene. La experiencia me dejó pensando que los hombres somos criaturas lamentables que nos aferramos a las cosas más triviales”.
A días de la fecha acordada para iniciar el rodaje, aún no habían hallado a un intérprete masculino. Como último recurso, Wakamatsu contactó al actor de TV Tatsuya Fuji y lo llevó a un bar para emborracharlo y darle a leer el guion. Desalentado, Oshima se fue a dormir a un hotel cercano. En la mitad de la noche, recibió un llamado de Wakamatsu, quien le reprochó que estuviera durmiendo mientras el actor estaba esperando su propuesta. Sin esperanzas, Oshima le preguntó al teléfono si estaba dispuesto a hacer la película. Fuji contestó totalmente borracho: “Por supuesto, ¿acaso no estamos bebiendo para celebrar que la haremos?”
El rodaje comenzó en los estudios Daiei en total secreto, ya que temían que en cualquier momento irrumpiera la policía. Si bien la Constitución japonesa garantiza la libertad del expresión, un artículo de 1907 que se mantiene sin modificar penaliza las exhibiciones obscenas y, en particular, la exhibición de vello púbico y de genitales (aún en la actualidad, en el porno japonés esas imágenes se pixelan). La voluntad de desafiar la concepción del Estado de lo “obsceno” fue, en parte, lo que impulsó al inconformista Oshima a hacer una película hardcore.
Oshima explicó que la tensión de filmar de modo clandestino mejoró el film, ya que potenciaba la insularidad de los amantes. La posible aparición de la policía no fue la única preocupación. Al parecer, Fuji se había compenetrado tanto con Kichizo que para interpretar a este hombre consumido por su pasión dejó de comer por completo. “Perdió más de 12 kilos y su cara cambió. Se volvió más noble y espiritual. Parecía haber alcanzado un punto más allá de la interpretación. Este tipo de entrega de los actores fue otra de las razones por las que el rodaje funcionó tan bien”. A pesar de sus extraordinarias interpretaciones, resulta sintomático el destino de ambos: Fuji continuó con una lucrativa carrera como actor y modelo de comerciales, mientras que la actriz Eiko Matsuda solo pudo hacer un par de películas de pinku, no volvió a ser contratada y tuvo que exiliarse en Francia.
La filmación duró menos de un mes. Para evitar la censura, los negativos de la película no fueron revelados en Japón sino que fueron llevados a París, donde se completó la posproducción. La película pudo exhibirse en algunos festivales europeos y norteamericanos, aunque muchas veces con cortes y modificaciones. Evidentemente, la película tiene algo para ofender a cada uno.
En nuestro país, El imperio de los sentidos fue prohibida por la dictadura militar y recién tras el regreso de la democracia, en 1984, se autorizó su distribución bajo el régimen de “exhibición condicionada” que para ese momento no contaba con salas autorizadas en la Capital Federal. En el reestreno anunciado para este jueves, la película –en copia restaurada en 4K– se verá por primera vez en las salas porteñas. Acaso éste sea el único film de arte que, en nuestro país, había quedado relegado al circuito del cine porno.
Esta historia de dos amantes que llevan su pasión hasta la muerte es una película “porno” en el sentido de que incluye sexo no simulado entre los actores. Ahí terminan las similitudes con lo que hoy entendemos como “pornografía”. El cine porno muestra una mirada invariablemente masculina (muchas veces en plano subjetivo) que borra todo lo que puede el cuerpo del “actor”, quien queda reducido a un órgano sexual anónimo para potenciar la identificación del espectador varón y también para exhibir lo más posible a la figura femenina. A la vez, no presta ninguna atención al placer de la mujer, dado que cada escena termina cuando termina el varón.
De modo radicalmente opuesto, la mirada de la cámara en la película de Oshima siempre incluye a los dos protagonistas en cada plano y es imposible asignarle un género. El título original, traspuesto al alfabeto occidental como Ai No Corrida, puede traducirse como “Corrida de amor” (”corrida” en el sentido de lidia de tauromaquia y no, paradójicamente, en el otro sentido español tan común en el porno), lo que da idea de una danza violenta y mortal entre los dos amantes. La película es un relato hiperestilizado sobre el placer de una mujer llevado tan al extremo que extrae la vida de su pareja. El sexo es lo único que existe para estos personajes, y escala de un vínculo tórrido e insaciable a un juego fatal. George Bataille definió el erotismo como una ratificación de la vida, aún hasta el punto de perderla. En ese límite uno puede encontrarse con lo absoluto. Para Bataille, el absoluto que está más allá del erotismo es lo sagrado, pero en la película de Oshima este idea religiosa no existe y la inminencia de la muerte parece el momento en que los amantes pueden fusionarse en el éxtasis, mientras que en la sexualidad convencional una pareja se usa mutuamente para sentir placer pero no habría verdadera comunión.
Tal como ocurre en Último tango en París, El imperio de los sentidos presenta a dos seres aislados que encuentran en el sexo extremo un refugio ante una realidad mediocre u hostil (hay un claro contraste entre los colores de los amantes y los del mundo). Y en esto, Oshima retoma los temas antiautoritarios de su filmografía anterior, dado que uno de los pocos planos del exterior muestra a unos soldados en plena marcha. Considerando que la película está ambientada en 1936, se trata de una referencia al creciente militarismo que llevó a Japón a la Segunda Guerra Mundial. En ese contexto opresivo, la sexualidad para los personajes es también una búsqueda de libertad y autonomía. Del mismo modo que, fuera de la ficción, lo es para un cineasta volcarla en la pantalla.
Fuente: Hernán Ferreirós, La Nación